Marcelino ALVAREZ
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Editorial EL PERISCOPIO - Libre de reproducirse con mención de fuente
Marcelino y Raquel Negro fueron dos santafesinos que crecieron como hijos de una clase media no demasiado acomodada. Marcelino en Guadalupe, Raquel en el barrio sur, seguramente, como se se acostumbraba antes, crecieron como muchos chicos que pasaron sus primeros 12 años en una ciudad formal y anodina, sin demasiados sobresaltos, a lo mejor corriendo detrás de la figura consular del «Dr. Leoni», que lucía sus pomposas medallas honoríficas y recitaba sus discursos por las calles de la ciudad despertando la curiosidad de los más chicos, o jugando a las figuritas o a la ronda en verano.
Una infancia alegre y despreocupada, fueron hijos del hospital público, de la escuela pública donde la maestra era la «segunda madre», cuidados por la ronda del policía con su silbato. Donde los chicos no tomaban mate con los mayores, a los que algunos aún trataban de Ud., hablaban en la mesa cuando se les preguntaba y recibían de esos mayores, hijos de inmigrantes, el significado y el valor del trabajo como herramienta principal y sostén de la dignidad del ser humano. Familias que económicamente se constituyeron en clase media con el esfuerzo propio que se vio favorecido con el crecimiento del país peronista. Y, que no hicieron nada por defender esa democracia, ni en el 55, ni en el 58, ni en el 66, ni mucho menos en el 76. Para sus padres, como para la mayor parte de la clase media, los golpes militares eran un sino del país, un destino prefijado que debíamos sufrir siempre con la excusa de los malos políticos o porque nadie sabía gobernar. Sin que a nadie se le ocurriera pensar que esa excusa era el discurso de los grupos económicos, que han usado siempre a algunos politiqueros cómplices y a los militares como a empleados baratos, escribiéndoles el libreto de asalto al poder a unos y repartiendo embajadas a otros.
Mientras, por detrás, ellos llenaban sin miramientos su propia bolsa quedándose con el esfuerzo del país, sin hacer siquiera el esfuerzo de constituir una burguesía nacional, «hasta en eso fueron cipayos», como diría el Gallego Marcelino. El 55 pasó por sus vidas sin demasiadas implicancias, la preadolescencia en la Santa Fe pacata y pa ver al colegio de la Inmaculada desfilar con fusiles al hombro y al Liceo Militar General Belgrano hacer lo propio entonando las estrofas de la marcha de la fusiladora, cuestión esta que no es un dato menor, ya que años después, desde su peronismo, el propio Marcelino sostendría «¿qué hacían esos fusiles en un colegio católico, a quién defendían?», aunque visto en perspectiva hoy podemos decir que a la Inmaculada le salió el tiro por la culata. De sus padres aprendieron que los hombres éramos todos iguales, que hay que ayudar a los más débiles. Como toda esa generación vivieron, sintieron y crecieron en un país dividido, contradictorio, dónde lo que se aprendía en las horas de «educación democrática» era una ilusión. Donde la democracia y la igualdad no eran para todos.
Además, supieron sin que nadie se los enseñara, que el último grado del escalafón militar era ser Presidente de la Nación; cuando algunos señores que criaban vacas en las tierras que sus antepasados cambiaron por orejas de indios, decidieran que había llegado «la hora de la espada» y tomaran el gobierno con un «golpe», anticipado siempre por algún chiste de Landrú. En esa adolescencia, la flaca Raquel cursó el secundario en la Escuela Normal sin sobresaltos y Marcelino dejó el Nacional y comenzó a enraizarse con el nacionalismo telúrico, al que también adscribían muchos jóvenes de la época que veían el problema de la dependencia y el sojuzgamiento que sufría el país y la injerencia del imperialismo como tema a resolver y enfrentar. Aprendieron también en esa época que no sólo lo de educación democrática era ilusorio y falaz, sino que la historia de Mitre y Levene no era toda la historia, que San Martín no era sólo un general en un caballo siempre blanco, ni Belgrano un prócer algo afeminado, que los caudillos federales no eran gauchos brutos que asolaban la pampa y que lo que siempre se derrama es la sangre de los pobres.
Para ese entonces se conocieron, se amaron, interactuaron en la búsqueda que involucró a toda una generación, construyeron una pareja, su pareja y se fueron involucrando en la medida en que fueron asumiendo la realidad, fueron comprometiéndose. Si bien es cierto que hubo un tiempo de discusión, de búsqueda, de lectura, no es menos cierto decir que su compromiso no fue una postura intelectual sino que más bien se fue construyendo al calor de la práctica junto al pueblo, junto a los que sufrían en los barrios, en los lugares de laburo, trabajando junto a esos curas, que no daban misa en latín, no usaban sotana, que tomaban un pan y lo repartían como Cristo en la última cena y tenían las manos callosas como los pescadores del Salado, y que le decían a sus obispos en un famoso documento del 68: «Latinoamérica, desde hace varios siglos es un continente de violencia. Violencia de una minoría de privilegiados contra la mayoría de un pueblo explotado, es la violencia del hambre, del desamparo y del subdesarrollo, la violencia de la persecución, de la opresión y de la ignorancia. La violencia de la prostitución organizada, de la esclavitud ilegal pero efectiva, de la discriminación social, intelectual y económica.» También junto a los compañeros que comenzaban a surgir de las calles sin asfalto de las villas miseria, de los barrios donde la necesidad y la injusticia se leía en los rostros de la gente y se podía contar por miles.
Con esa práctica comenzaron a definirse como militantes y ser militante es una construcción diaria, no hay manera de comprarlo en una librería, no existe el manual del militante y si en algún momento llega a existir va a ser a partir de reflejar a los miles de Raquel y Marcelino que transitaron el país, que asumieron la militancia al costo de sus propias vidas y desde distintas identidades políticas, como dice Cooke, «me perpetuaré en la obra de esos militantes, al final se iluminará el aporte de cada episodio y ningún esfuerzo será en vano, ningún sacrificio será estéril, y el éxito final redimirá todas las frustraciones.» No había modo de eludir la realidad, estaba ahí y era la única verdad, por más que la disfrazaran o la intentaran ocultar los dueños del poder, por más que mintieran explotaba, el encorsetamiento reventaba por todos lados.
Años de violentas mentiras, disimuladas por el poder opresivo y proscrito, que había comenzado con aquel golpe del 55. Aunque, sus orígenes podrían encontrarse mucho más atrás, y por qué no en los orígenes de la patria misma, con la violencia siempre cargada sobre la espalda de los más débiles y siempre disimulada por el doble discurso de los poderosos que siempre tienen quién les escriba la historia según como ellos quieran contarla y donde quieren demostrar que violentos son los que se defienden y más aún lo son los que defienden a los indefensos. Así fueron aprendiendo que los pobres, los trabajadores, no eran ciudadanos de primera, más tarde que los estudiantes y los que pensaban eran peligrosos y que el problema del país burgués era resolver el hecho maldito de que todos los laburantes no dejaban de amar y soñar con Perón y Evita, con recuperar su cadáver desaparecido cobardemente por Aramburu, por más bombardeos, fusilamientos, proscripciones o encerronas, y aún contra la traición de quienes querían estar contra Perón para salvar a Perón.
La historia estaba en la memoria activa de la gente, de los más humildes que eludían todas las formas e intentos para que olvidasen, mantenían vivo el recuerdo de quienes les habían dado la dignidad en forma política y resistían las miles de formas de la violencia ejercida por los grupos económicos y sus aliados externos. Resistían y recordaban, no olvidaban, además transmitían boca a boca la experiencia tanto de lo que habían vivido como de lo que habían padecido. Era el ser nacional y su forma de transitar el camino de la liberación, que parecía estar presente en todas partes del mundo, y que aquí se construía de ese modo, y fue creando en muchos, una identidad, una forma de sentir y actuar la política, que Marcelino y Raquel absorbieron hasta convertirla en su propia piel, en su propia historia, en su conciencia. Seguramente se puede caer en lugares comunes para definir o describir cómo eran Raquel y Marcelino, eran seres humanos, simples convencidos de su identidad, de su compromiso, por encima de los análisis políticos, casi sin cargas subjetivas de intereses personales para asumir su entrega, para construirse el hombre nuevo día a día, poniendo los intereses del conjunto muy por encima de los propios y los del pueblo más arriba todavía.
No había patria posible, ni ningún lugar donde existir o que justifique la existencia, sin los humildes, sin los descamisados, libres de opresión. La política no tenía premios, era un orgullo realizarla, estar al servicio de la causa de la liberación en la medida en que nos liberábamos. No había necesidad de mucho pensamiento, había en cambio un gran sentimiento, mucho amor era la base y proyección del convencimiento y éste era una columna sólida que transmitían siempre. Solidez y resguardo, especialmente cuando existía la posibilidad de que la muerte nos rondara, o que la tentáramos, como era moneda corriente en esos días de la guerra popular y prolongada. Entonces uno sabía, que si venía por donde ellos estaban no pasaría, al menos no sin llevarlos antes, uno sentía eso a las espaldas, en ese momento lo palpaba, pero siempre uno tenía la intuición de que era así, lo transmitían con su presencia.
No estoy hablando de heroísmo, tampoco de temeridad, estoy mencionando una cualidad humana que está ligada al alma, al amor al Ser con mayúsculas, que supera las imperfecciones propias, los miedos y los egoísmos, cuando el «yo te cubro» es un poncho para tapar el peor de los frios y que es generosidad hecha deber, compromiso y entrega.
El Gallego pasó por distintos trabajos después que dejó el Nacional, estudió fotografía en el viejo Instituto de Cine. Trabajó en la Municipalidad donde formó la Agrupación Eva Perón de Municipales de la JTP, de la que fue responsable, fue un militante convencido, buen cuadro, muy querido. En 1971, con la llegada de Víctor Bie a Santa Fe, junto al Nariz Maggio y otros militantes dieron origen a la aparición de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) en Santa Fe, posteriormente con la fusión de 1973 fueron integrantes de la organización Montoneros. Ambos participaron del «luche y vuelve», del manzanazo, estuvieron en Ezeiza y cuando nos fuimos de la Plaza de Mayo, estaban allí.
En diciembre de 1975 trasladaron a Marcelino y Raquel al sur de la provincia, donde nació Sebastián, hijo de ambos. El Gallego fue secuestrado en Rosario un año después durante una cita y permanece desaparecido.
/ Pancho
Su memoria es recordada en una placa colectiva colocada frente a la Municipalidad de Santa Fe