3. Santa Fe del Río de la Plata en la monarquía hispánica
DARÍO G. BARRIERA
La ciudad
Para sus habitantes, para sus observadores, para sus vecinos y para sus visitantes, Santa Fe sólo adquiría sentido como parte de un conjunto más vasto: el de la monarquía hispánica.
Hasta 1593, el Paraguay fue gobernado por adelantados y sus tenientes; desde ese año, comenzó a nombrarse gobernadores del Paraguay, dependientes del virrey del Perú. Entre 1573 y 1618, la ciudad estuvo bajo la jurisdicción de la provincia del Paraguay y Río de la Plata, cuya cabecera era la ciudad de Asunción. Desde 1618, cuando esa enorme gobernación se dividió en dos —la del Paraguay, por un lado y la del Río de la Plata, por el otro—, la ciudad fundada por Garay quedó bajo la jurisdicción de la última, cuya cabecera se localizaba en la ciudad de Buenos Aires.
En materia judicial, si bien existía la posibilidad de reclamar a los gobernadores, las decisiones de los jueces en primera instancia podían ser apeladas en un tribunal específico, que era la Real Audiencia. Hasta la creación de la primera Real Audiencia de Buenos Aires en 1661 y durante el período que va del cierre de ese tribunal (1671–1672) hasta la apertura del segundo (decretada por una real cédula del 25 de julio de 1782, comunicada por otra de abril de 1783 pero efectiva recién en 1785) el tribunal de alzada para los santafesinos fue la Real Audiencia de Charcas. A pesar de la enorme distancia que debía recorrerse, los riesgos y los altos costos que esto implicaba, algunos santafesinos y algunas santafesinas —como Juan de Osuna en el siglo XVII o Juana Maciel, en el siguiente— presentaron apelaciones ante el realmente lejano Alto Tribunal.
La sede de la política y la publicidad de sus actos
La política era, y es todavía, el ámbito donde se discute, institucional o extrainstitucionalmente, la distribución de los recursos materiales y simbólicos de una sociedad.
Durante el período colonial, la sede de las decisiones políticas sobre asuntos que interesaban a toda la comunidad podían ser tomadas por el rey, por el gobernador o por el cabildo. Este último era, quizás, el más importante de los ámbitos políticos para los santafesinos, puesto que allí no solamente se decidía cumplir o no cumplir las órdenes emanadas de los centros más altos, sino que, sobre todo, allí se trataban los temas que se consideraban asuntos del común. Cuando se defendía los intereses de la ciudad por encima de los de otros, se decía buscar el bien de toda la república, ya que el término república, figurando la cosa pública, significaba también el interés de toda la ciudad.
Lo que despertaba el interés por integrar ese cuerpo, entonces, era que las decisiones tomadas por el cabildo tenían un impacto general sobre la vida de todas las personas de la comunidad. Sus resoluciones se expresaban a través de autos de buen gobierno, de ordenanzas o de bandos, y eran voceadas en la plaza pública por un pregonero.
En un mundo donde la mayor parte de la población era analfabeta, la publicidad de las leyes o de los actos de gobierno del municipio, dependía de ceremonias donde los gestos y la voz eran fundamentales. Estas escenas tenían por principal escenario la plaza, epicentro de la ciudad donde se emplazaba el rollo de la justicia pero donde también pasaban bastante tiempo pequeños mercaderes, lavanderas, proveedores de alimentos y hasta jóvenes artesanos que hacían correr la voz.
El rumor, el aviso y el chisme mantenían informado a quienes vivían algunos metros más allá de la plaza. Esto, claro está, no valía sólo para las decisiones del cabildo: el rumor llevaba y traía, también, informaciones consideradas más sabrosas.
Las funciones del cabildo
Las funciones de un cabildo eran fundamentalmente cuatro: gobernar el territorio, administrar justicia, recaudar contribuciones y representar a los vecinos.
Sin embargo, lo primero que hay que decir es que el cabildo no era un edificio, sino la reunión de los vecinos para gobernar la ciudad. De hecho podía funcionar en cualquier parte, y durante algún tiempo, en Santa Fe lo hizo en la casa del gobernador. El cabildo es la reunión para discutir asuntos de gobierno y justicia. Un grupo de vecinos, que se elegían entre sí como alcaldes y regidores, se constituían en la ciudad como cuerpo. Un cuerpo que era, al mismo tiempo, parte de otro cuerpo mayor: la monarquía.
La metáfora corporativa inunda la teoría política de la época y no es casual: la monarquía era teorizada como un cuerpo del cual el rey era su cabeza, y los oficiales que cumplían roles importantes fueron considerados muchas veces sus largos brazos. El cabildo era considerado también un cuerpo, inferior e integrante del de la monarquía, pero un cuerpo al fin y al cabo.
Gobernar y juzgar era a veces sólo una cosa, pero es cierto que los cabildantes —también llamados capitulares— cumplían diferentes funciones: dos alcaldes administraban justicia, regularmente el de primer voto lo hacía en lo civil y el de segundo voto en lo criminal; seis regidores completaban las sillas alrededor de la mesa donde se tomaban las decisiones y los presidía un teniente de gobernador, representante del delegado del rey, y por lo tanto, ojos y oídos del gobierno mayor en la institución menor, dentro de la cual era también el justicia mayor. Un escribano tomaba nota de los dichos y labraba un acta, que expresaba la voz de la ciudad. Las decisiones que tomaban los vecinos reunidos en el cabildo eran una decisión de la ciudad.
La composición del cabildo santafesino siguió el modelo del cabildo de Asunción y el de los que funcionaban en el Perú, que a su tiempo estaban inspirados en los de Castilla.
A esa primera composición se fueron agregando desde 1574 nuevas funciones. Aunque sería largo y aburrido listar todas las que aparecieron e incluso las que fueron desapareciendo, las funciones que iban agregándose respondían a un refinamiento en la organización del gobierno por necesidades planteadas al cabildo por la realidad misma: así surgieron los oficios de alguacil, de procurador o de fiel ejecutor, vinculados con tareas específicas como la ejecución de medidas judiciales, la representación de la ciudad o la observancia de los pesos y medidas. Luego se incorporaron nuevos funcionarios que representaban los intereses del gobierno de Asunción, primero, y de Buenos Aires después, y otros que representaban a la monarquía, como el Alférez Real, portador del estandarte, o los tesoreros de la Real Hacienda.
El teniente de gobernador era la manifestación física de la voluntad del gobernador en la ciudad, pero también la prueba más irrefutable de su ausencia. Debía jugar el papel de bisagra entre la gobernación y la ciudad. También era el justicia mayor en la ciudad, por lo tanto, a sus capacidades de jefatura política y militar agregaba también la última palabra en lo judicial por encima de los alcaldes —pero siempre por debajo de la Real Audiencia.
Los alcances del cargo de teniente de gobernador, no obstante, no dependían tanto de una normativa fija como de los alcances que le diera el gobernador que lo nombraba cuando redactaba su título. El cabildo, por su parte, no siempre estaba bien predispuesto con los tenientes que eran enviados desde la sede de la gobernación. Casi siempre delimitaban hasta dónde le permitirían llegar y, en ocasiones, llegaron a ser muy exigentes con requisitos formales muy difíciles de cumplir para aceptarlos.
Aunque las funciones de un teniente de gobernador estaban vinculadas con todos los ramos (el gobierno, la hacienda, la guerra y la justicia) el gobernador y el cabildo coincidían en que esperaban de él sobre todo que tomara las decisiones impostergables relativas a la defensa de la ciudad. Los asuntos de guerra contra los naturales, como llamaban en el cabildo a los pueblos indígenas que habían invadido, eran de vital importancia para aquellos hombres. Esto confería al teniente autoridad y prestigio, pero también le exigía reflejos rápidos y capacidad de movilizar recursos materiales y humanos.
El teniente de gobernador podía nombrar caudi-llos o caporales, jefes de partidas pequeñas y de-sigualmente armadas que componían las milicias que la ciudad disponía para defenderse de ataques indígenas y también de los salteadores de caminos o ladrones de ganados —que no siempre eran pobres, muchas veces se trató de bandas eficazmente organizadas por miembros de segunda línea de familias de otras ciudades vecinas—. Las cuestiones relativas a los indios comprendían los tres ámbitos de su desempeño: debía gobernarlos, combatirlos y, si fuera necesario, juzgarlos. Presidía las sesiones del cabildo, para lo que tenía voz y, eventualmente, voto. Su intervención era decisiva cuando era necesario desempatar votaciones. En ocasiones, cuando se los designaba, se le confería el poder de remover cargos del cabildo, lo cual podía volverlo más temible pero también más inestable.
El Cabildo, a su vez, podía encargar a su teniente tareas específicas: aunque la representación de la ciudad frente al gobernador u otras autoridades recaía casi siempre en un vecino procurador, algunas veces fue depositada en el teniente de gobernador. Esto ocurrió sobre todo por razones prácticas, ya que en ocasiones se aprovechaba un viaje suyo a la cabecera de la gobernación o la fluidez de sus contactos.
Los alcaldes, como se adelantó, eran dos. Junto a los regidores debían gobernar, esto es, dar ordenanzas y guardar el orden de la convivencia de toda la comunidad, preferentemente con su consenso. A esto se le llamaba, en el siglo XVI, vivir en policía. El término alcalde proviene de la lengua árabe. En el mundo musulmán, al–cadi era el juez–gobernador. Esta tradición pasó al mundo hispánico, y luego al americano, y marcó la concepción cristiana del buen gobierno como la recta administración de la justicia.
Al recibir la vara, el atributo que simbolizaba su rol de juez en nombre del rey, el alcalde juraba mantener su humildad —obligándose a conceder apelaciones— y a realizar su labor «bien, fiel y cristianamente». Debía administrar la justicia del monarca y de Dios, que otorgaba a cada parte lo que le corresponde según su derecho, es decir, según su posición en un marco de desigualdades que se reconocía como natural y querido por Dios. Si sus sentencias eran apeladas, una vez confirmadas en Audiencia, debían ser devueltas a ellos para su ejecución. Debían saber leer y escribir, aunque no era necesario que estuvieran formados en leyes. Carlos V y Felipe II afirmaban que para este oficio debía preferirse a los conquistadores antiguos, considerados hombres buenos. Según expreso mandato de esos monarcas, nadie que hubiera sido alcalde una vez podía ser elegido nuevamente antes de pasados dos años y haber sido residenciado. A esta regulación se llamó ley del hueco.
La justicia administrada por los alcaldes era lega porque no tenían formación jurídica formal. Se esperaba de ellos que tuvieran sentido de lo justo y obraran en conciencia. Pero los alcaldes no eran los únicos autorizados a administrar justicia: también podían hacerlo los adelantados o los gobernadores cuando estaban en la ciudad —ya que portaban título y vara de justicia mayor—, sus tenientes y hasta el alcalde mayor, un cargo creado en Santa Fe temporalmente en 1581. Podían tomar parte en asuntos excepcionales por su importancia o por el prestigio de las partes que entraban en disputa, pero si alguien se presentaba a pedir justicia y ellos conocían en la causa en primer término, administraban justicia ordinaria en casos normales y de poca monta. También los curas párrocos, si tenían la calidad de jueces vicarios eclesiásticos, podían oficiar como jueces en asuntos de los más variados. Décadas más tarde, las milicias y los veteranos que integraban las distintas fuerzas que defendían a la ciudad o la gobernación podían acogerse al fuero militar y, en muchas ocasiones, los comandantes se convirtieron de esta manera en jueces.
Durante los primeros años de vida de la ciudad de Santa Fe los alcaldes siempre fueron peninsulares. Las regidurías, en cambio, fueron ocupadas por mitades entre vecinos castellanos y nacidos en la tierra. En la primera mitad de la década de 1590, los beneméritos —grupo político que se referenciaba en las familias de los conquistadores más antiguos— ya no eran necesariamente españoles. Algunos hijos de la tierra —sobre todo los que participaron de la represión del motín de 1580— habían obtenido estatuto de vecinos notables gracias a su posicionamiento en los conflictos políticos y no por su procedencia geográfica o su linaje.
Para administrar justicia en las campañas, el cabildo santafesino nombró desde comienzos del siglo XVII —casi seguramente a partir de 1616—, dos alcaldes de la hermandad. Tenían la potestad de juzgar in situ los delitos que se cometieran en los campos y podían hacerlo oral y sumariamente. Si el delito era grave y podía considerarse un crimen —esto alcanzaba los asesinatos, los robos de ganado y el contrabando, por ejemplo— debía llevar el reo al alcalde ordinario, acompañándolo de una minuta, que casi siempre fue oral e informal.
Los regimientos —asientos de los regidores, hombres elegidos por el rey para representar sus intereses en los concejos castellanos— habían sido introducidos en la monarquía, desde el siglo XIV, como una cuña del poder del rey en los ámbitos locales. Las permanentes insuficiencias económicas de las arcas reales hicieron que, bien pronto, esos oficios se pusieran en venta. Por lo tanto, el oficio de regidor se patrimonializó —es decir, pasó a ser propiedad de quien lo compraba—. Esto, sumado a la ausencia de un cuerpo orgánico de leyes que regulara el funcionamiento del cabildo y a la capacidad de éstos para redactar normas específicas que permitieran su desempeño, convirtió a los gobiernos locales en sólidas fuentes de producción de derecho y en entidades autónomas de gobierno.
El escribano, como se dijo, registraba en las Actas, las discusiones entre alcaldes y regidores, y también debía las Reales Provisiones y Reales Cédulas recibidas. Cuando era convocado para asentar los autos de los procesos judiciales percibía honorarios que no eran nada desdeñables, pero que no siempre cobraba. Era, con toda probabilidad, el hombre más informado y formado dentro del cabildo, puesto que además no rotaba, sino que podía permanecer en su puesto durante décadas, concentrando de esa manera información y saberes técnicos muy valiosos.
También tenían sede en el cabildo un fiel ejecutor, oficiales de la Real Hacienda, el Alférez Real, el Alguacil Mayor de la ciudad, el Alcalde Provincial de la Santa Hermandad, depositarios, el Receptor de Penas de Cámara, entre otros. Excepción hecha de los Tesoreros de la Real Hacienda, que solían venir desde fuera de la ciudad, incluso desde alguno de los reinos peninsulares de la monarquía, los mismos vecinos que ocupaban alcaldías o regimientos se hicieron cargo, en un principio, de todas esas funciones. El aumento del número de vecinos y la complejización de las relaciones entre las familias hizo que la ocupación de dos funciones por un solo vecino dejara lugar a la creación de nuevos cargos. Esto, a la vez que aliviaba la tarea de los regidores, ampliaba la oferta de puestos para un número creciente de hombres deseosos de obtener participación política.
La ausencia temporal o la muerte del alcalde implicaban que el regidor más antiguo lo reemplazara. Si, en cambio, el teniente de gobernador se ausentaba, quien debía ocuparse de la conducción política de la ciudad era el alcalde. Durante casi todo el período colonial, el cabildo santafesino celebró sus elecciones en la primera sesión de enero de cada año. Desde luego, no eran elecciones abiertas, como las conocemos ahora, sino muy cerradas: se trataba de un elenco reducido de vecinos que se designaba entre sí, rotativamente. No obstante, no fueron infrecuentes los conflictos y las graves acusaciones para tratar de desacreditarse. Tampoco faltaron hombres poderosos tratando de torcer este margen para elegir, que ya de por sí era mínimo.
Santa Fe designó su procurador muy tempranamente, en 1575. Su función era la de gestionar para la ciudad cuestiones concretas frente a autoridades de otra jurisdicción; aparte de esta tarea, como miembro del Cabildo, podía presentar denuncias y exigir el cumplimiento de ordenanzas a otros vecinos. El tema del control interno de las revueltas y rebeliones apareció con crudeza en 1581, después de la rebelión de los siete jefes. Ese año se creó el cargo de Alférez de la Ciudad —Alférez Real—. En su designación, se recalcó que «si se ofreciere alguna alteración o levantamiento que sea de la parte de su majestad», el alférez debía portar el Real Estandarte como manifestación de esa autoridad, en nombre de la cual se había realizado la represión de la revuelta. Esta era una manera de reforzar la autoridad de la república, a través de imágenes y cuerpos.
A lo largo de esta década se constata la aparición del oficio de Alcalde Mayor —en 1583, presumiblemente convertido luego, también, en oficio patrimonial— y el de Mayordomo de la Ciudad en 1584, desempeñado por un vecino que no ocupaba en general otro asiento. Este año, en la misma ceremonia de renovación del Alférez Real, se nombró un macero del cabildo. Otra función de importancia se cubrió con la designación de capitulares en el oficio de Fiel Ejecutor. Su función era la de controlar el respeto de los precios fijados por el cabildo, efectuar lanzamientos o desalojos, ejecutar medidas y ordenanzas del cabildo, inspeccionar los contenedores físicos de la medida de la arroba, la media arroba, de los barriles de vino, el peso de los panes y, también, la fidelidad de las romanas —balanzas— de la ciudad y de los particulares. Al principio fue un cargo ejercido de manera rotativa entre los regidores, por dos meses cada uno, pero hacia el primer cuarto del siglo XVII, se transformó también en un oficio de carácter anual, siempre practicado por un regidor. Tanto esta función como el asentamiento en la ciudad de un Tesorero Real, están íntimamente relacionadas con la consolidación de las primeras actividades agrícolas —las primeras cosechas exitosas—, la fabricación de vino de la ciudad y, por sobre todo, con el despegue de un comercio entre ciudades que se iba afirmando lentamente.
Durante casi todo el período colonial, el cabildo santafesino celebró sus elecciones. Desde luego, no eran elecciones abiertas, como las conocemos ahora, sino muy cerradas: se trataba de un elenco reducido de vecinos que se designaba entre sí, rotativamente.
La composición del cabildo se modificó en muchas ocasiones: sólo para mencionar algunos ejemplos, durante la década de 1640 se redujo el número de regidores a cuatro y en 1652, el virrey Conde de Salvatierra mandó suprimir la elección de regidores cadañeros y exigió la compra de sus oficios a los regidores. En 1654 se volvió al número de seis regidores y se permitió que algunos fueran cadañeros, apoyándose en lo que Garay había impuesto en el acta fundacional. A mediados del siglo XVII ya estaba consolidada la práctica de la compra de oficios capitulares: en las actas puede leerse la presentación de los propietarios de títulos de regidor, alcalde provincial de la hermandad o alférez real, entre otros. Desde entonces, y el hecho prácticamente coincide con el traslado hacia el sitio nuevo, el número de regidores que tuvo silla en el cabildo fue escueto —sólo los propietarios— y pudieron ser electos para desempeñarse como alcaldes, alféreces reales, fieles ejecutores, etc. Durante el siglo XVIII el cabildo funcionó durante muchos años con tres regidores y algunas plazas fueron rematadas en varias ocasiones. Después de los años 1770, la gobernación de Buenos Aires intentó varias veces reducir las capacidades y márgenes de acción del cabildo. Desde 1782 se nombró en la ciudad un subdelegado —que resultó en realidad ser la continuidad del oficio de teniente de gobernador— y a partir de 1784 intenta obligarlos a crear una junta municipal de propios y arbitrios para dar cuentas de los ingresos y gastos de la ciudad.
Conflictos entre bandos de vecinos
En diciembre de 1619, el teniente de gobernador Alonso de Ávalos fue comisionado por el cabildo para negociar ante el gobernador Góngora, en Buenos Aires, permisos para recoger ganado cimarrón. Un regidor, Cristóbal de Arévalo, impugnó esa designación y solicitó, con éxito. que la negociación la realizara Sebastián de Vera Mujica, vecino de la ciudad. Es muy posible que el regidor Arévalo haya considerado perjudicial para los intereses locales que ese negocio fuera tratado por alguien de confianza del gobernador, prefiriendo que la representación la realizase un vecino. También es posible que se quisiera enviar a un vecino que podía atender otros asuntos y garantizara intereses comunes y particulares más concretos.
Alférez Real: Oficio del cabildo. Su titular portaba el Real Estandarte en las ceremonias representando al rey. Era el reemplazante del alcalde en su ausencia. Este cargo se podía comprar.
Arroba: Contenedor que designaba una unidad de masa. De su carga dependía su definición. Podían ser litros o kilos. El peso dependía de lo que se cargara. En el espacio sudamericano colonial, una arroba de coca o de yerba rondaban lo que nosotros pesamos como once kilos y medio.
La jurisdicción eclesiástica
Al panorama anterior debe agregarse la jurisdicción eclesiástica.
Apenas dos años después de creada la gobernación del Río de la Plata escindida de la del Paraguay, lo mismo sucedió con el Obispado: el de Buenos Aires fue erigido en 1620, desde cuando existe una organización diocesana que fue acompañando los movimientos de las autoridades civiles. Siguiendo los preceptos del Concilio de Trento, la iglesia se organizó alrededor de la parroquia. Como lo ha mostrado en sus trabajos Miriam Moriconi, desde la fundación de Santa Fe se estableció en ella una parroquia rectoral y vicaría eclesiástica, contando con parroquia de españoles y parroquia de naturales con sede en la misma iglesia matriz, donde además tenía sede el vicario eclesiástico, con capacidad de administrar justicia.
Hacia 1725 los cabildos de Buenos Aires y Santa Fe crearon nuevas alcaldías de hermandad y, poco después, en 1730, el obispo consiguió la creación de nuevos curatos. En Santa Fe datan de ese año los de Paraná y del Pago de los Arroyos. En 1780 se creó el de Gualeguay, esta vez precediendo en tres años la creación de un nuevo cabildo. Para entonces eran seis los curatos que funcionaban en jurisdicción santafesina.
Hacia mediados del siglo XVIII, Obispado y Cabildo intercambiaban información sobre el número de familias asentadas en diferentes pagos: Salado, Rincón, Ascochingas, sobre sus fuertes, las reducciones de indios. De esta manera, junto al avance de la jurisdicción del cabildo de la ciudad, de la mano de la figura del alcalde de hermandad, se iban instalando oratorios, curatos y parroquias. Las tensiones que a escala de imperio parecían erosionar las relaciones entre la monarquía y la iglesia también tuvieron su expresión local: en 1767 el Cabildo de Santa Fe se quejó del accionar de los párrocos rurales —desidia, abandono de sus lugares—. Por su parte, los ministros de la iglesia se quejaban amargamente ante el obispo por la falta de condiciones mínimas para ejercer su ministerio. Los curatos de los pueblos de indios —San Javier, San Jerónimo, San Pedro y Cayastá— padecían la lógica inestabilidad derivada de conflictos sociales que no eran entre blancos e indios: los flancos débiles eran atacados por las autoridades civiles, las eclesiásticas o las comunidades no reducidas. No era fácil predecir desde dónde provendría el mazazo. Mejor futuro tuvieron, en general, las capillas asentadas por particulares en sus estancias. Este es el cuadro mínimo que debe tenerse presente para conocer a qué autoridades de la monarquía estaban supeditados el cabildo santafesino y los súbditos vecinos o residentes en la ciudad.
Contabilidad accidentada
«Se recibe de la junta municipal de propios y arbitrios las cuentas de Miguel Jerónimo Garmendia, recaudador de arbitrios en Buenos Aires, comprendida entre el 14 de octubre de 1784 y el 3 de diciembre de 1785, las que llegaron desencuadernadas por haber naufragado la lancha que los traía... » (Archivo General de la Nación, Sala IX, Santa Fe, Caja 2)
Traslado de la ciudad. Mudar una ciudad entera: un acto de gobierno extremo
A lo largo de los últimos quinientos años, en muchos lugares de América, una escena se repite: un grupo de vecinos de una ciudad hispana en América discute acaloradamente en cabildo sobre las conveniencias e inconveniencias de llevar la ciudad a otro sitio. La idea parece temeraria, pero su concreción no fue infrecuente. Trasladar una ciudad, incluso recién fundada, implicaba no sólo cargar algunas pocas vituallas o hacer campamento en otro sitio sino, también, disponer de la energía y de las artes para instalar nuevamente las precarias construcciones de la villa, relocalizándolas en un emplazamiento considerado más seguro. Se avecinaban costos y pérdidas, pero también oportunidades y esperanzas. Algunas ciudades siguen pagando el precio de no haber sido trasladadas a tiempo —es el caso de la ciudad de México, hoy desbordada y vivida por 25 millones de personas—. Pero el trasiego de una ciudad fue concretado casi doscientas veces en la historia americana.
Desde la década de 1640, distintas personas interesadas en la suerte de la ciudad fundada por Garay plantearon la urgencia del traslado. La transmuta de la ciudad desde su primera ubicación al sitio que actualmente ocupa, donde se instaló desde los años 1650 —llamándose desde entonces Santa Fe de la Vera Cruz— era una medida solicitada por muchos vecinos, recomendada por algunos visitantes y, ante las solicitudes formales, incluso fue una medida aprobada y celebrada por la Corona. Se piensa que el agregado de la Vera Cruz puede ser una ofrenda devocional para recibir protección divina frente a las calamidades que los vecinos ya no querían soportar, o bien, una cruz que marcaba el límite entre las propiedades de Miguel de Santuchos y Juan de Arce, donde terminaba el área de chacras de la ciudad vieja. La imagen que se tiene de aquellos años es la de una ciudad viviendo bajo alarma, dominada por el miedo y ganada por la precariedad. Se temía correr el mismo destino que otras ciudades, como Concepción del Bermejo, despoblada a comienzos de la década de 1630.
La imagen que se tiene de aquellos años es la de una ciudad viviendo bajo alarma, dominada por el miedo y ganada por la precariedad. Al asedio indígena se agregó, una nueva creciente del Paraná, la crónica falta de metálico, la destrucción de los caminos y las dificultades para recoger vacas o hacer comercio con otras ciudades sin enfrentar límites y riesgos.
Los documentos hablan de las excursiones y los robos de los indígenas chaqueños y de la inquietud que provocaban los grupos charrúas que ocupaban las tierras que hoy son entrerrianas. La ciudad solamente parecía defenderse de las continuas invasiones de los calchaquíes y sumirse en la pobreza. Los pedidos al gobernador y al rey para el traslado de la ciudad se hacían más frecuentes y, petición tras petición, su tono era más dramático. Al asedio indígena se agregó, a comienzos de la década de 1650, una nueva creciente del Paraná, la crónica falta de metálico, la destrucción de los caminos y las dificultades para recoger vacas o hacer comercio con otras ciudades sin enfrentar límites y riesgos. Sin embargo, esto iba a tomar todavía bastante tiempo.
Las autorizaciones del gobernador se transformaron en órdenes: el 24 de marzo de 1651 el cabildo recibió una carta donde Jacinto de Lariz les exigía realizar el traslado en los tiempos más breves posibles. El sitio para realizar el traslado, que ya había sido sugerido en 1650, fue reconocido el 20 abril de 1651. Se trataba del rincón de la estancia de Juan de Lencinas, unas doce leguas al sur del lugar que se abandonaba. El Cabildo ordenó su reconocimiento —al cual asistieron vecinos notables, el vicario Francisco Luján y Rojas y religiosos de las distintas órdenes que tenían asiento en la ciudad— y comisionó a Jerónimo de Rivarola para reproducir la traza en el sitio nuevo, quien juró como agrimensor.
El 12 de abril de 1651 se repartieron notificaciones del decreto de traslado a los actores que la ciudad consideraba relevantes: los vecinos que integraban la comisión de traslado, al Padre guardián de la iglesia y convento de San Francisco, fray Jerónimo de Encinas, al regidor de la Compañía de Jesús, el padre Pedro Álvarez, al licenciado Francisco Luján y Rojas —vicario de Santa Fe—, a fray José de Rivero y a las autoridades a cargo de las milicias de la ciudad.
La crecida del río Paraná apuraba las cosas. Sin embargo, pronto se verá que en el partir y volver a repartir nuevamente tierras dentro de la traza y en los alrededores inmediatos, para las chacras, muchos encontraron una oportunidad para mejorar su posición en la traza urbana o conseguir por primera vez una propiedad. Los hijos de Cándida Cortez de Santuchos son un buen ejemplo: Miguel de Santuchos, por ejemplo, solicitó que lo compensaran por algunas tierras que le habían tomado para la nueva traza. El capitán Diego Tomás de Santuchos pidió tierras para labrar y también un solar en la ciudad nueva para él y para su hermano, el presbítero Francisco Holguín, ya que todavía vivían con su madre. Francisco era en ese momento el ayudante de Francisco Luján y Rojas y hasta lo había reemplazado en la misión de reconocimiento del terreno, a la cual el vicario se había excusado de ir personalmente.
Durante agosto de 1651 llegó al Río de la Plata una nueva orden de expulsión de los portugueses, esta vez enviada por el virrey del Perú, el Conde de Salvatierra. En realidad se trataba de una obligación de registrarlos y decomisarle las armas a todos los vecinos portugueses y la expulsión de algunos de ellos. Esto ya había ocurrido en 1643 —cuando se habían presentado 52 hombres— y en esta ocasión sólo se presentaron 27, entre los cuales diez se contaban en el primer listado. Los portugueses eran considerados peligrosos porque, después de la separación de las coronas de Castilla y Portugal en 1640, volvían a ser extranjeros y, como dependientes del imperio portugués, constituían una amenaza a la seguridad del reino. Según se decía, también eran peligrosos por judaizantes. Sin embargo, y a pesar de que la orden fue recibida en Santa Fe, el cabildo no sólo no los expulsó sino que les prohibió moverse de la ciudad. En agosto de 1651, los vecinos argumentaron que teniendo en cuenta que el carpintero, el herrero y el médico que estaban ocupados en la mudanza de la ciudad eran portugueses, el procurador de la ciudad debía solicitar al gobernador la suspensión de su expulsión. También eran portugueses los albañiles y trabajaban con naturales como obreros. Los vecinos que se autoidentificaban como vecinos españoles fueron designados para dirigir la construcción de las obras más importantes, como el nuevo cabildo, las iglesias y los conventos.
Para estas tareas en particular, el cabildo ordenó contratar 50 indios con un salario de un real —la octava parte de un peso, una suma muy pequeña— por cada día de trabajo así como el sustento de carne y maíz que sería vendido por la ciudad. El gasto, dada la pobreza extrema de los fondos del cabildo, debía ser repartido entre todos los vecinos. Fruto de esta misma situación acuciante fue la suspensión del trajín y venta de vino por particulares —la ciudad asumió una suerte de monopolio de la venta de vino a partir de 1652—, así como la suspensión de las exenciones de las cuales gozaban algunas mercaderías asunceñas cuando entraban en Santa Fe.
El trasiego tomó en total unos diez años, durante los cuales se fueron edificando las nuevas casas. En el ínterin, tanto la ciudad vieja como las tierras de los alrededores, seguían sufriendo una despoblación a veces planificada y otras veces resuelta con urgencia, ante la continuidad de las incursiones calchaquíes, tocagües o los que bajaban del chaco. Durante 1653, el teniente de gobernador Juan Arias de Saavedra encabezó una expedición de castigo a los indios del valle calchaquí: el propósito era defensivo pero también ofensivo, dado que la captura de indígenas formaba parte de las necesidades que planteaban los vecinos: se los utilizó como cargadores, cosecheros y hasta como albañiles, para levantar las nuevas paredes de tapia. También en 1653, se realizó en el sitio nuevo el reparto de tierras para chacras y sementeras ordenado por el Cabildo. En 1654, el proyecto del traslado casi aborta: la pobreza de los vecinos impedía llevar adelante obras y mudanza.
Las estancias cercanas al Salado volvieron a ser invadidas por los calchaquíes en 1655 y 1656, que además se levantaron en el Tucumán ese año y en 1659. En 1657 y 1658, dos crecientes sucesivas provocaron el derrumbe de casas y hasta de la parroquia de San Roque. La defensa de la ciudad vieja flaqueaba y la nueva no terminaba de asentarse. Los precios de los productos indispensables, como el trigo, sufrieron incrementos que llegaron hasta el triple. La trasmuta se completó en 1660, y la ciudad vieja quedó, semidestruida pero no vacía ni de casas ni de gentes, sirviendo como avanzada o tapón, según la circunstancia, en la frontera con los pueblos indígenas. Su defensa había quedado a cargo de Bernabé Arias Montiel quien, con pocas armas y un puñado de hombres, trataba de sostener en pie lo que quedaba del sitio antiguo. Si bien son innegables las penurias, los peligros y los déficit en los que estaba sumida la ciudad vieja, también es necesario considerar que el traslado no obedeció solamente a razones negativas: los grupos más involucrados con las actividades económicas santafesinas, veían con buenos ojos la idea de reubicar a la ciudad en otra posición en el marco de sus relaciones con Buenos Aires o con la frontera hacia el oeste, ya que el dominio del valle calchaquí era un problema instalado. Mover la ciudad de lugar implicaba también emplazarla en un sitio desde donde el territorio pudiera ser organizado de una manera más eficaz.
Vicario: El que tiene poder y autoridad delegada, para obrar en lugar de otro. Así los reyes eran vicarios de Dios en la tierra y un cura podía ser vicario de su obispo y administrar justicia por él.
Retrato «movido» de una población en «movimiento»
Así salen las fotos cuando el objetivo se mueve... y cuando no podemos hacer una película. Como se ha visto en el primer capítulo, es difícil ofrecer una cifra para el número de hombres y mujeres americanos y originarios de estas tierras que habitaban la zona donde se fundó Santa Fe. La tierra, definida por Garay como «de calchines y mocoretás», era para algunos pueblos un asiento más o menos permanente, pero para otros constituía un punto de paso en un circuito más amplio.
Para nuestra aproximación a este aspecto del pasado, tampoco podemos eludir los escasos registros que los europeos y sus primeros descendientes —que se consideraban parte de la república de los españoles— hicieron de los habitantes autóctonos, a quienes clasificaron como miembros de una subordinada república de indios bajo cuyo nombre subyacía, en primer lugar, la imposición de un orden del mundo.
En algunos casos, los pueblos indígenas fueron obligados a vivir en república. Esto quería decir básicamente cuatro cosas: sedentarizarse, vivir en un trazado físico que semejara un pueblo —con sus cuadras y manzanas—, reconocer e imitar la organización política de la monarquía y, sobre todo, abrazar la fe católica y todos sus sacramentos, entre los cuales los primeros fueron los del bautismo y del matrimonio.
En lo que respecta a la percepción de su cantidad, los testimonios coinciden en un punto: cuando se los consideraba un peligro, se los retrataba en grupos de cientos, parecían una multitud. Cuando debían prestar servicio, nunca parecían suficientes. A la hora de conceder una encomienda, se exageraba su número; si era el encomendero el exigido, el número era reducido. Por lo tanto, las cifras que manejamos, siempre proporcionadas por el grupo conquistador, algunas veces esconden y otras exageran.
Los calchines y los mocoretás que habitaban en las inmediaciones del sitio donde se fundó la ciudad de Santa Fe muy pronto fueron reducidos al norte de la ciudad. Lo mismo hicieron los europeos con grupos étnicos cuyos trazados de caza y recolección los llevaba mucho más lejos, como los chaná–timbúes y querandíes al oeste, charrúas y culturas de influencia tupí–guaraní al este y noreste, o los grupos guaycurúes, tobas y matacos al norte. A todos ellos impusieron el modelo de la república de indios en algún momento y pretendieron fijarlos al territorio.
Hasta 1610, cuando se establecieron los jesuitas con su colegio en Santa Fe, el número de curas o misioneros a cargo de las reducciones era escaso. Sin embargo, una carta del gobernador Marín Negrón de ese año habla de unos 12.000 indios reducidos en toda la gobernación del Paraguay y estima en más de trescientos mil el número total de hombres y mujeres indígenas de todo el territorio.
En cuanto a la pequeña república de españoles, debemos remitirnos al momento de la fundación de la ciudad. Garay llegó acompañado de unos 70 u 80 hombres, pero como se trataba de una hueste, no sabemos mucho sobre sus familias. Podemos asegurar que la mayoría de ellos —casi cuatro quintos— eran jóvenes mestizos y que no todos llegaron casados, lo cual era importante para pretender la condición de vecino de la ciudad. Sin embargo, bien pronto hicieron familia y, gracias al estudio de la rebelión de 1580, hemos visto que varios mancebos tenían esposas muy jóvenes.
En algunos casos, los pueblos indígenas fueron obligados a «vivir en república». Esto quería decir: sedentarizarse, vivir en un trazado físico que semejara un pueblo, reconocer e imitar la organización política de la monarquía y, sobre todo, abrazar la fe católica.
Entre 1573 y 1590, el número de vecinos —hombres adultos mayores y casados, con casa poblada, quienes por reunir estos requisitos tenían también derecho de participar en el cabildo de la ciudad— oscilaba entre los 50 y los 100, y el total de la población de peninsulares y criollos no debe de haber excedido en ningún momento las 450 personas.
Durante los primeros años y también durante otras coyunturas críticas el Cabildo prohibía sistemáticamente la salida de sus vecinos. Esta era una facultad que tenían los cabildos y que utilizaron con firmeza cuando las ciudades tenían pocos habitantes. Algunos que intentaron fugarse, como el maestro Pedro de Vega, fueron multados con cifras extraordinarias: el castigo a Pedro de Vega nos permite saber que la razón del monto de la multa estribaba en que tenía muchos niños a su cargo.
En 1622 habitaban la ciudad unos 600 o 650 europeos y criollos, y si se contabilizan los indios y negros de servicio en las casas y algunos estantes, quizás habría llegado al millar de almas. De los 266 indios que el gobernador Góngora contabilizó en la ciudad, 168 eran indios de servicio, 78 indias y 20 muchachos. Las tres reducciones que quedaban en pie para ese año —San Lorenzo de los Mocoretás al norte de la ciudad, San Miguel de los Calchines al sur y San Bartolomé de los Chanás sobre el arroyo Monje— albergaban 1273 naturales de la tierra. Los primeros, a pesar de que múltiples ordenanzas lo prohibían desde finales del siglo XVI, eran utilizados como sirvientes en casas, chacras y estancias. Hacia 1625, los vecinos consideraban que el número de indígenas disponibles para el servicio doméstico y otras labores era insuficiente. El Padre Provincial Francisco Vázquez Trujillo afirmó en 1630 que un importante número de indios había perecido en un grave incendio ocurrido en la ciudad. Según su opinión, se trataba de un castigo que el Señor les había infligido por sus gravísimos pecados. En 1647, sólo vivían en las reducciones unos 70 colastinés y 200 calchaquíes. Muchos habían huido hacia el norte, pero los cambios a los que esas comunidades habían sido sometidas en sus rutinas y ritmos vitales afectaron seriamente su reproducción. La disminución de la población indígena más cercana a la ciudad de Santa Fe por incendios, epidemias, huidas, desestructuración comunitaria o traslados forzosos afectó las condiciones de reproducción social de todo el conjunto.
En 1632, el gobernador del Río de la Plata Esteban Dávila describía las reducciones como pueblos de 500 a 1000 familias de indios, pero estimaba que había otros 30 mil sin reducir, apenas una décima parte de lo que un antecesor suyo había calculado para el Paraguay y Río de la Plata. El mismo informe nos permite saber que para entonces los jesuitas manejaban 24 reducciones. El número de pobladores fue decayendo. Para el Padre Durán, Santa Fe contaba en 1639 sólo con cien hombres y ciento setenta mujeres —siempre europeos y mestizos—. Esta tendencia a la baja se verifica en Asunción, Buenos Aires y Corrientes. Para el momento en que el cabildo comienza a sesionar en Santa Fe de la Vera Cruz, en 1660, probablemente la población española de la ciudad no superaba las 700 almas. Hacia 1675, en cambio, superaba levemente el umbral de los mil habitantes y a comienzos del siglo XVIII los 1300 ó 1500. Después de décadas de discusiones y pedidos, se ordenó la construcción del primer hospital en 1698. Sin embargo, en 1760, se registran amargos testimonios que indican que el hospital parroquial «todavía no se ha podido construir». Durante 1725 el asedio de los indígenas había hecho que algunos huyeran y otros se plantearan la conveniencia de un nuevo traslado de la ciudad. Hacia 1730, se calcula que en Santa Fe y sus campañas habitaban unas 7000 personas. No hay que colegir aquí un crecimiento de tipo vegetativo de la población, sino de un aumento de las migraciones y sobre todo del incremento de la población registrada, producto de una mejor comunicación de las autoridades capitulares con las poblaciones dispersas —a través de alcaldes de la hermandad nombrados en 1725— y el establecimiento de nuevos curatos en 1730, lo que permitió registrar la existencia de población en áreas hasta entonces no alcanzadas por autoridades civiles ni eclesiásticas.
Las autoridades santafesinas hicieron además nuevas reducciones en 1750, 1753, 1760, 1774, 1780. Algunas eran desplazamientos o fusiones de las ya existentes de mocoretás, calchines y colastinés.
La creación de nuevos curatos y la extensión de la jurisdicción efectiva de la ciudad hacia pagos más alejados —con la designación de alcaldes de hermandad— no solamente permitió contabilizar a familias dispersas sobre todo en el campo, sino que, sobre todo en el caso de los curatos, su establecimiento contribuyó a engrosar los pequeños núcleos de población que los rodeaban. Desde entonces y hasta el final del siglo, el número de la población establecida en la ciudad fue descendiendo, mientras que en los pagos, en cambio, aumentó considerablemente.
La mayor parte de la población no vivía en la ciudad, sino dispersa en pequeñas unidades de producción rural: desde 1720, se registraron en los libros santafesinos los nacimientos del pago del Salado y, ocasionalmente, los de Coronda y Rincón. Al sur, se calcula que a comienzos del siglo XVIII el pago de Coronda tendría unos 550 habitantes españoles y el pago de los Arroyos unos 700. El padrón de 1738 registra unas 120 unidades productivas al sur de Santa Fe, casi todas con cría de ganados mayores y menores, y unas cuantas con agricultura de trigo y un par de atahonas para molerlo y hacer harina.
En 1744 la ciudad de Santa Fe contaba con 205 vecinos, lo que nos permite presumir unos 1000 habitantes. Juan Álvarez estimó que unas 1300 personas habitarían por entonces la zona al sur del Carcarañá, casi todos vinculados a explotaciones agrícolas de pequeñas dimensiones.
Después de 1787, el notable incremento de registro de nacimientos, sobre todo desde 1787, se debe a la extensión del área de cobertura y la mejora y continuidad de los registros parroquiales. En 1800, la jurisdicción santafesina contenía unos 13600 habitantes contabilizados: 5000 en la ciudad de Santa Fe y su entorno inmediato, unos 2000 en el pago de Coronda y 700 en el pago del Rincón. A estos habría que agregar los grupos de nativos reducidos y a los muchos más que habían esquivado exitosamente el ser reducidos en pueblos.
Rosario tenía por entonces unas 80 casas y ranchos alrededor de su parroquia, y en los alrededores —según Tuella— más de 84 estancias productivas, pudiendo ponderarse el número de pobladores en unos 5900, entre los cuales se registró a 265 esclavos, pardos y morenos de ambos sexos, así como a 274 pardos libres contra sólo 9 morenos también libertos. Según la información que se registró en el padrón de 1816, un padrón de habitantes realizado bajo el cuidado del alcalde de la hermandad, Bernardino Moreno, apenas 761 personas —325 varones y 436 mujeres— habitaban en el cuadro urbano del pueblo.
El carácter cada vez más militarizado de la frontera con el indio generaba precarias instalaciones llamadas fuertes militares. Estos pequeños campamentos agrupaban una población muy difícil de contabilizar, pero no imposible de describir: hombres sueltos y algunas familias desposeídas, expulsadas de otros sitios. Algunos hacían ranchos de barro y paja o, según cuenta Félix de Azara, de tablas y cuero. Casi siempre desvinculados, es decir, sin familia en la ciudad, estos habitantes de la campaña fueron incorporados por chacareros y estancieros de los alrededores como mano de obra estacional, para la agricultura, u ocasionalmente, para el arreo de ganado. Eran útiles pero también temidos. Estaban sometidos a sorpresivas visitas periódicas de alguna autoridad militar o de la autoridad de la ciudad, el alcalde de la hermandad: un juez que tenía competencia sobre estos pobladores a los que administraba justicia sumaria. Los conflictos que se suscitaban, si no habían sido solucionados a punta de cuchillo, eran atendidos por este juez de campaña en el mismo lugar, con un procedimiento oral, breve, sin costo y sin profesionales de por medio. La tranquilidad de estos asentamientos era frágil, lo que contrasta con su funcionalidad: en ningún momento se mencionó en el cabildo la idea de suprimirlos.
Reducciones: También llamadas misiones, fueron un modo que los europeos católicos utilizaron para imponer una organización religiosa, productiva y social a las poblaciones originarias que habían conquistado. Lo hicieron en América, Asia y África.
Atahona: Molino seco para moler cereales. Las ruedas podían ser movidas por hombres o por animales
Actividades económicas e integración regional. Vivir de la tierra
Apenas fundada la ciudad, sus pobladores europeos manifestaron una preocupación por la agricultura. Los invasores, devenidos colonizadores, sabían perfectamente que el objetivo que se proponían —mantener una ciudad poblada entre Asunción y la salida al Río de la Plata— tenía pocas posibilidades de ser alcanzado si no se encaraba inmediatamente el cultivo de la tierra.
Para los arduos trabajos de preparación de la tierra, habían previsto reproducir la modalidad que venían poniendo en práctica desde la conquista del Perú y luego en Paraguay: la utilización de fuerza de trabajo indígena. Repartidos en encomiendas, los indígenas realizaron bajo la forma de trabajo forzado —como parte del pago de sus tributos— casi todos los trabajos físicos que exigió no sólo la puesta en marcha de la agricultura sino la instalación material de la ciudad.
El fundador de la ciudad repartió fundamentalmente dos tipos de tierra: unas dentro del espacio urbano —para asentar la casa y poblarla—, otras destinadas a la producción, individual o para el común, es decir, para la ciudad.
En las tierras repartidas en los alrededores de la ciudad para la producción, lo primero que se cultivó fue trigo, algodón y vid, seguidos de maíz, frijoles y algunos frutales. Hasta que las vides dieron sus frutos, el vino y el vinagre llegaron desde Asunción; más tarde, aunque el vino de Santa Fe alcanzara, también se traía de Cuyo.
El algodón, fundamental para confeccionar lienzos, se convirtió probablemente en el cultivo más importante después del trigo. La vara de lienzo —una medida de tela— era moneda de la tierra en casi toda la región. Durante los primeros años, otra planta que no exigía un cultivo porque se hallaba en el litoral en estado silvestre, también fue utilizada por los nativos del litoral como insumo para hacer tejidos: el garavatá —una especie similar al aloé vera o el agave.
Las tasaciones fijaban también los aranceles máximos que el Cabildo autorizaba cobrar a los artesanos y oficiales por su trabajo —hacer una ventana, un juego de apeos, un banco para la iglesia. Dos capitulares eran designados anualmente para controlar el cumplimiento de estas tasaciones, que tenían carácter de ordenanza. En 1581, los artesanos consiguieron que uno de los dos tasadores fuera un oficial artesano. Al igual que en Asunción del Paraguay, la principal moneda en la que se fijaban las tasaciones era la vara de lienzo, aunque había monedas más pequeñas, como las gallinas o los pollos.
Como lo ha afirmado el historiador Jorge Gelman, la adopción de monedas de la tierra no sólo no constituye ninguna anomalía, sino que fue el modo más corriente de resolver esta cuestión de representación de las equivalencias sociales del valor.
Desde los inicios de la vida de la ciudad se criaron pollos, corderos, ovejas y lechones. También se aprovechó la recolección de miel que ya practicaban, entre otros, los timbúes. Pero algunos productos indispensables no eran locales: entre los agrícolas se destacaban el azúcar y muy pronto la yerba. Entre los minerales no podía faltar la sal y el hierro. La sal, como el vino, se utilizaba para una diversidad de cuestiones, incluso para hacer curaciones y hasta para fabricar la pólvora, indispensable para el funcionamiento de las armas de fuego. Los pueblos americanos no tuvieron su edad del hierro —no encontraron ese mineral para explotar—, por lo tanto el hierro, indispensable para hacer herramientas más efectivas que las de madera para el trabajo de la tierra, como los azadones y el arado, sólo se obtenía si llegaba de Europa y era uno de los renglones permanentemente subrayados por los gobiernos rioplatenses en sus pedidos.
Otra de las funciones económicas del cabildo fue la de cuidar el abastecimiento de la población. Los propios vecinos debían regular a través de ordenanzas, recurrentes actitudes especulativas que provocaban un desabastecimiento a la espera de mejores precios. Esto se penaba con fuertes multas y tenía como propósito evitar la falta de productos como el pan, el vino y la carne. Otras veces el abasto se solucionaba obligando a los mercaderes de paso —los que hacían el trayecto que unía Asunción o Buenos Aires con otros puntos, como Córdoba, Tucumán o Cuyo— a vender parte de los productos que llevaban al precio que la ciudad les imponía. En otras ocasiones, la protección podía ser para los productores, tratando de evitar la entrada de vinos y harinas de otras ciudades cuando existía abundancia en los depósitos locales. También era clave garantizar la atención de las carnicerías, regular el precio de los pequeños animales domésticos y del ganado menor, imprescindibles tanto para el consumo interno como para intercambiar.
La moneda de la tierra
A pesar de que hacia 1574 ya se acuñaba moneda en las cecas de México, de Lima y la de la Villa Imperial de Potosí, la circulación del metálico era difícil, y tanto Asunción como Santa Fe estaban muy lejos de sus centros de emisión. Por lo tanto, para la vida cotidiana, se emplearon monedas de la tierra, es decir, productos que funcionaban como unidades de referencia para las transacciones económicas en la ciudad. En 1577, el cabildo santafesino fijó estas equivalencias: (ortografía original)
una cria de baca: una quarta de lienzo una cria de hiegua: una quarta de lienzo una cabeza de hoveja: una libra de algodón una cabeza de burra: media libra de algodón una vara de lienzo: tres libras de lana una vara de lienzo: tres libras de algodón
(Actas de cabildo, sesión del 3 de diciembre de 1577. Archivo General de la Provincia de Santa Fe)
La ganadería
Para esta población inicial —que hemos estimado en unos 500 habitantes para 1580 y que pudo haber alcanzado quizás el techo de un millar antes del traslado— la tierra no era un bien escaso y no tenía un valor en sí mismo. Mucho más que la tierra valía lo que se cultivaba o el ganado que podía criarse o recogerse en ella.
En su magnífico libro La sociedad maya bajo el dominio colonial, la historiadora Nancy Farris afirma que fue el gusto y no la necesidad lo que llevó a los españoles a introducir el ganado bovino y ovino en sus actividades económicas. Sin embargo, sabemos perfectamente que, además de que esas carnes constituían un renglón preferente en la dieta de los europeos, en plan de conquista muy pocas veces encararon ningún avance territorial sin poner ganado por delante. Todas las expediciones trajeron animales de los cuales no solamente esperaban obtener leche, lana o carne, sino que funcionaban como avanzada sobre el espacio inmediato y como recreación de un ambiente a la vez económico y ecológico. La expedición con la cual Juan de Garay llegó a la ciudad de Santa Fe incluía vacunos y ovinos en cantidad. El bovino, gracias a una favorable relación con el suelo y las aguadas del litoral, se reprodujo libremente y se convirtió bien pronto en la principal riqueza de estas tierras.
La primera actividad económica en prosperar en la zona fue la explotación del ganado cimarrón. Vacunos y equinos, de hecho, se habían adaptado antes de que los europeos consiguieran establecerse de manera definitiva y los habían precedido incluso ocupando el área.
Las primeras cabezas de yeguarizo entraron hacia 1535, con la expedición del adelantado Pedro de Mendoza. Tras el abandono del fuerte de Buenos Aires por los europeos en 1541, esos animales se reprodujeron casi sin obstáculos puesto que no encontraron grandes predadores. Los nativos se relacionaron con ellos de diversas formas —se convirtieron en grandes jinetes a pelo— y, aunque pudieron haber matado unos cuantos, no constituyeron nunca un peligro para su reproducción. Lo mismo sucedió con sus otros posibles predadores: los grandes felinos y los yacarés en el litoral no hicieron mella en el imparable incremento de la población de ganado cimarrón en el área. Según Azara, los tigres —yaguaretés— no se atrevían con los toros y las vacas y solo embestían terneras y caballos. Los leones —pumas— en cambio, discriminaban menos, pero no mataban por hambre.
Para la historia del ganado vacuno, siempre se toma como referencia la entrada al Paraguay de siete vacas y un toro por los hermanos Göess en 1555. Pero poco más tarde, en 1568, la expedición que organizó desde Santa Cruz de la Sierra hacia Asunción el flamante adelantado del Río de la Plata, Juan Ortiz de Zárate, hizo llevar una enorme cantidad de vacunos desde las estancias que tenía en Charcas y Tarija. Este gran traslado de hombres, muebles y animales, ordenado por el lugarteniente de Zárate en Asunción, Felipe de Cáceres, fue concretado por su propio teniente, Juan de Garay. El viaje fue a través del alto Paraguay y aunque no hay cifras precisas sobre la cantidad de animales que salieron con la expedición, se sabe que las pérdidas fueron cuantiosas.
Juan de Garay tenía experiencia trasladando animales a través de largas distancias: había llevado ganado a la fundación de Santa Cruz de la Sierra en 1561; luego desde allí hasta Asunción, en 1568 y, cuando emprendió el viaje desde Asunción que terminó con la fundación de Santa Fe, su expedición traía por tierra 500 cabezas de vacunos y mil caballares: los que llegaron constituyeron el rodeo fundacional para Santa Fe. En 1580, cuando se hizo el arreo de ganado para la fundación de Buenos Aires, Garay instruyó para la tarea al joven Hernando Arias de Saavedra, quien en 1582 se convirtió en su yerno. Quince años más tarde, cuando se estableció el puerto de Corrientes, Hernandarias llegó precedido de 1500 vacunos que provenían de las haciendas de Ortiz de Zárate. Los peninsulares no hacían ningún movimiento sin poner por delante el ganado.
El bovino y los caballares europeos se habían adaptado a las condiciones altoperuanas y lo hicieron mucho mejor a la geografía litoraleña y pampeana, donde encontraron buena alimentación y, como se dijo, escasos predadores importantes —al menos hasta que los humanos se lanzaran a explotarlos indiscriminadamente ya en el siglo XVII—. Los pastos blandos fueron un buen alimento, las aguadas generosas permanente fuente de hidratación y los montes tupidos un gran refugio para las tormentas.
Entre los animales introducidos por los europeos, los bovinos y los equinos modificaron el paisaje traficando semillas frescas con sus excrementos y abonando tierras que no eran muy fértiles. Uno de los terrenos donde más se multiplicó el ganado vacuno cimarrón fue en la otra banda del Paraná, actual territorio entrerriano. Los territorios de la otra banda, así como los valles que se extendían al oeste y noroeste de la ciudad vieja, fueron utilizados como campos abiertos donde se realizaban las vaquerías, recogidas y matanzas de animales salvajes que debían ser autorizadas por el cabildo o por el gobernador. El ovino, al contrario, desertificó: su manera de arrancar el pasto de raíz y el posterior pisoteo típico de los ungulados impedían el posterior crecimiento de la gramilla. Esto no tuvo consecuencias tan grandes durante el período colonial en el litoral por la dimensión de los rebaños, pero tanto en Castilla como en el centro de México, hacia mediados del siglo XVII ya habían dibujado desiertos indelebles.
El ganado no podía faltar en la concepción europea de la conquista porque con ellos satisfacían necesidades de consumo o, como escribió Farris, su gusto alimenticio, pero también lo utilizaban para generar actividades económicas diferentes de la agricultura que les permitían asegurar a algunos indios de encomienda. La relación entre la introducción de vacunos y bovinos con la práctica de la agricultura cumplía con la doble finalidad de completar lo esencial de la actividad productiva y la de aquerenciar a los indígenas reducidos. De cualquier modo, como puede imaginarse, los conflictos entre los propietarios de sementeras y los destrozones animales sueltos no se hicieron esperar.
¿Caballos o montañas?
Escribió Fray Reginaldo de Lizárraga en su Descripción colonial: «Este ganado se ha multiplicado tanto en aquellos llanos que, a los chapetones les parece montañas de árboles, y así cuando caminan y no hay un arbolillo tamaño como el dedo papalino, viendo las manadas dicen: “¿Pues aquella no es montaña? Vamos, allá a cortar leña”, y son las manadas de los caballos y yeguas».
Ganado quieto y ganado cimarrón
Los vecinos podían ser poseedores de ganado quieto —que podían tener en sus tierras después de haber hecho un rodeo— o de derecho y acción sobre el ganado cimarrón, esto es, dueños de una autorización para realizar recogidas de ganado salvaje. Definir de quién era cada cabeza de ganado no constituía una tarea sencilla, y por eso casi inmediatamente a la creación de la ciudad se abrió en el cabildo un cuaderno donde se dibujaron las marcas de hierro que llevaban los animales de cada propietario. El ganado quieto era el que se tenía más o menos controlado, en la estancia, bajo la supervisión de algunas personas. Debía estar marcado y su utilidad inmediata era la de proporcionar leche y servicios ligados a las actividades del establecimiento productivo, hasta que se procediera a su venta en pie o a su faenamiento. Los modos de contener el ganado eran la guarda en corrales de palo a pique o en las islas y el aquerenciamiento, realizados por los expertos en hacer el rodeo. Lo óptimo era poder aquerenciar a los animales en lugares llamados rincones, puntas de tierra encerradas entre dos cursos de agua que se mejoraban haciendo zanjas o realizando cercos con ramas espinosas.
Para distinguir la propiedad de los animales se utilizó la marca de hierro. En noviembre de 1576 se abrió el cuaderno de marcas de ganado, único elemento a partir del cual podía fijarse algún criterio de propiedad sobre los animales. Aunque esto evidentemente interesaba a los vecinos, no fueron pocas las ocasiones en las cuales el Cabildo debió amonestarlos por no hacer la yerra.
Hacia finales de la segunda década del siglo XVII, cuando la agricultura gozaba ya de una presencia sostenida, los ganados sueltos se convirtieron en peligrosos para las chacras. El Cabildo ordenó la construcción de corrales para la guarda nocturna obligatoria de los animales.
El cimarrón era el ganado que se había reproducido libremente antes y después de la llegada de los fundadores de Santa Fe. Sobre este ganado, los vecinos podían tener derecho y acción de vaquear, el cual se conseguía a través de un título o una licencia y se perfeccionaba realizando la recogida o la matanza de los animales. En el campo, el ganado cimarrón podía ser arriado —recogido— o dexarretado.
Todas las expediciones trajeron animales de los cuales no solamente esperaban obtener leche, lana o carne, sino que funcionaban como avanzada sobre el espacio inmediato y como recreación de un ambiente a la vez económico y ecológico.
El arreo consistía en armar una tropa y movilizarla hacia un destino preciso con el objeto de venderla o constituir un rodeo. El dexarretamiento consistía en perseguir a los animales a caballo, para, desde la montura, cortarle un tendón con el dexarretador —una suerte de azada larga terminada en una cuchilla pequeña y filosa hecha para este propósito—. Una vez volteado, el animal era aprovechado. Se extraía de él lo que podía trasladarse o consumirse en el lugar: sebo, cuero, astas y algo de carne.
Las licencias para vaquear podían ser emitidas por el Cabildo, un gobernador o su teniente. Aunque era habitual que se implementaran vedas —períodos durante los cuales estaba prohibido vaquear— los vecinos de todos modos solicitaban licencias que luego utilizaban por sí o negociaban para que las ejecutaran terceros. Transferir esos derechos a personas con mayores posibilidades de conseguir habilitaciones o con menos escrúpulos fue un negocio frecuente: las vaquerías no siempre eran realizadas por los titulares de las licencias. Por otra parte, hombres equipados con caballos, dexarretadores y aperos para los arrieros, hacían las recogidas aún sin tener derechos ni autorización y si luego aparecía el titular del derecho reclamando por esas cabezas, comenzaba una negociación. El supuesto titular debía demostrar judicialmente su derecho y acordaba con quien había hecho la vaquería el pago de un porcentaje —que se llamaba el quinto, aunque no fuera siempre la quinta parte.
El ganado ocupó un lugar central en los comienzos de la vida santafesina, lo que se expresa incluso en la mayor consideración social de la que gozaban los artesanos que realizaban fustes o aperos.
La estabilidad del precio de la cabeza de bovino en un peso —de ocho reales—, después del primer cuarto del siglo XVII, constituye otro dato significativo. Hasta 1625 existe una oscilación de precio que iba de dos a seis reales por cabeza, según la edad, estado y modo de selección del animal. Los pleitos judiciales y los contratos de flete, que brindan el grueso de la información posterior a 1625, presentan en cambio un panorama en el cual no desaparecen los criterios antes mencionados pero donde el precio del animal en pie, adulto y escogido, se estabiliza en un peso por cabeza. Hacia la época del trasiego de la ciudad, una donación de 20.000 vacas fue tomada como el equivalente a una donación de 20.000 pesos.
El valor estable no se refiere a un animal tangible, concreto y escogido: tasaba el precio del derecho a recoger ese ganado cimarrón —30.000 pesos designaba el precio de una licencia para vaquear 30.000 piezas—. Es cierto que 30.000 vacas en pie y escogidas significaban, concretamente, mucho más que el derecho a recoger 30.000 vacas. Sin embargo, esta equivalencia del número de cabezas, reales o hipotéticas, con la cifra en pesos, que omite las pérdidas y el valor del trabajo, nos habla justamente de ese valor simbólico, o valor social, asignado a la cabeza de vacuno: era una suerte de moneda.
El pago en vacas de una deuda en pesos era frecuente: durante décadas, mencionar la equivalencia entre pesos y vacas parecía innecesario. En términos simbólicos, una cabeza de bovino, costara lo que costara tenerla realmente, equivalía —valía— en Santa Fe, entre 1625 y 1670 aproximadamente, un peso. Fue, durante medio siglo, la medida de las cosas.
El 23 de junio de 1625 el cabildo santafesino decretó un precio mínimo para el ganado vacuno, y lo consideró moneda de la ciudad. El propósito de la medida era evitar abusos de los mercaderes que llegaban a Santa Fe, quienes pretendían sacar ventaja de la pobreza de la ciudad. La decisión de que una vaca fuera moneda de la ciudad es un hecho iluminador, que confirma lo dicho sobre su valor simbólico.
Ungulados: Mamíferos placentarios que se apoyan y caminan con el extremo de los dedos, revestidos de una pezuña.
El consumo
La carne vacuna y ovina, junto al trigo, el pan y el vino, fueron los productos básicos del consumo urbano. Las carnicerías se remataban anualmente y el abasto de la carne solía ser centro de áridos conflictos.
En la ciudad vieja, entre 1573 y 1660, no siempre pudo concretarse el remate de las carnicerías y alguna vez, como en 1626, los mismísimos alcaldes y regidores terminaron por hacerse cargo del abasto. A finales de 1620, los regidores trataban de establecer un orden y una periodicidad en el control del problema del abasto de productos en general, y ordenaron que las pulperías fueran inspeccionadas cada cuatro meses y que los precios de venta de cada artículo se colocaran en forma visible.
Así como fueron refinándose los criterios para fijar el precio del vino, sucedió lo propio con el de la carne: en 1619, su precio se fijó según la edad el animal, manifestando cierto criterio de apreciación de la calidad del producto. Hubo quien se ofendió por que le pasaron novillo por ternera. Hacia finales de la segunda década del siglo XVII, cuando la agricultura gozaba ya de una presencia sostenida, los ganados trajeron otro tipo de preocupaciones: hacían daño a las chacras. Por el bien de toda la República, el Cabildo ordenó la construcción de corrales para la guarda nocturna obligatoria de los animales.
El consumo también puede verse de otra manera: la Compañía de Blandengues, por ejemplo, consumió más de tres mil reses entre 1781 y 1785. Y lo que este mismo cuerpo consumió en tabaco, yerba y sal sumó durante el período unos 1.375 pesos. El abasto a las tropas fue uno de los principales negocios para algunas familias santafesinas y, por lo tanto, motivo de álgidos conflictos que se ventilaron en el cabildo como ámbito de discusión política o como sede judicial.
Anécdota sobre los precios
En Santa Fe colonial, la falta de moneda fue crónica y algunas veces se adoptaron soluciones muy creativas: a comienzos de 1671, el cuarto de novillo valía en carnicería un real y medio. Como no se conseguían monedas de medio real, se resolvió que el precio fuera alternativamente a un real un mes y a dos reales al mes siguiente, para compensar.
Recaudar para gobernar
¿De qué se alimentaban las arcas del gobierno de la ciudad? ¿En qué gastaba lo recaudado? El cabildo santafesino podía cobrar una serie de derechos que permitían conformar la caja de recursos económicos de la ciudad.
En principio, la ciudad contaba con tierras, encomiendas de indios que podía usufructuar y hasta vaquerías propias. Sin embargo, el grueso de los ingresos ordinarios —ya que frecuentemente, bajo la excusa de situaciones críticas la ciudad solicitaba a sus vecinos contribuciones extraordinarias— dependía de distintos derechos que la gobernación le permitía usufructuar. Cuando el cobro de un servicio o derecho era concedido por la monarquía de manera permanente a través de una real cédula, se trataba de un propio.
Algunos de estos derechos fueron percibidos intermitentemente, ya que la habilitación prescribía y la ciudad debía solicitar su renovación ante el gobernador. La ciudad recibía dinero por el uso de la romana —la balanza—, por el cobro de la alcabala, por el remate de las carnicerías, el impuesto anual que pagaban los pulperos tanto en la ciudad como en las zonas rurales, y por otras cargas —como la sisa— que gravaban el paso por Santa Fe del tabaco y del producto más importante que constituía el tráfico entre el Paraguay y Potosí: la yerba mate.
Otro producto que generaba un buen ingreso para Santa Fe era el vino. Sobre éste pesaba el derecho de mojón, una imposición fija de un real por cada botija ingresada a la ciudad y de cuatro reales por cada arroba comercializada en las tiendas.
No existían entonces oficinas recaudadoras y la ciudad no lo hacía por sí misma: en general, se convocaba a un remate donde particulares pujaban por comprar la posibilidad de percibir esas rentas. Un particular pagaba a la ciudad una suma de dinero fija —en principio, por adelantado— y era autorizado para realizar el cobro de las cargas en su nombre. Esto entrañaba algún riesgo pero casi siempre generaba beneficios extraordinarios para quien adquiría en remate la posibilidad de manejar alguno de estos cobros.
La ciudad rendía sus cuentas a los oficiales reales con sede en Buenos Aires y, durante los períodos que estuvo bajo su jurisdicción, a la Real Audiencia de Charcas. Desde 1776, Santa Fe fue sede de una Caja Real propietaria e independiente de la de Buenos Aires, y de la Tesorería de Santa Fe dependieron las de Corrientes y la de los pueblos guaraníes. Desde 1779, se agregó a los ingresos precedentes la posibilidad de cobrar el estanco del tabaco, cuyas cuentas se llevaban en un libro aparte, y el cargo de naipes. Hacia 1780, puede comprobarse que el gasto más importante al que se aplicaban los ingresos por alcabala, almojarifazgo, pulpería, por la venta de oficios capitulares, tributos, novenos, sellos y demás, era la defensa de la ciudad que superaba largamente la mitad de las erogaciones.
Así, a finales del siglo XVIII, los montos consagrados al arreglo de la ciudad eran verdaderamente insignificantes frente a los que suponía mantener la burocracia real y las milicias.
Alcabala: Porcentaje que se pagaba sobre la circulación de las mercancías.
Sisa: Impuesto sobre algunos comestibles; su nombre viene de que inicialmente era una sexta parte.
Las cargas sobre la producción
Así como la ciudad tenía sus fuentes de recaudación, también existían rentas eclesiásticas. La iglesia percibía el diezmo, que era, en teoría, un décimo sobre el bruto producido y las primicias. Juan Álvarez intentó reconstruir a partir de los diezmos la producción de un centenar de chacras del pago de los Arroyos en 1758. El registro de esta recaudación permite afirmar, entre otras cosas, que las chacras más cercanas a la Capilla del Rosario y al arrollo Los Cerrillos eran las más productivas, mientras que las primeras también eran las que más tributaban, seguidas por las del Arroyo de Pavón.
El Cabildo había prohibido la comercialización de los productos agropecuarios de los Arroyos directamente con Buenos Aires, sin pasar por Santa Fe, multando a quienes violaban esta interdicción. Cuando las autoridades civiles de Santa Fe visitaron la zona para registrar la producción y percibir los derechos de la ciudad, sólo consiguieron tributos de 35 chacareros que, por lo demás, declararon cosechas mucho menores que las que habían admitido al diezmero: Juan Álvarez sonreía frente a estos pícaros que tenían más temor de Dios que de los alcaldes...
La integración en la región
Los espacios interiores de los territorios americanos de la monarquía se integraban a través de circuitos organizados alrededor de actividades que funcionaban como motores que movían otras. Durante el siglo XVII, la articulación de Santa Fe entre estos puntos dinámicos que fueron Potosí y Buenos Aires, se basó en dos productos: la yerba del Paraguay y las mulas. El volumen de su flujo comercial fue creciendo cuantitativa y cualitativamente, conformando un espacio que integraba economías regionales distantes.
En los años 1630, Santa Fe se insinuó como punto obligado en el tráfico de yerba entre Paraguay y Potosí y desde 1640 se insertó como productor de mulas. Éstas se producían en estancias de particulares y sobre todo en las de los jesuitas, ubicadas al oeste de la ciudad, aunque la terminación del proceso de cría se realizaba en los alrededores de Córdoba, y también más al norte. Las mulas acompañaban a las carretas con yerba y a los ganados en pie que se llevaban desde el litoral hasta el Potosí; el camino, hasta Salta o Jujuy, se transitaba con animales de tiro y desde allí, la carga se subía a lomo de mula, por tramos cortos.
Córdoba participaba no sólo como el área donde se terminaba la preparación del ganado mular, sino también como productor de textiles. Tucumán, durante este período, fue la principal sede de producción de carretas, medio de transporte fundamental para realizar los tramos largos y llanos del circuito que unía Potosí con Asunción o Buenos Aires.
De la yerba mate que venía del Paraguay era poco lo que se consumía en Santa Fe: el grueso de los cargamentos iba a Potosí, donde era consumida masivamente por indígenas y mestizos en las inmediaciones de los filones mineros. Actuaba como energizante y estimulante para soportar las duras condiciones de trabajo.
El bravo camino entre Santa Fe y Córdoba
Escribió Fray Reginaldo de Lizárraga en su Descripción colonial: «En el camino de Córdoba a Buenos Aires, y desde Santa Fe por tierra, es necesario ir muy apercebidos de armas y arcabuces, y en las dormidas velarse, porque salen algunas veces indios cazadores de venados, y fácilmente se atreven contra los nuestros; sus armas son arco y flecha, como los chiriguanas, y demás desto usan de unos cordeles, en el Perú llamados aillos, de tres ramales, en el fin del ramaluna bola de piedra horadada por medio, por donde entra el cordel; estas arrojan al caballo que va corriendo, y le atan de pies y manos con la vuelta que dan las bolas, y dan con el caballo y caballero en tierra, sin poderse menear...»
Las reformas del siglo XVIII: política, economía, sociedad
Normalmente se estudia como reformas borbónicas un conjunto de medidas adoptadas durante el reinado de Carlos III (1759–1788) que, por su evidente peso, posiblemente opacaron las que realizaron sus antecesores, su padre, Felipe V (1700–1746) y su hermano por parte de padre, Fernando VI (1746–1759). Sin embargo, últimamente la historiografía ha comenzado a considerar una versión larga del proceso de reformas borbónicas, comenzando por las que tomó el primer monarca de la dinastía, Felipe V. Vamos a considerar aquí algunas que incidieron muy directamente sobre el Río de la Plata y sobre Santa Fe, en particular.
Desde su creación por la Real Cédula de diciembre de 1617, la gobernación del Río de la Plata fue considerada una de las gobernaciones menores de la monarquía hispánica, es decir aquellas sujetas a un virreinato o a una audiencia y que generalmente estaban a cargo de un gobernador que reunía amplias atribuciones: máxima autoridad judicial —en lo civil y criminal—, juez de primera instancia en asuntos de cierta gravedad; máxima instancia de apelación en el territorio para los casos tenidos ante el cabildo y, la más importante en el caso rioplatense, la de máxima autoridad militar. Durante los reinados de los Habsburgo —o los Austrias—, el cargo, en general, fue vendido al mejor postor.
El comercio directo había convertido a Buenos Aires en un puerto por donde se escurría la plata altoperuana, transformando el paisaje económico y social de este rincón de la monarquía hispánica. Ese proceso económico y social fue acompañado por un cambio en el perfil político de la gobernación del Río de la Plata, que alrededor del año 1700 mutó hacia el de una gobernación militar. La Guerra de Sucesión y los movimientos en la corte de Felipe V promovieron estas reformas, que cambiaron la actitud de la Corona respecto a la gobernación rioplatense: hacia 1717 llegaron a la Reina del Plata los primeros gobernadores que eran militares de carrera y que representaban a las renovadas élites norteñas que se posicionaban en la Corte, así como al nuevo tipo de idea de gobierno promovida por los borbones, encarnada por militares fieles tanto a la Casa como a la Carrera.6
La gobernación, por otra parte, comenzó a formar parte de una estrategia defensiva pero también ofensiva, y los recursos económicos y humanos que se destinaron desde entonces a esta jurisdicción, perseguían este nuevo propósito.
Bruno Mauricio de Zavala es un claro ejemplo de estos nuevos tiempos. Este militar de origen vasco, fogueado entre 1701 y 1704 en la Campaña de Flandes, donde obtuvo el grado de alférez, a los 22 años había alcanzado el grado de capitán y la merced de una compañía en el tercio. En 1717, cuando Zabala asumía la gobernación del Río de la Plata, tenía una enorme carrera como militar, diseñada por su familia, que lo había educado para ello, además de gozar del beneplácito de muchos de los hombres del Despacho y de los ministerios influyentes.
Zabala gobernó el Río de la Plata entre 1717 y 1736 y fue la expresión sobresaliente de la estrategia mencionada: condujo el proceso que llevó a la fundación de la ciudad de Montevideo para frenar el avance de los ingleses y de los portugueses, que habían fundado Colonia del Sacramento en 1680. Este hombre, con conexiones en todas las ciudades importantes del virreinato del Perú, donde su familia había tejido una fuerte malla a través de la cual circulaban bienes y favores, promovió el envío a Santa Fe del bilbaíno Martín de Barúa como teniente de gobernador (1715–1725), y la presencia de vascos y navarros en un momento de especiales oportunidades de ascenso que aprovecharon para instalarse en la misma ciudad.
Durante los años del virreinato (1776–1810) algunos cambios institucionales acarreados por su creación así como otras medidas tomadas ya en el ciclo clásico de las reformas impulsadas por Carlos III, modificaron la relación entre Santa Fe y las autoridades con sede en Buenos Aires. La Real Ordenanza de Intendentes en 1782, la creación de la Segunda Audiencia —pretorial, impulsada por una Real Cédula de 1782 y concretada en 1785— y la creación del Consulado en 1794, modificaron el panorama jurisdiccional para los santafesinos.
La primera instituyó la figura del teniente letrado, que tenía jurisdicción civil y criminal en las capitales de intendencia, era examinado y estaba bien remunerado. Durante el período, los Borbones realizaron reformas que tendían a instalar en casi todos los territorios, funcionarios más profesionales y menos relacionados localmente —vieja aspiración de la monarquía sobre todo para con sus oficiales jurisdiccionales—, ya que suponían que de ese modo reducían la corrupción y aumentaban la eficiencia del sistema colonial. Pero esta intencionalidad colisionó en casi todos los dominios americanos con obstáculos firmes. Para el tema que nos ocupa, por ejemplo, los alcaldes ordinarios de los cabildos se sintieron invadidos en su jurisdicción y cuestionados en su saber hacer. Por su parte, la Segunda Audiencia no satisfizo las expectativas que había creado entre los entendidos: no sólo tardó unos tres años en comenzar sus actividades sino que hubo muchísimos inconvenientes para que funcionara regularmente. Fue suprimida en 1813.
La Real Ordenanza de Intendentes de 1782 pretendió implantar por la letra, prácticas que introdujeron modalidades a la francesa en materia hacienda, guerra, gobierno y justicia. Para las ciudades sujetas a la gobernación–intendencia del Río de la Plata esto supuso el envío desde Buenos Aires de un subdelegado del titular de la intendencia de Buenos Aires. Sin embargo, la experiencia cotidiana fue llevando a que, entre 1789 y 1792, el virrey recuperara algunos márgenes de acción perdidos. Para Santa Fe, en el orden de los hechos, todo esto no supuso grandes cambios: Melchor Echagüe y Andía, vecino de Santa Fe, hijo de Francisco Javier Echagüe y Andía y Josefa de Gaete, era teniente de gobernador en la ciudad desde 1776 y fue elegido subdelegado de intendente hasta 1793, cuando lo reemplazó Prudencio de Gastañaduy, otro vecino con redes fuertes en la ciudad que gozó del apoyo de varias familias notables.
Hacia finales del siglo XVIII se nombraron nuevos auxiliares de justicia como los jueces pedáneos —que asistían a los de hermandad en distritos menores como Carcarañal, Arroyo del Monje, Colastiné, Chañares, Ascochingas, Salado, Rincón, Desmochados y sobre el actual territorio entrerriano para Feliciano, Nogoyá, la Ensenada o paraje del Tigre— y de alcaldes de barrio, como ya se hacía en Buenos Aires, para asistir a los alcaldes ordinarios y alguaciles de la ciudad que había sido dividida en cuarteles para su mejor control.
El período que se abre en 1810 es complejo y las relaciones de la ciudad con las distintas autoridades revolucionarias que tuvieron sede en Buenos Aires y con las fuerzas políticas de los territorios orientales siguieron el ritmo de los conflictos y la dirección de los intereses que iban imponiéndose casi siempre por la vía de las armas. Sin embargo, jurisdiccionalmente hasta su proclamación como provincia autónoma en 1815, la ciudad permaneció incluida en la gobernación intendencia de Buenos Aires; incluso poco después, cuando el artiguista Mariano Vera tomó la conducción de la provincia, lo hizo investido como gobernador intendente. Paralelamente al Cabildo funcionó una junta de gobierno que fue relegando al primero en esta materia. Hasta su disolución a finales de 1832, el Cabildo conservó empero la administración de justicia en primera instancia.
Pedanía: Distrito menor, subdivisión de un partido o pago. En Santa Fe se crearon en 1789 para subdividir el pago de Coronda. A su frente estaba un juez pedáneo.
Santa Fe, «Puerto Preciso»
La función de pivote de Santa Fe en ese conjunto se consolidó con su traslado definitivo a orillas del Salado, en 1660, y con el crecimiento que experimentó el volumen del comercio de yerba. Esa posición de puerto obligado en el tránsito de la yerba y de otros efectos, había propiciado la expansión y diversificación económica de la ciudad, permitiendo la emergencia de un sector mercantil de relevancia.
En 1662, la Corona declaró al puerto de Santa Fe como puerto preciso, merced por la cual las ciudades ribereñas interiores percibían arbitrios obligatorios impuestos a las embarcaciones que circulaban por los ríos. Este privilegio, aunque no de manera inmediata, produjo oportunidades económicas para los habitantes de la ciudad. Esos vientos en popa menguaron desde la habilitación del puerto de Las Conchas en la década de 1720 hasta la confirmación del mencionado privilegio en 1739 por la Real Audiencia de Charcas.
En medio de la crisis de 1720, la ciudad luchó por contener los efectos de una desintegración que se presentaba con múltiples caras. La puja que se entabló entre Santa Fe y Buenos Aires estaba llamada a durar más tiempo de lo soportable. Durante todo el siglo XVII, la villa litoral se había constituido indiscutiblemente en el centro más importante de redistribución de la yerba. Sin embargo, el hecho de que en Buenos Aires se tomaran decisiones económicas y militares sobre toda la gobernación subordinaba las aspiraciones santafesinas a lo que allí sucediera.
En 1719, el gobernador Bruno Mauricio de Zavala estableció una serie de arbitrios para la defensa de Santa Fe. A pesar de las quejas que despertó en Asunción como en Buenos Aires, el virrey del Perú y la Real Audiencia de Charcas aprobaron la mitad, pero el rey las rechazó en 1722, por considerarlos perjudiciales para el comercio.
Comenzaron entonces largas negociaciones: en 1724 viajó a España como procurador del Cabildo de Santa Fe Antonio Fuentes del Arco y Godoy. La ayuda que pidió para Santa Fe consistía en 200 hombres armados, preferentemente españoles, para patrullar la línea entre el Salado y Cayastá, donde se construiría un fuerte. Pidió que todo —materiales y sueldos— fuera a cargo de la Real Hacienda. Aunque convenció al Consejo y al rey, lo movido vino después, cuando se inició la ronda de discusiones acerca de los mecanismos de cobro que habría que implementar para mantenerlos.
El puerto de Las Conchas, al norte de la ciudad de Buenos Aires, cerca del puerto atlántico y con caminos libres de ataques indígenas, era más accesible y muchos barcos comenzaron a preferirlo. A falta de castigo, lo hacían con relativa soltura. Desde Santa Fe se buscaba mantener la costumbre de descargar sus productos en la ciudad, porque de esta manera se generaba una gran actividad económica: se utilizaban depósitos, se contrataban tropas de carretas, se alquilaban viviendas para alojar a los comerciantes y las tripulaciones necesariamente debían abastecerse en las tiendas de la ciudad.
La coyuntura no es casual. En Mercado interno y economía colonial, Juan Carlos Garavaglia afirmó que hacia 1720, «la aparición de la moneda metálica es una realidad incontrastable» en Santa Fe y que, por este motivo, acudían allí «aquellos que han realizado los cambios en el mercado local en vistas a la acumulación, para procurarse, aun cuando sólo fuera parcialmente, una parte de ese metálico que da sentido a toda la transacción».7
Desde el 18 de agosto de 1726, una serie de disposiciones del rey tuvieron la aparente intencionalidad de darle mayor entidad a esa condición, tanto desde el ámbito normativo como desde el fiscal. La concesión regia llegaba pero no se transformaba en beneficios inmediatos de manera milagrosa: muchos de los barcos que venían de Asunción seguían pasando de largo y había que encontrar el modo de hacer valer ese derecho.
En 1732 el gobernador de Buenos Aires sometió el asunto al Consejo de Indias, pero al no producirse novedades, en 1737 la ciudad recurrió a la Audiencia de Charcas, tribunal que declaró formalmente a esta ciudad puerto preciso del Paraguay en 1739. Ese privilegio fue ratificado por la corona por Real Cédula de 1743.
El principal agente de la gestión ante la Real Audiencia de Charcas fue Juan José de Lacoizqueta, descendiente de una notoria familia de origen navarro, quien financió con sus propios recursos todo el trámite. La erogación seguramente le rindió sus frutos, ya que él mismo pidió ser nombrado el recaudador de esos arbitrios y lo consiguió.
Los porteños pensaron, no sin razón, que las causas reales de las quejas de los santafesinos tenían doble filo, dado que, consiguiendo lo solicitado, los beneficios iban más allá de la seguridad de la ciudad. Sobre todo reportaba abundantes favores a algunos particulares.
Durante este período, tanto paraguayos como porteños se quejaron ante la Audiencia de Charcas y ante el Consejo de Indias. El privilegio santafesino quedó consolidado en 1743 y fue confirmado por Reales Provisiones de 1754 y 1756, aunque sufrió serias mermas cuando en 1769 se permitió el paso a Buenos Aires de los géneros de particulares que se cargaran como lastre de los de la Real Hacienda, y cuando se favoreció el beneficio del tabaco negro del Paraguay.
La recuperación del movimiento mercantil por vía fluvial desde la década de 1740 implicó la consolidación de diferentes actividades económicas de la ciudad, pero en 1780 el virrey Vértiz dispuso la supresión del privilegio de puerto preciso, favoreciendo la concentración de la percepción de derechos y del control de la información en el puerto de Buenos Aires.
El largo conflicto que enfrentó la ciudad para poner en vigencia un derecho otorgado por la Corona revela que existía una disputa entre dos proyectos de configuración espacial y socioeconómica. Santa Fe era el nudo de una configuración espacial interior que articulaba el espacio yerbatero de Asunción con Buenos Aires, Córdoba, Cuyo y hasta con el Tucumán y el Alto Perú, mientras que Buenos Aires se había formado al calor de una función que vinculaba todo ese mismo espacio con el mundo atlántico en sentido amplio. Para Buenos Aires, el mundo atlántico era ancho. La conexión con la monarquía española era apenas un renglón. La fundación de Colonia del Sacramento en 1680 y la guerra de sucesión habían dejado sus huellas: la firma de tratados de asiento con la Compañía de Guinea —18 buques negreros ingresaron 3500 esclavos entre 1702 y 1713— así como su reemplazo por el asiento con Gran Bretaña —la corona le permitió ingresar esclavos negros por el puerto de Buenos Aires entre 1713 y 1750— habían consolidado a Buenos Aires como punto de notable actividad para comerciantes portugueses, franceses, holandeses e ingleses, que desde luego hacía pie en la ciudad, con diferentes argucias, desde comienzos del siglo XVII. Los ilustrados peninsulares consideraban el comercio con América como el principal motor para lograr rehabilitar la economía de la metrópoli. La legislación sobre la carrera de Indias cambió sustancialmente la dinámica del comercio ultramarino durante el siglo XVIII: el traslado del Consulado y la Casa de Contratación desde Sevilla a Cádiz, la promulgación del proyecto de flotas y galeones de abril de 1720 y la creación de compañías privilegiadas para la incorporación al sistema de regiones marginales americanas, son algunas de las medidas que acompañaron el cambio.
Santa Fe era el nudo de una configuración espacial interior que articulaba el espacio yerbatero de Asunción con Buenos Aires, Córdoba, Cuyo y hasta con el Tucumán y el Alto Perú, mientras que Buenos Aires vinculaba todo ese mismo espacio con el mundo atlántico.
La expansión rioplatense del siglo XVIII se fundó en la creciente capacidad de Buenos Aires para captar los flujos comerciales de una zona de influencia cada vez más amplia, de donde provenían los cueros y los derivados de la explotación pecuaria que el puerto insertaba en el mercado trasatlántico. Este crecimiento generó la atracción de población de otras regiones, transformando la distribución espacial de los hombres y de las relaciones sociales en un proceso que alteró las relaciones entre este polo dinámico y sus interiores. En Buenos Aires podían conseguirse mercancías de todo el mundo y podían intercambiarse por metálico.
Por su parte, la trama de vínculos personales e intereses que los santafesinos pusieron en juego durante este largo período que va entre 1720 y 1780, muestran la densa y compleja lógica social que los sustentaba: el peso creciente de Buenos Aires podía dejar afuera a Santa Fe, pero no a todos los santafesinos. Algunas familias reorientaron sus actividades de acuerdo con las fluctuaciones del mercado minero pero también según los ritmos que marcaba el puerto bonaerense, articulándose así a la llegada de productos europeos según la coyuntura de la política internacional.
La yerba mate y los mercaderes santafesinos
Aunque productos como los lienzos, el vino y el azúcar ocuparon un lugar destacado entre las mercancías que pasaban por Santa Fe, la ciudad encontró sus mejores posibilidades en el tráfico de la yerba mate. Esto era posible a causa de su ubicación geográfica —la había pensado Juan de Garay al fundarla como punto de paso, como ese abrir puertas a la tierra— pero también porque, como lo señaló Juan Carlos Garavaglia, el Paraguay era muy dependiente de Santa Fe y Corrientes a causa de su riqueza ganadera.
Hasta 1630, la yerba compartía posiciones con el vino y el azúcar. Pero desde esa fecha, el tráfico yerbatero creció en forma sostenida, relegando a los otros dos. Era el producto exportable paraguayo y Santa Fe, su indispensable punto de paso. Hacia 1667–1674 la carga de yerba entrada a Santa Fe superaba las 22.000 arrobas anuales y constituyó desde entonces el producto principal que relacionaba a la ciudad con la economía del Perú, dado que el centro de consumo masivo de la yerba mate era la región de las minas del Potosí, donde los trabajadores mineros la apreciaban por sus cualidades energizantes.
La progresiva constitución de lo que Carlos Sempat Assadourian denominó el espacio económico peruano —que abarcaba desde Lima hasta Buenos Aires—, con regiones especializadas en diferentes producciones y con redes mercantiles que movilizaban esas producciones hacia la zona altoperuana, generó un compromiso creciente de Santa Fe en esas redes de comercialización.
Hacia 1650, la ciudad ya mostraba una intensa actividad mercantil en la que el mayor peso de participación lo llevaba un grupo de mercaderes, fleteros, apoderados, prestamistas y acopiadores de ganado provenientes de diferentes lugares de ese amplio espacio peruano. Estos mercaderes pasantes se establecían temporalmente en la ciudad conectándose con un sector de la élite. Operaban en la ciudad adelantando dinero en metálico y, en la mayoría de los casos, recibían como pago vacas, mulas y yerba mate.
La actividad empresarial típica fue la triangulación mercantil: consistía en comprar yerba mate en el Paraguay pagando con efectos de Castilla, llevar la yerba a Potosí cobrando en plata y, al regreso, comprar efectos de Castilla en Buenos Aires pagando en plata. En la operación entraban, por supuesto, ganado y las imprescindibles carretas y mulas —que eran parte del yugo de transporte pero que también eran recomercializadas—. Las combinaciones se ampliaban cuando la proporción de metálico comprometida en el negocio era menor.
Como consecuencia de las ventajas económicas del proceso mencionado, entre 1660 y 1720, un grupo reducido de familias santafesinas se enriqueció notablemente y controló los resortes de esta economía. La capacidad de movilizar grandes cantidades de yerba y ganado, y las importantes empresas de fletería en espacios tan dilatados como el circuito que ha partido de Paraguay, Buenos Aires o Santa Fe hasta llegar a Potosí, Oruro o La Plata, revelan la magnitud de ese enriquecimiento y la capacidad de operación de los agentes. La práctica más común se basaba en la simultaneidad de frentes diversificados de acción económica y en la urdimbre de una densa red de agentes —independientes o subordinados— dispersos en ese extenso ámbito regional.
Las mulas y los cueros
Hacia 1720, la yerba, producto que ocupaba una abrumadora proporción en el volumen total de los negocios santafesinos, comienza a ceder terreno ante las mulas, que salían por miles desde las estancias de la región. Algunos testimonios hablan de hasta treinta mil animales en un año positivo. Esta buena noticia iba acompañada de una mala: el descenso constante del precio del animal en la ruta hacia Potosí, el circuito que la exigía.
Otro rubro que creció sostenidamente fue el de la producción de cueros. Y en este renglón, el polo que más traccionaba era Buenos Aires. Algunos productores santafesinos percibieron este nuevo modelo y trabajaron en la consolidación de sus vínculos mercantiles con la ciudad porteña. El grupo de mercaderes de yerba trasladó sus movimientos hacia un esquema donde se combinaba la producción rural con el comercio del cuero. Hacia el último cuarto del siglo XVIII, los grandes comerciantes de yerba y efectos de Castilla se transformaron en ganaderos y comerciantes, lo que resulta evidente en los negocios que desarrollaron, entre otros, Manuel Ignacio Diez de Andino con José Theodoro de Larramendi y Antonio Candioti, notables comerciantes, pero también reconocidos estancieros, productores y comerciantes de cueros y mulas.
Aún en medio de la lucha por los derechos de puerto preciso, los mismos hombres que peleaban en su calidad de padres de la república, reorientaron sus actividades previendo el seguro advenimiento de un nuevo modelo de configuración económica.
La creación del virreinato del Río de la Plata en 1776 confirmó un proceso iniciado sesenta años atrás: el polo Buenos Aires era la clave de la región, su punto de articulación con el mundo a través del puerto. El privilegio de puerto preciso para Santa Fe fue cancelado en 1779.
Otras producciones
La ciudad exportaba muchos otros productos que eran alimentos importantes e incluso que podían ocupar muchísimo volumen, pero no tenían una incidencia muy alta en los ingresos de la ciudad. Antes de abandonar Santa Fe, el soldado y matemático devenido naturalista Félix de Azara, escribió en su diario:
«Llevan de aquí a Buenos Aires muchas y buenas batatas de diferente especie que las de Málaga, no tan delicadas, muchos limones y doscientas mil naranjas dulces, cuyo precio es aquí a seis reales el ciento y en Buenos Aires un medio por cada dos. Los naranjos son disformes y algunos dan cinco mil y más naranjas»
Lo que permite ver el comentario del observador es cómo impactaba el proceso de flete y comercialización en un producto tan cotidiano como la naranja: por cada 100 unidades el comerciante invertía 6 reales (0,06 reales la unidad) pero las vendía a 2 reales cada una. En el mismo diario, Azara describe la situación en la cual se encuentra Santa Fe después de la supresión del privilegio de puerto preciso:
«Hace unos tres años que se quitó a este pueblo el privilegio de ser puerto preciso para todos los barcos del Paraguay que traían la yerba de consumo de Buenos Aires y Chile, miel de caña, maderas, azúcar, algodón y tinajas de barro. Aquí se descargaba todo y se conducía en carretas a sus destinos. Aquí permutaban los paraguayos dichos géneros por los que necesitaban, y jamás por plata que no corría en su país. Así esta ciudad era árbitra del comercio río arriba, y de la conducción a otras partes. Los paraguayos se veían precisados a tomar la ley de los comerciantes de este pueblo que los tiranizaba. Esto dio motivo a acudir por ambas partes a la superioridad, quien ha mandado tres años ha, que los paraguayos tengan libertad para descargar en Santa Fe o Buenos Aires según les acomode. El comercio de Buenos Aires también protegió a los paraguayos. De esto resultará, y ya se empieza a conocer bastante, que esta ciudad y su comercio vaya en decadencia».
Los santafesinos siguieron elevando quejas y recordando con nostalgia los buenos viejos tiempos. En 1795, el procurador Larramendi elaboró un detallado informe a pedido del Real Consulado de comercio, donde reconocía que el puerto preciso atraía a Santa Fe un sinnúmero de negociantes de las provincias del Tucumán y Cuyo, Córdoba, Paraguay y Reino del Perú y Chile.
«Como la contratación era el objeto principal de este concurso tan general y tan vario, se conducían a esta ciudad todo género de efectos y producciones estimables del Perú, Chile y ciudades del Tucumán y Cuyo... en Santa Fe se encontraba el mercader, y de ella se extraía, el cobre y el añil de Chile, las telas de lana y cordovanes de Córdoba, las baquetas del Tucumán, la cera y el grano de Santiago del Estero, las mulas y ganados de Buenos Aires, las lanas y ropas, y aún el oro y la plata del Perú; cesó el objeto principal de la contratación y por esto, la conducción de todos estos ramos, con que ha quedado enteramente conservado el comercio, imposibilitado por otra parte del concurso de viajeros y negociantes». (Informe al Consulado del Procurador Síndico General del Cabildo de Santa Fe, José Teodoro de Larramendi.)
Sin embargo, estos mismos hombres que lo intentaron hasta el final, sin abandonar lo que era una política de la ciudad, reorientaron sus negocios familiares hacia la dirección que sugerían los nuevos tiempos: en 1794, la ciudad nombró como diputado al flamante consulado de Buenos Aires al yerno del autor del informe: Francisco Antonio Candioti. Este hombre, casado a los 57 años con Juana Ramona de Larramendi, anudó las redes de esta familia con los Iriondo, los Crespo y los Zabala. Pero sobre todo representa el arquetipo del estanciero–comerciante forjado en las nuevas coordenadas donde parecían converger el pasado, el presente y —aunque para ellos no era evidente— el futuro.
La expulsión de los jesuitas
La Compañía de Jesús, fundada en Europa en 1540, tuvo sede en Santa Fe desde 1610. Aunque fue una orden típicamente urbana, en América se involucró en la evangelización en áreas rurales y sus actividades fueron determinantes en fronteras agrarias de diversas regiones en todo el continente americano.
En Santa Fe, aunque quizás huelgue decirlo, la orden ignaciana cumplió roles clave en el desarrollo de la ciudad. Desde el establecimiento del Colegio en 1610 —todavía en Santa Fe la Vieja— asumió la instrucción de primeras letras y se constituyó en el ámbito de formación intelectual de la ciudad, sitio que ocupó hasta su expulsión y recuperó tras su reinstalación en el siglo XIX. Los rectores del Colegio fueron letrados de referencia en la ciudad y, económicamente, entre 1620 y 1670 concentraron —por merced, compra o donación— una enorme cantidad de tierras donde asentaron la base de sus actividades agrícolas y ganaderas, constituyéndose en poseedores de numerosas acciones de vaqueo sobre ganado cimarrón y en uno de los principales productores de mulas de todo el espacio platense.
Cuando se concretó la ejecución de la Pragmática Sanción de 1767, además de la iglesia de la Inmaculada, en el Colegio de la Compañía funcionaba el oficio de Misiones, oficinas desde donde se administraban las reducciones de San Javier (de mocovíes, 1743), San Jerónimo del Rey (de abipones, 1748) y San Pedro (1765). El arquitecto Luis María Calvo ha señalado en varias ocasiones que este complejo arquitectónico, que ocupaba dos manzanas completas, fue el más importante de la Santa Fe colonial. Dicha centralidad no hacía más que expresar el lugar que la Compañía ocupaba en la sociedad santafesina.
Su expulsión fue un hecho traumático para la comunidad en general, aunque significó también oportunidades para las élites que asumieron la administración de los bienes de la Compañía bajo la tutela de la Junta de Temporalidades.
Si bien la iglesia fue reabierta a los vecinos a partir de 1771, la apertura de las aulas de primeras letras se hizo siguiendo la lógica de la desamortización y puede decirse que constituye el inicio de la enseñanza abierta de las primeras letras en la ciudad. A partir de 1774, las dos salas del Colegio que daban a la plaza fueron destinadas a este propósito. Otra parte del Colegio fue destinada a la Renta de Tabacos y la parte donde funcionaba la administración de las reducciones en el segundo patio se destinó por unos pocos meses al hospital.
En 1793 las instalaciones fueron cedidas a la orden mercedaria, que se ocupaba de las reducciones desde el momento mismo de la expulsión, en 1767.
Después de que Joaquín Maciel ejecutó el decreto de expulsión, la primera intención del teniente de gobernador fue reemplazar a los expulsos por clero secular. Esto parecía más delicado de todos modos en las reducciones, donde —como plantea Moriconi en El relevo de los religiosos jesuitas en los pueblos de indios de Santa Fe (1767–1804)— no se sabía de qué manera los indios podían reaccionar al cambio de doctrineros. Dice la autora en el mismo artículo: «Con el mismo cuidado de no generar en los indios, más indisposiciones que las propias del recambio, el obispo les encomendó a los curas seculares catequizar, bautizar y administrar los demás sacramentos siguiendo el mismo método que los doctrineros jesuitas. Les concedió la facultad de impartir indulgencia plenaria a los que se hallasen en artículo de muerte, así como la de remisión de pecados a todos los pecadores».
Sin embargo, la experiencia duró muy poco. La reorganización de los pueblos de indios no era tan fácil de secularizar. No se trataba nada más de un cambio de nombres y, por otra parte, las relaciones entre las autoridades civiles —en rigor, seculares— y eclesiásticas no era sencilla.
La expulsión de los ignacianos presentó una serie de desafíos de difícil resolución. Como se ve, se ocupaban de la educación, de la administración de varios pueblos de indios, alentaban actividades productivas y negocios en cantidad y calibre, eran propietarios de esclavos, administraban mucho más que pasto espiritual —también estaban involucrados con la salud—, eran fuente de financiación de proyectos, productores agrarios y misioneros de frontera. Su extrañamiento ponía a disposición de las élites santafesinas tanto una enorme cantidad de recursos como una importante agenda de desafíos. Si se me permite una exageración interpretativa, la iglesia en general pero la orden jesuita en particular, asumía muchas de las tareas que años más tarde constituyeron la base de los ejes de la administración pública. Podría decirse que en esta reforma en particular está una de las claves que se encuentran en el inicio de los procesos que condujeron a la construcción del estado en el Río de la Plata.
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