6. Las mujeres en la política municipal santafesina
Adriana Valobra
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Los derechos políticos involucran distintas prácticas. Participar en la esfera pública es una de ellas y las personas lo hacen aun cuando no haya leyes que las autoricen. De hecho, una de las características más importantes de muchos de los derechos reconocidos que tenemos hoy en día es que fueron conseguidos por personas que los reclamaron cuando las leyes aún no los autorizaban a gozar de ellos. La participación puede ser en distintos espacios tales como movimientos, partidos, agrupaciones. Otra de las prácticas que involucran los derechos políticos es votar, una actividad que realizamos cuando tenemos garantizado el derecho al sufragio. Finalmente, la otra práctica a la que remiten los derechos políticos es representar, que permite a ciertas personas ser elegidas para actuar en los espacios legislativos y, en el caso de la presidencia, en el poder ejecutivo.
Ahora bien, a lo largo de la historia, no todas las personas pudieron ejercer estos derechos. Si para actuar en la vida política no era necesaria, en sentido estricto, una condición especial, lo cierto es que ciertas intervenciones fueron reprimidas por los gobiernos; tal el caso del movimiento anarquista. Además, no todas las personas pudieron siempre votar y representar. Para ello, debían ser consideradas parte de la ciudadanía y quiénes eran parte de ese colectivo fue una cuestión cambiante a lo largo del tiempo y significó tanto inclusiones como exclusiones. Por ello, las luchas por la ampliación de los derechos políticos a los sujetos excluidos de la ciudadanía se dieron a la vez que la democracia fue expandiéndose como sistema político. Entre esos movimientos se destacaron las luchas sufragistas, ya que buscaron ampliaciones cada vez más universalistas del voto. Pero, en sentido estricto, esas luchas sufragistas ignoraron a las mujeres como sujetos políticos y, salvo excepcionalmente, ellas no fueron consideradas como votantes o elegibles.
Por ello, el movimiento por el derecho al sufragio de las mujeres, llamado sufragismo femenino, se hizo de manera autónoma, en muchos casos —aunque no en todos—, de la mano del feminismo. El feminismo fue un movimiento que surgió a fines del siglo XIX, aunque sus mentoras son del siglo XVIII, y fue expresión de la búsqueda del reconocimiento de los derechos de las mujeres y su equiparación con las facultades masculinas, así como también que se reconocieran ciertos derechos propios. En ese sentido, se ha dicho que el feminismo surgió con paradojas que lo llevaron a reclamar tanto por la equiparación con los derechos masculinos como también exigir el reconocimiento de derechos específicos de las mujeres, tal como puede entenderse el reclamo de protección a la maternidad. No obstante, no todas las feministas fueron sufragistas. Algunas consideraban que, como las mujeres se encontraban en condiciones de opresión y carentes de muchos derechos de los que gozaban los varones, entonces, era necesario esperar mejores condiciones para que ellas pudieran gozar de esos derechos. Otras, en cambio, pensaron que sólo podían ejercerlos quienes cumplieran ciertos requisitos de alfabetización y edad.
Lo cierto es que movimientos sufragistas hubo a lo largo del mundo occidental desde fines del siglo XIX y, algunos, como el estadounidense y el británico, tuvieron impacto en otros países. En Argentina, ya a comienzo del siglo XX contaba con un movimiento sufragista. El mismo tenía vínculos con otros sufragismos, y el modelo estadounidense, más moderado que algunas expresiones del británico, fue influyente.
En Argentina, el ámbito de la política estaba vedado para las mujeres y fue uno de los más contradictorios pues, en la práctica, las mujeres engrosaban las filas partidarias y los movimientos políticos y eran, además, organizadoras muy dinámicas. En el socialismo surgieron importantes líderes sufragistas, pero no menos en la Unión Cívica Radical y las librepensadoras. Entre ellas se distinguen claramente en relación con los derechos políticos los nombres de Alicia Moreau, Elvira Rawson y Julieta Lanteri. En conjunto, más allá de sus enormes diferencias sobre si el sufragio debía ser calificado o no, por etapas o no, las feministas sufragistas tuvieron acciones comunes constantes.
En Argentina, el ámbito de la política estaba vedado para las mujeres y fue uno de los más contradictorios pues, en la práctica, las mujeres engrosaban las filas partidarias y los movimientos políticos y eran, además, organizadoras muy dinámicas.
La sanción de la ley Sáenz Peña en 1912 se considera una de las reformas más importantes desde el punto de vista de la ciudadanía política masculina pues se propuso sanear un sistema electoral fraudulento para volver a darle legitimidad al gobierno electo. Así, esta ley amplió formalmente los alcances del derecho de votar y ser electo a nuevos grupos masculinos. Sin embargo, ocluyó esa posibilidad a las mujeres ya que, desde entonces, el padrón electoral nacional se conformó sobre la base del militar y no a través del registro de los ciudadanos. Por ello, mirada desde el prisma de estas mujeres, esta ley negó la posibilidad a las mujeres de votar en el nivel nacional. Este revés no logró detener la cada vez mayor visibilidad pública del movimiento y la puesta en agenda de los temas centrales de reclamo. Es un período en que se va consolidando el sufragismo en el contexto de los primeros ensayos de implantación de la ley Sáenz Peña y el triunfo del radicalismo en las elecciones presidenciales por tres períodos consecutivos. Para 1919, ya había un proyecto presentado en el nivel nacional para impulsar el sufragio de las mujeres. Había sido redactado por Elvira Rawson de Dellepiane, presidenta de la Asociación Pro Derechos de la Mujer, y lo presentó el diputado radical, oriundo de Santa Fe, Rogelio Araya; pero no llegó a tratarse. Mientras tanto, Julieta Lanteri lanzó su candidatura política y logró el voto de los varones, únicos que podían votar por entonces, para luego formalizar el Partido Feminista Nacional. También, Lanteri y otras mujeres, ayudadas por Elvira Rawson para contactar al ministro de Guerra, solicitaron ser incorporadas al padrón militar, con el fin de acceder, luego, al sufragio. Pero les fue negado. Las sufragistas no cejaron en sus cometidos y realizaron nuevas apuestas, tales como la publicación de la Revista Nuestra Causa (1919–1921) y la realización de simulacros electorales (1920). ¿Qué sucedía en Santa Fe mientras estos hechos se registraban en otros puntos del país?
Figura del sufragismo local
La historia de Julieta Lanteri, feminista sufragista librepensadora es, tal vez, una de las historias que mejor reflejan la tozudez de estas primeras figuras del feminismo local: tras judicializar su demanda, logró que un juez reconociera que ninguna constitución prohibía que las mujeres votaran y logró inscribirse en el padrón electoral y votar en el ámbito municipal en noviembre de 1911. En efecto, si bien las mujeres podían votar en el nivel municipal en la provincia de San Juan —desde 1878 se podían registrar como electoras—, lo hacían sólo cuando eran propietarias. Julieta Lanteri logró votar por ser propietaria y también sumó el reconocimiento de que las mujeres no tenían ningún impedimento jurídico pues la Constitución no les negaba expresamente ese derecho.
Santa Fe no era simple espectadora de los sucesos mencionados, los cuales fundamentalmente se desarrollaban en la ciudad de Buenos Aires. En la prensa santafesina se seguían muy de cerca las actividades de Julieta Lanteri, en particular, y resonaban algunas novedades que traía el feminismo en el plano internacional. Varios medios se mostraban abiertos a la participación política de las mujeres y, asimismo, señalaban las singularidades que creían debían destacarse en torno al sufragismo local, tales como el hecho de que los varones acompañaban los reclamos sufragistas de las mujeres y contaban con varios adeptos entre los dirigentes. En los periódicos, las mujeres reclamaban por sus derechos políticos. En efecto, el Partido Demócrata Progresista así como el Partido Socialista, habían encontrado en sus dirigentes, varones dignos impulsores del sufragio femenino y otros derechos con los que las mujeres no contaban, en virtud de que se igualaba su condición jurídica a la de una menor de edad. Por otro lado, otros medios del país se hacían eco de los sucesos en Santa Fe y del impulso sufragista.
La Constitución de 1921 es importante en este sentido, aunque no llegó a aplicarse. Fue vetada por el gobernador radical, Enrique Mosca (1920–1924). La Convención Constituyente de la provincia sancionó una Constitución de 1921 que retomó los principios de justicia social consagrados en algunas de las constituciones consideradas más avanzadas de la época en ese aspecto. Presidida por Manuel Menchaca, quien fuera el primer gobernador electo de Santa Fe, bajo imperio de la ley Sáenz Peña (1912–1916), retomó principios de la Constitución Mexicana, que fue la primera en dar un lugar a los derechos sociales. Esa constitución también se proponía una importante reformulación que procuraba la laicización del Estado y cambios sustantivos en el sistema electoral. Respecto de estos, había dos proyectos en discusión. Uno, reclamaba representación por habitante; el otro, por ciudadano. El primero conllevaba que la zona sur de la provincia, la más poblada y con más extranjeros, iba a tener mayor injerencia en los asuntos provinciales. Asimismo, se proponían clasificar los municipios por cantidad de población y descentralizar las elecciones. La Asamblea Constituyente debatió en un contexto difícil de grandes movilizaciones en torno de estos proyectos y se demoraron sus sesiones hasta la consecución de la norma. Este fue el motivo que adujo el gobernador para vetarla: la Constitución no se sancionó en el tiempo legalmente establecido.
Esa Constitución también había incluido entre sus articulados el sufragio como derecho de las mujeres en el nivel municipal. Como mencionamos, el sufragio municipal se acordó en San Juan en 1878, aunque se duda si se ejerció de inmediato, y había una tradición defendida por algunas sufragistas, que consideraban que el ámbito municipal era el más indicado para que las mujeres comenzaran sus primeras actuaciones políticas. Se creía que ellas conocían más ese espacio que los provinciales o nacionales y, además, podía tener más interés en incidir en el lugar donde habitaba. Pero el sufragio municipal era un sufragio condicionado por la clase, puesto que para ejercerlo al menos había que ser propietario o contribuyente. Esto no se modificó al considerarse a las mujeres. Esa inclusión, por lo tanto, no era universal sino que tenía rémoras de viejas miradas sobre quiénes eran vecinos en las ciudades. Pero en el caso de las mujeres, además, incluso con la perspectiva amplia que intentaba propiciar la reforma constitucional, esa universalidad fue bastante más menguada.
Las contradicciones eran evidentes: una mujer argentina podía darle el derecho a su esposo extranjero a votar en el nivel municipal, pero no podía ella misma votar si no tenía la libre administración de sus bienes o diploma que la habilitara a ejercer una profesión liberal. Esas profesiones remitían a tareas intelectuales que se desarrollaban, en general, de manera autónoma y requerían de un título universitario. Entre las más clásicas se encontraba Derecho. Sin embargo, entre 1900 y 1934, en todas las universidades argentinas sólo se habían titulado 962 mujeres, lo que significaba que el porcentaje de universitarias respecto del total de egresos no llegaba siquiera al 3 %. Los datos nacionales evidencian que, en el primer caso, su condición de mujer casada la inhibía de ese derecho pues recordemos que, salvo expresa mención de contrato prematrimonial, no podían administrar sus bienes, algo que la ley de matrimonio civil y el Código Civil nacional habían prefigurado, desconociendo la autonomía al adquirir el vínculo nupcial. Además, en caso de que la mujer tuviera profesión liberal, debía contar con la venia del marido para ejercerla. En este sentido, la legislación municipal avanzaba por los estrechos márgenes que las normativas reconocían a la mujer a la cual se le negaba cabal individualidad.
La posibilidad de sufragio municipal femenino llegaría con la propuesta del diputado Ángel Saggese para la reforma de la Ley Orgánica de Municipalidades (1.247), sancionada en septiembre de 1927: excluía a las mujeres de ser candidatas y las habilitó como electoras, lo cual algunas ejercieron en noviembre de ese año.
A finales de la década, en la provincia de San Juan, un grupo que se desprendió del radicalismo y el socialismo, encabezado por los hermanos Cantoni, promovió la reforma de la Constitución. Ésta reconoció los derechos políticos en el nivel provincial, primer antecedente consumado en Argentina de voto igualitario para varones y mujeres y muy ventilado en los medios santafesinos. En 1928, además, también se daba publicidad en esos medios santafesinos a la candidatura de Angélica Mendoza a la presidencia, lo que se consignaba como un hecho en el que Argentina se convertía en pionera en este lado del mundo. Es decir, la temática estaba en la agenda santafesina y tenía un impacto en la vida local.
Las discusiones legislativas nacionales de los años treinta se caracterizaron por dos fenómenos. Primero, que además de las huestes radicales y socialistas, quienes apoyaban los derechos políticos, aparecieron fuerzas conservadoras que lo impulsaron en el nivel nacional pues, fundamentalmente, no querían dejar a las mujeres bajo el imperio de la izquierda. Así, la novedad fue que algunos de los que hasta entonces habían sido más reacios a otorgar esos derechos, modificaron su posición y, asimismo, aparecieron grupos de laicas católicas que apoyaron el voto femenino calificado, como la Asociación Argentina del Sufragio Femenino, dirigida por Carmela Horne de Burmeister. La época no ahorraba particularidades: la Constitución de 1934 de la provincia de Buenos Aires, consignó —emulando la fórmula que Uruguay había adoptado años atrás— que si a futuro había mayoría en las Cámaras, podían sancionar los derechos políticos para las mujeres. Pero cuando en 1935, el ministro del Interior bonaerense, Vicente Solano Lima, impulsó una reforma que incluía sanear las elecciones e incorporar el voto femenino, se vio obligado a renunciar por la presión del gobernador conservador que había llegado al poder por el denominado fraude patriótico. Esto que se constata en el nivel nacional y en algunas provincias, en Santa Fe ya se había dado, puesto que algunos proyectos electorales de los años veinte incluían a las mujeres. Uno de esos proyectos lo había llevado adelante el dirigente conservador católico Antonio Cafferata.
En Santa Fe era posible distinguir, a comienzos de la década de 1930, un núcleo de mujeres movilizadas por sus derechos, como la Agrupación Femenina pro Derechos de la Mujer en la que convergieron: María G. de Rodríguez, Elvira C. de Catella, María A. de González, Ana B. de Orieta, René L. de Antoli, Lydia Bonaparte, María Vallejos, Isabel Bret, Irma Bret, Gregoria Orieta, María Elvira Olivieri, Alba Catella. Asimismo, ya las redes interprovinciales se tejían con mayor intensidad y mujeres de agrupaciones de la ciudad de Buenos Aires viajaban con el fin de impulsar filiales en otras provincias o entablar vínculos con las agrupaciones sufragistas existentes.
Incitación a participar
En 1931, una reconocida educacionista santafesina, Carlota Garrido de la Peña, incitaba a las mujeres a participar de las luchas políticas, haciendo uso de los derechos de la legislación comunal. Carlota era muy crítica de la legislación, a la que consideraba «de sobra cautelosa» e «insuficiente» porque sólo podían votar aquellas que tenían aportes impositivos, pero se excluía a una estudiante o modista que no los tenían o, incluso, y no sin cierto elitismo, se quejaba de que se dejaba de lado a la dama distinguida y la señora de la clase media que no eran profesionales, pero estaban «capacitadas por su moralidad y buen concepto social para ejercitar el voto, como también las mujeres mayores de edad» con la educación primaria completa. La educadora aspiraba a que las mujeres participaran «sin limitaciones… de las inquietudes de la democracia». (El Orden, 24/12/1931)
El contexto de movilización general ante los comicios provinciales de 1931 encontraba a las mujeres también ágiles en las lides militantes. Así, Alcira Olivé le escribía a Nicolás Repetto para que le permitiera inscribirse en las filas de la Alianza del Partido Demócrata Progresista (PDP) y el Partido Socialista con el objetivo de, en su «carácter de obrera y de mujer cristiana» sumarse al proyecto de dignificar a las mujeres y obreros, los «seres más indefensos de la sociedad» que creía que aquella alianza podría resolver eficazmente. En 1932, Luciano Molinas, líder del PDP, llegó al gobierno provincial (1932–1935). Dirigentes sufragistas de la Capital Federal se acercaron ese año para impulsar filiales del Comité Pro Voto de la Mujer y conseguir adhesiones a la campaña por los derechos políticos femeninos en el nivel nacional. El periódico Santa Fe acompañó con una interesante encuesta de opinión donde distintas referentes femeninas de Santa Fe emitían sus consideraciones sobre el tema, abriendo un abanico variopinto, las cuales publicó entre agosto y septiembre de 1932 para acompañar la temática que se trataría en las Cámaras ese último mes. El recinto nacional de Diputados dio lugar a aquella legislación aunque, finalmente, nunca se trató en Senadores.
Por su parte, Molinas, a pesar del ajustado triunfo y de la conflictividad política latente en la provincia, reinstaló la Constitución de 1921 y, con ella, el sufragio femenino municipal en las condiciones ya mencionadas. Observaciones como las que había expresado Garrido de la Peña también se hicieron sobre el empadronamiento de mujeres. En ese procedimiento se impidió que las maestras se inscribieran ya que, en sentido estricto, el artículo 57 de la ley municipal limitaba «el derecho a votar a las mujeres universitarias, profesoras normales y a las que paguen impuestos de comercio por valor de cincuenta pesos o más», mientras que la Constitución del 21 consignaba textualmente: «las mujeres argentinas mayores de edad que tengan la libre administración de sus bienes, o diploma que las habilite a ejercer alguna profesión liberal». Según el periódico El Litoral, las maestras debían ser consideradas votantes pues «el sentimiento público» así lo entendía (El Litoral, 10/11/1932). Tampoco podían votar las mujeres extranjeras aunque tuvieran hijos o hijas argentinas y nada se decía si eran casadas con argentinos, aunque los varones extranjeros casados con mujeres argentinas sí podían ejercer ese derecho en el ámbito municipal. La Junta Central de Elecciones, en efecto, tenía que resolver varias cuestiones en relación con el empadronamiento de las mujeres y extranjeros (no de extranjeras), puesto que no se había votado el Reglamento Electoral Municipal y ello implicaba varias cuestiones pendientes y tecnicismos que incidían en el acto electoral. Tal el caso, también, de la documentación con la que la persona debía presentarse a votar —carnet otorgado por el municipio respectivo y sólo se admitía «como documento habilitante para suplir la falta del carnet de referencia, la cédula de identidad expedida por la correspondiente autoridad policial»— y los procedimientos para los votos impugnados (El Litoral, 12/3/1934).
Finalmente, el 11 de marzo de 1934, las mujeres ejercieron los derechos políticos municipales como representantes y como votantes. En las listadas para el Concejo, se ubicaron como quinta y sexta suplente por la lista del Partido Socialista Ethel Catela y María G. de Rodríguez. El voto se efectivizó en mesas receptoras propias para mujeres y extranjeros cuyo padrón no estaba ordenado por orden alfabético, como en el caso del padrón electoral de nativos, sino por número de inscripción en el padrón. No sólo votaron en esas mesas, sino que también lo hicieron en la Junta electoral al día siguiente de las elecciones aduciendo distintas razones contempladas que les permitieron ejercer el derecho.
Finalmente, el 11 de marzo de 1934, las mujeres ejercieron los derechos políticos municipales como representantes y como votantes.
Sin embargo, en el próximo período electoral algunas llamativas observaciones aparecieron en los medios locales por las disposiciones del nuevo Reglamento Electoral que establecieron, en Rosario, la obligatoriedad. Así, por ejemplo, se divulgó que la inscripción en el padrón electoral era obligatoria para las mujeres so pena de multa. Según la prensa, ello se debía a que las mujeres no querían inscribirse debido a que «muchas electoras femeninas que no querrán en forma alguna que se conozca la edad de las mismas dado que deberán presentar ante la mesa la partida de bautismo o del Registro Civil correspondiente», algo que no se sostenía con ningún elemento probatorio pero divulgaba las formas con las que el sentido común entendía a las mujeres y su supuesto complejo con la edad. Valga aclarar que las multas no sólo eran pecuniarias (entre 25 y 60 pesos) sino que también incluía arrestos de 15 días. Sin embargo, también se llamaba la atención sobre el hecho de que era difícil que cumplieran ese arresto puesto que «en Rosario, fuera del Asilo del Buen Pastor, donde van sólo determinadas presas, no hay cárceles de mujeres» (El Litoral, 12/4/1935).
Este señalamiento llama la atención sobre lo que pareció ser un problema exclusivo del nuevo electorado o poco atento a las implicancias de las normativas o todavía no formado en la gimnasia electoral. Sin embargo, también debe consignarse que, aun inscriptos, los varones tenían un porcentaje bajo de concurrencia electoral, lo que en algunos casos había llegado al 39 % —como en 1931—, vale decir, apenas arriba del porcentaje mínimo permitido por la propia ley electoral. Efectivamente, aunque las elecciones de 1936 fueron suspendidas al ser intervenida la provincia por el gobierno nacional para evitar un nuevo triunfo del demoprogresismo, ediciones posteriores evidenciaron que, lejos de sanear la política, la incorporación de las mujeres reconocía a ellas un derecho, pero no podía torcer los rumbos del sistema espurio. Así, en varias oportunidades, el padrón de municipal de mujeres —y también el de extranjeros— fue puesto bajo la lupa puesto que se denunciaba que había arbitrariedades y vicios en su conformación. A modo de ejemplo, conste la denuncia que realizó el dirigente del PDP, Emiro A. Seghizzi, sobre el «injerto» de 4.063 votantes ilegales que no tenían derecho al voto (El Litoral, 3/11/1940). También las confrontaciones de José Pérez Martin de la UCR Comité Nacional que solicitaba que se eliminaran del padrón provisorio los inscriptos indebidamente, y consignaba que los funcionarios ordenaron a sus inferiores que trajeran a las mujeres de su familia y allegadas a la mesa de inscripción, lo cual era sencillo de reconocer pues mirando los apellidos era muy fácil darse cuenta que eran familiares de empleados de distintas dependencias estatales. Que, asimismo, se habían incluido mujeres con domicilio en comités y «bailarinas de boites», mujeres de humilde condición y escasos recursos y esposas de funcionarios que dicen aportar con trabajo de aves, huevos y conejos para recibir la boleta (El Litoral, 27/10/1942). Todavía, en 1942, se denunciaba a un funcionario por haberle extendido una boleta a su esposa, cuya contribución era de $ 0,20, o sea, debajo de lo requerido.
El voto municipal abre algunas discusiones sobre las relaciones entre la dimensión normativa y conceptual del sufragio.
Era un voto censitario pues sólo podían votar quienes tuvieran propiedad o fueran contribuyentes.
En estas condiciones, ¿puede considerarse un antecedente del voto universal posterior que no calificaba por la clase?
Una mirada preliminar a los resultados electorales sugiere que podía haber hasta un 60 % y 70 % de absentismo electoral.
¿Por qué las mujeres que podían votar no se sintieron motivadas a hacerlo? ¿Por qué no lo hicieron los varones tampoco? Las condiciones del sistema electoral y el sentido del voto en contextos altamente conflictivos parecen haber disuadido esa participación tanto a varones como a mujeres.
Acaso la obligatoriedad del voto intentó, como han señalado algunos autores, imponer el sentimiento de ciudadanía y pertenencia al cuerpo político.
No obstante, fueron necesarios otros elementos que habilitaran esa posibilidad, tales como la generalización de sentimientos de pertenencia a la comunidad y la idea de que el voto tendría impacto en la vida propia y de la ciudad, la gimnasia política de votar y su paulatina extensión en la cultura política y algunos, no por prosaicos, menos importantes, como la facilitación del acceso a los lugares de votación y la multiplicación de esos espacios en lugares de difícil acceso.
Pese a estas cuestiones que matizan cualquier intento de pensar la adquisición del sufragio municipal como una panacea, cabe mencionar que experiencias como las de Santa Fe fueron valoradas por las mujeres de esta época que encontraron hitos en esa visibilidad que sus congéneres alcanzaban en pos del reconocimiento de los derechos políticos.
En los debates legislativos en el nivel nacional, muchos legisladores valoraron estos antecedentes como acontecimientos de indudable probanza de que las mujeres podían ejercer aquellas funciones y que era necesario erradicar su exclusión.
El impacto de la experiencia santafesina no debe circunscribirse al ámbito local sino que, por el contrario, debe dimensionarse en la significación que tuvo para las personas que fueron contemporáneas a ella, que la vieron, en muchos casos, como condición de posibilidad para una democracia ampliada a las mujeres como sujetos de ciudadanía.