4. Sociedad y vida cotidiana
DARÍO G. BARRIERA
La sociedad santafesina
Para comprender las relaciones sociales en una sociedad hispanocolonial como la santafesina es imprescindible estudiar a las familias, dado que resumían un conjunto complejo que no se agotaba en los vínculos de sangre.
Las acciones personales estaban generalmente inscriptas en un conjunto: la familia, el bando o la comunidad. De la misma manera que la comunidad declamaba como máximo valor el bien común, una persona, en general, siempre pretendía que obraba por el bien de su familia y de su patrimonio.
A comienzos del siglo XVIII, se definía a la familia como a toda la gente que vive en una casa, debajo del mando del señor de la casa. La componían el señor, su mujer, sus hijos, pero también los criados y todos lo que compartían el mismo techo y comían de la misma olla. La familia era el resultado de muchas elecciones realizadas por el señor de la casa o pater familias y la casa, una pequeña —o gran— unidad económica.
Cuando nacía un hijo, los padres organizaban su familia ritual, eligiendo padrinos y madrinas que se sumaban a la familia como compadres y como comadres. Estas decisiones tejían lazos entre la familia y la comunidad, y de ellas dependía la calidad y la consistencia de los recursos que podrían usufructuarse en el futuro: las familias eran el centro de la construcción de redes sociales o de clientelas que podían movilizarse para perseguir la satisfacción de intereses concretos. Por este motivo no es extraño que los matrimonios, por regla general, fueran arreglados por el jefe familiar.
En materia económica, las familias tendieron a la conservación y ampliación del patrimonio y en política, otras —que podían ser las mismas de productores y comerciantes que acabamos de mencionar— conseguían especializar a algunos de sus miembros para que se insertasen y se sostuvieran en lugares clave como portadores oficios capitulares, eclesiásticos, de justicia o en las armas.
La movilidad social
Si bien las ideologías de las sociedades del antiguo régimen tendían a inhibir los deseos de movilidad social, en realidad existían maneras de que un individuo o alguna familia pudiera promover un cambio en su posición a lo largo del tiempo. Algunas veces, ese buscado ascenso social se obtenía a través del movimiento físico, es decir, a partir de movilidad geográfica. Muchos de los peninsulares venidos a Indias lo hicieron buscando una mejora en su condición socioeconómica y en gran cantidad de ocasiones esto funcionó, aunque no siempre en el primer intento.
Para algunos conquistadores, los primeros puntos de llegada constituyeron un fracaso: quizás los recursos materiales y simbólicos ya estaban asignados, quizás sus relaciones en el sitio no eran las mejores. Así, durante el primer siglo de colonización en América, no fue infrecuente que algunos fueran premiados con puestos, tierras o encomiendas que estaban muy lejos del lugar que habían elegido en primera instancia. Esta expulsión de algunos conquistadores de segundo orden hacia las áreas periféricas podían ser un premio–castigo pero también una oportunidad de ascenso social.
Tomemos como ejemplo de esta tipología al fundador de la ciudad de Santa Fe. Juan de Garay se había criado en una villa ubicaba en la frontera de los reinos de Burgos, Vizcaya y Álava, cerca de Gordejuela, su lugar de nacimiento. Su familia no era muy rica, pero sí propietaria de algunas heredades y, al menos, de algunos celemines de sembradura. Muy cerca de este lugar estaba avecindado el tío poderoso a cuyo lado Juan de Garay pasó sus años mozos y con el cual viajó a América: el fundador de Santa Fe llegó muy joven al nuevo continente por el Perú en 1545, con la comitiva de Blasco Núñez de Vela, virrey del Perú y de la mano del Primer Oidor de la Ciudad de los Reyes, su tío, don Pedro Ortiz de Zárate.
Este fue un buen principio; pero antes de organizar su propia familia y su parentela en América, como mandaban las reglas de la movilidad social en la frontera de la monarquía, Garay debió acumular méritos. Hacia 1556 sirvió como soldado en las jornadas de población del Valle de Tarija con Juan Núñez de Prado y, en 1561, integró la hueste de Ñuflo de Chávez en la fundación de Santa Cruz de la Sierra, donde fue nombrado regidor. Allí contrajo matrimonio con Isabel de Contreras o de Becerra —este último, su apellido paterno, que ella no siempre utilizaba—, y vivió unos ocho años. Por recomendación de su primo segundo, Juan Ortíz de Zárate, trabó amistad con Felipe de Cáceres, quien venía desde Charcas como avanzada del adelantado. Garay no estaba emparentado con gente mal avenida, y además, escuchaba sus consejos.
Pero a pesar de sus influyentes familiares, o quizás a causa de ello, tuvo conflictos con algunos hombres del lugarteniente de su primo, lo cual le determinó a trasladarse con su mujer, a la ciudad de Asunción, en el Paraguay, donde tuvo apoyos determinantes. En 1568, Felipe de Cáceres le nombró su lugarteniente en Asunción y cuando llegó a la ciudad, Alguacil Mayor de las provincias del Río de la Plata. El acto formal reunió a dos hombres que poco tiempo más tarde anudaron sus historias para siempre: la vara sobre la cual Garay juraba, apoyando su mano derecha, la sostenía el alcalde ordinario Martín Suárez de Toledo, padre de un jovencito que en pocos años sería conocido como Hernando Arias de Saavedra.
Aunque las relaciones entre Cáceres, Suárez de Toledo y Garay no eran malas, el alineamiento de estos últimos con el obispo Pedro de la Torre en su conflicto con el gobernador produjo algunas modificaciones. Garay quedó, para muchos, como quien traicionó a Cáceres. Por cierto, con el desplazamiento de Cáceres la condición del joven capitán Garay mejoró sensiblemente, ya que su primo segundo, Juan Ortíz de Zárate, se quedó con el control absoluto del Paraguay y Río de la Plata. En estas condiciones, Garay se había convertido en el joven capitán con un buen número de gente a cargo que bajó por el Paraná, y fundó la ciudad de Santa Fe a orillas del río de los Quiloazas.
En distintos documentos, encontramos mencionadas no solamente las propiedades que Garay se había asignado en los alrededores de la ciudad como parte del premio a sus servicios, sino también los nombres de los vecinos que él consideraba sus principales aliados, y por lo tanto, que constituían su capital relacional.
¿Qué peso social tenía, para Garay y para su descendencia este posicionamiento?
Para ocupar los principales cargos políticos y para otorgar mercedes de tierras o de encomienda, entre otras cosas, la Corona prefería a los hombres buenos o beneméritos, a los conquistadores antiguos y casados o a los hijos de éstos. A ellos debía privilegiarse a la hora de conceder premios. Los descendientes de Garay —así como los de otros fundadores de la primera generación de conquistadores— se libraron a la tarea de demostrar que sus antepasados fueron los vecinos más antiguos y los mejores, esperando que la continuidad de dicho reconocimiento social recayera en ellos mismos.
En busca de un mundo seguro
Juan de Garay tomó por esposa a Isabel de Becerra, ajustando fuerte el primer nudo importante de su tejido: ella era hija del capitán Francisco Becerra, conquistador veterano llegado con la expedición del adelantado Diego de Sanabria en 1552. Optó por un modelo endogámico. Esto apartaba a Juan de Garay de la práctica bastante común entre los primeros conquistadores de México y de Perú, de unirse —y no necesariamente casarse— con indias. Al tomar esposa y avecindarse, como lo hizo en Santa Cruz de la Sierra, se ubicó en óptimas condiciones para intervenir en política. Al casarse con la hija de un conquistador antiguo, además encomendero, entraba en el seno de una familia de conquistadores. De cara a una descarga de hombres sobre el Tucumán o el Río de la Plata, su posicionamiento era excelente. Agregando los beneficios potenciales o expectables de esta unión a su parentesco con el Oidor y con el Adelantado —el oidor más antiguo seguía en orden de precedencia nada menos que al virrey—, su contacto con el pináculo del poder político virreinal era íntimo. Su primo, Juan Ortíz de Zárate, fue su respaldo y crédito apenas llegó a tierras paraguayas: la posición relativa de Garay, antes de fundar Santa Fe, era notable.
El vizcaíno mostró un fino criterio al elegir a su consorte, y si se piensa en los arreglos que hizo para con sus hijos y sus hijas, la evidencia de su capacidad para concretar alianzas favorables es contundente.
De la progenie de este matrimonio, fuera del cual, Juan de Garay reconoció al menos un hijo natural, se cuentan tres hijos varones y tres hijas mujeres. Particularmente sólida resultó su alianza con la descendencia del frustrado Tercer Adelantado del Río de la Plata, Juan de Sanabria. Éste, casado con doña Mencía Calderón, una de las primeras mujeres españolas del Paraguay, tuvo dos hijos: Diego de Sanabria y María de Sanabria.
Diego fue el heredero del título de Adelantado que su padre no pudo ejercer en estas tierras y, además, del infortunio paterno: tampoco él llegó con vida hasta Asunción, por lo cual el poder efectivo quedó en Irala, quien continuó como gobernador hasta 1552. Pero, a los efectos de la unión de las familias Sanabria y Garay, quien aquí interesa es María: casada en primeras nupcias con el capitán Hernando de Trejo, fue madre de Hernando Trejo y Sanabria —quien durante las administraciones de Hernandarias fue obispo del Tucumán, su apoyo fuerte en esa provincia—. Fallecido Hernando de Trejo, María de Sanabria contrajo nupcias nuevamente, esta vez con el capitán Martín Suárez de Toledo, vecino, encomendero y hombre fuerte de Felipe de Cáceres en el Paraguay. Esta unión potenció la situación del joven Martín, que se vinculaba doblemente, por vía paterna y por vía matrimonial, al grupo más antiguo de conquistadores paraguayos. De este matrimonio nacieron, como hijos legítimos, Hernando Arias de Saavedra —Hernandarias— y Juana de Sanabria y Saavedra. Ambos fueron casados con una hija y un hijo de la numéricamente más generosa descendencia del fundador de Santa Fe: Juan de Garay y Becerra desposó a Juana de Sanabria y Saavedra, mientras que Jerónima de Contreras fue dada en matrimonio a Hernandarias de Saavedra.
La descendencia de Juan de Garay y Becerra con Juana de Sanabria, consolidaba el patrón endogámico entre familias de conquistadores: hacia comienzos del siglo XVII, los retoños del árbol Garay–Becerra y Suárez de Toledo–Sanabria fueron encaminados, en una suerte de parábola en busca de los orígenes peruanos, hacia el trazado de líneas matrimoniales que buscaban estrechar vínculos con la estirpe del fundador de Córdoba, Jerónimo de Cabrera.
Una de las hijas de Juan de Garay casó en primeras nupcias con Gonzalo Martel de Cabrera, natural del Cusco e hijo del conquistador de Córdoba. El único hijo de este matrimonio, Gerónimo Luis de Cabrera, además, fue casado con su prima, Isabel de Becerra, nieta de Garay, hija de Jerónima y Hernandarias. La hermana de Isabel de Becerra, María de Sanabria, fue la legítima esposa de otro nieto del fundador de la Docta, don Miguel Jerónimo de Cabrera.
Lo mismo sucedió con la descendencia de otro de los hijos de Juan de Garay —Juan de Garay y Becerra— y su mujer Juana de Sanabria y Saavedra: Cristóbal de Garay y Saavedra se casó con otra nieta del fundador de Córdoba, Antonia de Cabrera, mientras que su hermana, una vez viuda, se casó en segundas nupcias con el hermano de Antonia, atando así un nuevo nudo en lo que pretendía ser una sólida red parentelar que debía de prestar socorro, brindar remedio y auxilio a uno y a cada uno de los miembros nacidos bajo el cielo protector de esta progenie.
Pero, como se verá, las cosas no siempre salen como se planean. Este es el aspecto propositivo de lo que Garay imaginó como una parentela fuerte e influyente. Estas acciones estaban orientadas por algunas convicciones de la época, según la cual los lazos básicos, mientras más fuertes, más sólidos hacían el camino hacia una vida segura. Sin embargo, la familia no era solamente un tejido de lealtades: también podía ser un espacio de confrontación.
La disolución del orden benemérito
Tras la rebelión de 1580, el parte del grupo que participó en su represión y que se mantuvo de la parte de Garay, consiguió mejorar su consideración política y social. Varios de los soldados y jóvenes capitanes que protagonizaron la contra–rebelión consiguieron participar activamente de la composición del cabildo y, hasta finales del siglo XVII, consolidaron su posición como parte del grupo benemérito, compuesto básicamente por los primeros conquistadores y sus descendientes pero definido sobre todo por lealtades familiares y políticas organizadas y sostenidas alrededor de la familia del fundador de la ciudad.
Este grupo, que de todos modos no era exactamente homogéneo, controló el gobierno de la ciudad alternándose sus miembros en las sillas capitulares. El ascenso a los primeros planos del poder político de la gobernación del yerno del fundador —Hernandarias de Saavedra— en 1592, cuando fue teniente de gobernador por vez primera, significó la consolidación de este grupo unido por vínculos que tenían su origen en los hechos de 1580.
Este orden, sin embargo, fue erosionándose de la mano de algunos cambios económicos y sociales que se dieron en el Plata. En la primera década del siglo XVII la importancia de Buenos Aires se había incrementado de la mano del activo rol que muchos de sus vecinos jugaban como intermediarios de comercio con barcos de banderas no autorizadas que, por ciertos artilugios, conseguían comerciar sus cargas en dicho puerto que, poco a poco, se ofrecía también como salida de plata potosina no declarada: la entrada de esclavos negros así como la de textiles y otros productos traídos por barcos holandeses, portugueses e ingleses se acompañaba del ingreso de hombres de aquellos reinos dispuestos a asentarse en Buenos Aires o Santa Fe con el propósito de jugar el rol de agentes locales de densas redes mercantiles que unían puntos muy distantes del planeta.
De este modo, por ejemplo, muchos portugueses con un pequeño capital en moneda llegados a la región durante el primer cuarto del siglo XVII, consiguieron instalarse en Santa Fe y tomaron por esposas a hijas y nietas de las familias más antiguas, modificando los patrones de alianza matrimonial y política que parecían muy sólidos en la ciudad.
La década de 1640 fue crítica en Santa Fe. Cayó el número de población indígena y había menos hispanos y criollos que veinte años atrás. La disputa por los recursos, consecuentemente, se hizo más virulenta y la composición social de los grupos que se los disputaban, más compleja: ni siquiera los nietos de los fundadores de Santa Fe y Córdoba, aunque casi todos casados entre sí, estaban del mismo lado. La familia Garay–Cabrera, un ejemplo de lo que significaban estas uniones como expectativa para los jefes fundadores de cada linaje, estaba dividida. La explotación de los ganados y la trama de los negocios eran asuntos que requerían de movilidad y de contactos en otras ciudades donde Garay o Hernandarias formaban parte de un pasado al cual los nuevos rioplatenses habían dado la espalda: los yernos de Jerónima, por ejemplo, utilizaron las dotes de sus esposas y los recursos de sus suegros para hacerse de puestos en el cabildo de Santiago de Estero y tuvieron por aliados en Córdoba, en Buenos Aires y en Santa Fe a antiguos enemigos de la familia. Durante sus últimos días, la hija de Garay, que fuera por entonces también la viuda de Hernandarias, habrá recordado seguramente aquel refrán de la época: más cerca están mis dientes que mis parientes.
Hernando Arias de Saavedra, primer gobernador rioplatense nacido en el Paraguay
Hernandarias nació en Asunción en 1561, en el seno de una acomodada familia de conquistadores. Hijo de Martín Suárez de Toledo y de María de Sanabria, fue por lo tanto nieto del Adelantado don Diego de Sanabria y de doña Mencía Calderón de Sanabria. Su abuelo paterno había sido Correo Mayor de Sevilla. Recibió las primeras letras en el convento de los Padres Franciscanos y estudió la gramática latina con Ruy Díaz de Guzmán. Su vida militar comenzó muy temprano: tenía 15 años cuando fue parte de la expedición a la Tierra de los Césares, de donde regresó jefe principal; desde allí, partió a la defensa de las ciudades de Salta y de Tucumán.
Garay lo llevó consigo a Buenos Aires y, a los 20 años, lo casó con su hija, Jerónima de Contreras. Asistió a las fundaciones de Concepción del Bermejo en 1585 y de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, en 1588. A los 29 años fue elegido por el Cabildo Abierto de Asunción para reemplazar a Juan de Torres Navarrete. Gobernó la provincia, provisoriamente, hasta 1594. A finales de 1601 el rey lo nombró nuevamente gobernador del Río de la Plata: por entonces, casó a la primera de sus hijas con un nieto del fundador de Córdoba, Jerónimo Luis de Cabrera. El gobernador Diego Marín Negrón lo nombró Protector de Indios permanente.
El pacificador y la frontera
Su papel en la fase de conquista del litoral fue contundente. Consolidó el dominio hispano frente a los indígenas e, incluso, frente a los mancebos. Y en esto, su actuación no se limitó al área inmediatamente exterior a Santa Fe: desde 1607, y durante más de veinte años, realizó campañas armadas contra las tribus indígenas de los actuales territorios de Entre Ríos y de la República Oriental del Uruguay, reduciendo a comunidades completas aunque también, en ocasiones, pactando treguas con algunos caciques amigos, como el charrúa Yasú. Pero, como bien lo ha demostrado hace muchos años ya el padre Salaberry, la pacificación de los charrúas fue sobre todo un negocio de familia. En la pacificación se resume lo que los contemporáneos pensaban sobre la adquisición de los nuevos territorios y sobre el necesario sometimiento armado de los infieles: entrar contra los indígenas para pacificarlos era hacerles la guerra justa. Suponer que los infieles pertenecían a una civilización inferior y que se negaban a abrazar voluntariamente el cristianismo, era la base teológica, ideológica y política de las acciones militares que realizaban contra los pueblos originarios.
Esta función activa en la pacificación de los charrúas le ha valido a Hernandarias el mote de primer colonizador de la actual provincia de Entre Ríos y también del actual territorio de la República Oriental del Uruguay. Más allá de esta aparente historia de batallas, Hernandarias encaraba la ocupación sistemática de esos territorios porque tenía un proyecto: sabía que ese era el flanco débil de la frontera con el indio y con los portugueses, y se proponía poblarlo. Para esto necesitaba recursos y gente.
Santa Fe en época de Hernandarias
En reiteradas oportunidades, Hernandarias expuso a Felipe III su idea de importar hombres españoles jóvenes para casar con las hijas de los conquistadores de primera y segunda generación que, hacia 1610, no encontraban una oferta suficiente de hombres para hacer frente a sus pretensiones conyugales. El éxito o el fracaso de la consolidación del dominio imperial sobre estos territorios dependían, desde el punto de vista de la Monarquía, de la creación de asentamientos firmes. Hernandarias pensaba como un agente de la Monarquía Hispánica y velaba por la supervivencia de la forma de poder político a la que representaba.
Durante el primer cuarto del siglo XVII se asentaron en el Río de la Plata gran cantidad de portugueses, flamencos y hasta franceses e ingleses. Los portugueses llegaron a conformar en Buenos Aires una coalición de comerciantes muy poderosa que financió la adquisición de puestos en el Cabildo y consiguió así controlar la ciudad y favorecer el comercio directo con buques de bandera no autorizada.
Esta facción política, llamada los Confederados fue frontalmente atacada por Hernandarias mientras estuvo a cargo del gobierno; pero en cuanto el asunceño fue desplazado en 1618, debió soportar la contraofensiva de este grupo que, habiendo alcanzado alianzas firmes con el gobernador de la flamante provincia del Río de la Plata —Góngora—, se propuso terminar con Hernandarias y sus aliados.
Para Hernandarias las cosas mejoraron en Santa Fe luego de la muerte de Góngora, en 1623. La coyuntura le fue favorable porque la ciudad iba ganando autonomía frente a la gobernación, y sus servicios como mediador frente a los nuevos gobernadores resultaron indispensables. Pocos años antes de su muerte, Hernandarias obtuvo una sentencia favorable en el pleito que tuvo con el capitán Mateo de Grado —confederado, vecino de Buenos Aires y secuaz de Vergara—. La misma tenía una particularidad: estaba rubricada, nada más y nada menos, que por el célebre jurista Juan de Solórzano y Pereyra.
Durante los años 1620 muchos portugueses llegaron a Santa Fe y contrajeron matrimonio con hijas de la segunda generación de conquistadores. Esto significó, en líneas generales, que los portugueses aportaban algo de metálico y un capital relacional vinculado al comercio mientras que las mujeres santafesinas llevaban al matrimonio la antigüedad de asentamiento vinculada con un buen nombre, algo muy valioso para un recién llegado que pretende asentarse y un capital casi siempre indispensable para gozar de admisión social. La historia de la familia de Sebastián Aguilera es un buen ejemplo de este cambio en los patrones de admisión de buenos maridos para las hijas de conquistadores antiguos de la primera a la segunda y tercera generación.
Los encomenderos de Santa Fe
La encomienda era una merced que implicaba una carga y un beneficio. La carga suponía que el encomendero tomaba a su cuenta la organización del grupo de indígenas que se le asignaba, poniéndolos a vivir una vida en policía, esto es, se obligaba a darles doctrina católica, todos los sacramentos, a favorecer sus matrimonios y, en definitiva, a hacer que vivieran cristianamente. Los beneficios provenían del usufructo que los encomenderos obtenían con el cobro del tributo, que consistía en frutos producidos por las comunidades originarias —tejidos, animales criados, productos agrícolas— y en tiempo de trabajo. Los indígenas trabajaban para obtener los frutos que permitieran su alimentación y el pago del tributo en especie de su comunidad, pero también estaban forzados a trabajar como mano de obra para las actividades del encomendero.
Este tipo de merced se entregaba a algunos de los soldados avecindados, como premio a los méritos realizados durante los días de la conquista. Desde la década de 1540, a causa de las denominadas Leyes Nuevas, comenzó un largo período de tensiones entre la Iglesia, la Corona y los encomenderos particulares, durante el cual se trató de restringir la duración de la merced de encomienda a una vida —esto es, la Iglesia y la Corona pretendieron que los derechos de una encomienda fenecían con la muerte del encomendero—, para quedar ellos como titulares de las mismas. Sin embargo, a lo largo y a lo ancho del continente americano, los encomenderos encontraron diversos ardides para poder legar o transferir sus derechos a hijos, viudas y hasta a nietos.
Juan de Garay dijo haber repartido 25.000 indígenas: este número es considerado improbable desde hace mucho tiempo, y es posible que, como las exageraciones que contenían las descripciones de los cronistas, haya tenido por propósito impresionar a la Corona. Una vez reducidos y bautizados, los indígenas se convertían en súbditos del rey. En general se encomendaba una parcialidad, esto es, unos grupos de naturales sujetos a un cacique: el objeto de los repartimientos, cuando se trató de comunidades, se hizo en las cabezas de los caciques. También se entregó en encomienda un número reducido de indígenas que, en los primeros años, fue empleado por el beneficiado como servicio personal en su casa solariega, en la ciudad.
El trabajo indígena por vía de encomiendas fue regulado por ordenanzas. Las que dio Hernandarias fueron redactadas contra los encomenderos que hacían servir a los indígenas más allá de lo autorizado. Sin embargo, algunos documentos permiten recoger denuncias en su contra indicando que él mismo utilizaba indígenas encomendados a la ciudad para arreglar su propia casa, o que obligaba a trabajar en la ciudad, como artesanos, a indígenas de su encomienda —también a sus esclavos, pero esto no estaba prohibido—, haciéndoles cobrar, además, aranceles excesivos. Quizás entonces la cuestión no pasara tanto por su amor hacia los indígenas como por su indisposición con algunos encomenderos, a los que disputaba personalmente el control del destino de las piezas encomendadas.
La incidencia de los vasco–navarros en Santa Fe durante el período borbónico
Entre finales del siglo XVII y comienzos del XIX, y sobre todo en el marco del proceso reformista, se asentaron en Santa Fe setenta y cuatro españoles provenientes de las provincias vascas o de Navarra. La mayor parte de ellos lo hizo como vecino: si se contempla este dato, se trata de un número alto, puesto que se insertaban como parte del sector más influyente de la sociedad.
Vascos y navarros desarrollaron una fuerte identidad en estas tierras. Como lo demuestran las investigaciones de Griselda Tarragó, la posición de Santa Fe como mediadora en la articulación del mercado interno, ofrecía ventajas que estos hombres supieron aprovechar: José de Aguirre se dedicaba al comercio de mulas, Gabriel de Arandía y Juan de Rezola al comercio yerbatero; Francisco de Basterrechea, otro vizcaíno, llevaba carretas a Salta; la lista es extensa.
A semejanza de lo que habían hecho algunos portugueses en la primera mitad del siglo XVII, pero más sistemáticamente y en mejores condiciones que aquellos, estos recién llegados tomaron por esposas a mujeres que los unían con familias antiguas de la ciudad —los Sanabria, los Rangel, los Arias Montiel o los Martínez del Monje—, casi siempre hijas de comerciantes o productores de ganado que, además del apellido, portaban también pequeñas fortunas, expresadas muchas veces en las dotes de sus hijas.
El comportamiento de este grupo de familias, ya radicado en Santa Fe, fue francamente endogámico: paisanaje y parentesco fortalecían una red de solidaridades y reciprocidades que podía activarse frente a distinto tipo de necesidades. Este mismo grupo controló además los resortes del poder político, desde las regidurías, en calidad de propietarios, hasta cargos tales como el de sargento mayor de milicias o los más importantes de teniente de gobernador. Tuvieron siempre una notable actuación militar y también fueron jueces ordinarios en numerosas ocasiones, lo cual les confería prestigio, honor y además les permitía tanto proteger como acrecentar los recursos del grupo. Este perfil se complementaba con su participación en las cofradías del Santísimo Sacramento, del Escapulario del Carmen, del Rosario, de Nuestra Señora de la Merced y de las Benditas Ánimas del Purgatorio o la participación como congregantes de la Congregación instituida en el Colegio de los Jesuitas o como miembros de la Tercera Orden de San Francisco.
Los vasco–navarros se integraron a la sociedad santafesina grupalmente, lo que puede estar relacionado con prácticas vigentes en su lugar de origen, así como con factores demográficos y económicos del contexto peninsular. Una vez casados con mujeres santafesinas, estos hombres consolidaron su posición a través de comportamientos sociales que tendieron a reforzar las redes descriptas. Evidentemente no fue este el único tipo de migración que recibió Santa Fe en el siglo XVIII, aunque sí la más importante por la influencia que estos hombres ejercieron en la vida socio–económica de la ciudad.
Los grupos subalternos
Desde luego que, a la par de esta minoría muy presente en la documentación, compuesta por familias que conseguían imponerse, controlar el poder político, la propiedad de la tierra, los circuitos mercantiles y el ingreso de sus descendientes a las milicias o al clero, la mayor parte de la población pertenecía a esas mayorías silenciosas cuyas voces y huellas, a pesar de no ser tan sencillas de advertir en los repositorios, no por ello son inexistentes.
Desde sus primeros días, la ciudad requirió del trabajo de un enorme número de artesanos capaces de realizar las múltiples tareas requeridas por la construcción de edificios civiles y religiosos, de casas particulares y de depósitos para las reservas de la ciudad, de útiles para trabajar la tierra, de aperos para el ganado y hasta para fabricar armas de diferente tipo —blancas, de fuego—. Un pequeño ejército de artesanos poblaba la ciudad, haciendo posible las muchas actividades que requería la producción, el comercio y la vida cotidiana.
Si compartían un lugar en la consideración social —eran artesanos— no todos provenían de la misma extracción étnica ni gozaban del mismo estatuto: algunos eran indígenas de encomienda que eran empleados —ilegalmente incluso— por sus encomenderos, otros podían ser esclavos que, habiendo desarrollado una capacidad de este tipo, generaba beneficios extras para su propietario; otros podían ser indios libres, criollos pobres o migrantes que, viniendo de otros rincones del Río de la Plata, probaban suerte en la ciudad un tiempo.
Existía también una jerarquía interna, que fue cambiando a lo largo del tiempo o según la finura del trabajo requerido: del mismo modo que el artesano que labraba la madera gozaba de una mayor consideración que aquél que apenas podía trozar unos marcos más o menos bastos, el artesano que preparaba aperos para el ganado o, en el siglo XVIII, los plateros y los buenos repujadores del cuero, pudieron gozar de ingresos algo más altos que aquellos que realizaban otras tareas. Como muestra Miriam Moriconi en el capítulo que sigue a este, las panaderas fueron especialmente mujeres, constituyendo un gremio generizado desde el comienzo del período colonial.
Los grupos subalternos eran étnicamente múltiples y diversos, pero desde el poder político —y sobre todo desde el mundo jurídico— se les daba un tratamiento que los homologaba, es cierto, de diversas maneras.
Para tomar un ejemplo, los indios, los varones menores de veinticinco años, los esclavos libertos y las mujeres de cualquier edad, salvo algunos casos excepcionales, no podían presentarse ante la justicia por sí mismos, sino a través de un tutor. De algún modo se los había confinado a una especie de minoría de edad, a un tutelaje civil que debía ser representado por un varón adulto, preferentemente reconocido por la ciudad como un vecino.
Pero esta no deja de ser sólo una primera diferenciación: hasta entrado el siglo XIX puede observarse cómo, frente a idénticos delitos, el castigo variaba dependiendo de la condición social de quien había infligido la ley. Frente a la prohibición de portar armas en espacios públicos, por ejemplo, algunos bandos de buen gobierno dados en Santa Fe a finales del siglo XVIII especifican que para cualquiera que fuera prendido se lo penaría quitándole el arma la primera vez y desterrándolo a un presidio a realizar labores sin sueldo; sin embargo, si el mismo delito fuera cometido por indios, negros o mulatos, a la pérdida del arma debía agregarse la aplicación de veinte azotes en la plaza pública.
Este tipo de castigos aplicados sobre el cuerpo y en lugares públicos se denominaban penas infamantes puesto que quien los recibía, además de recibir la condena de las autoridades, estaba siendo condenado socialmente con pérdida de su buena fama. Es claro que de esta manera se trazaba una línea clara entre quienes detentaban la capacidad de construir diferenciación social y quienes sencillamente eran considerados el bajo pueblo, la plebe o hasta la escoria de la sociedad. La infamante pena de azotes era aplicada también, por ejemplo, a los indios que no asistían a la doctrina religiosa.
A estos mismos grupos no se les permitía realizar los mínimos actos de comercio por sí y para sí mismos. Indios, indias, esclavos, esclavas, mulatos y mulatas no podían llevar sus productos a los comerciantes locales así como tampoco adquirirlos. Los pulperos de la ciudad tenían órdenes escritas y estrictas de no comprarles así como de no venderles alcohol ni otros vicios, como el tabaco o la yerba, si no era por mandado de sus señores. Esta prohibición se basaba en la idea de que la gente baja no podía ser «fiel en el uso de pesas y medidas» y que, por lo tanto, engañaban a los compradores. Los pulperos, de todos modos, solían tomar por dependientes a estos hombres dado que les pagaban muy poco, pero se exponían a ser multados por el cabildo que podía exigirles que tomaran por trabajador a un español —vocablo genérico que podía referir también a un criollo.
Hasta entrado el siglo XIX, frente a idénticos delitos, el castigo variaba dependiendo de la condición social de quien había infligido la ley.
A los mestizos sueltos que no eran propietarios de una casa o de una chacra, se les exigía que vivieran «con amos conocidos y concertados ante la justicia» —es decir, que manifestaran para quién trabajaban y dónde convivían con su patrón—. Para todos los componentes de este grupo estaba prohibido circular de noche y portar armas, excepto, como siempre, que tuvieran su casa y su labranza.
Los esclavos
En el Río de la Plata se introdujeron esclavos desde el siglo XVI y puede confirmarse su ingreso al territorio santafesino durante los siglos XVII y XVIII. Durante más de dos siglos pasaron por la ciudad muchos esclavos: algunos para ser comercializados en Potosí, otros fueron adquiridos por vecinos y hasta por las órdenes religiosas para ser utilizados en diferentes tipos de labores.
Los esclavos africanos fueron utilizados en la ciudad sobre todo como esclavos de casa y de servicio, es decir, como sirvientes para la limpieza de la casa y para la atención de los invitados. Si la posesión de un esclavo era ya un signo de cierto estatus económico, su exhibición como sirvientes era una marca de estatus social elevado.
Sus propietarios eran reacios a utilizarlos en tareas rurales debido a que las labores en sitios abiertos podría facilitarles la huida, implicando para su propietario la consiguiente pérdida económica; sin embargo, existieron los llamados esclavos de estancia. Está documentado además que, junto a un gran número de indios, no fueron pocos los esclavos que se utilizaron como mano de obra para los distintos trabajos que implicó el traslado de la ciudad en la década de 1650.
Además de trabajos domésticos o rurales, los esclavos también eran utilizados para producir ingresos para sus amos, ya que podían ser alquilados para diferentes trabajos, para cargas, como artesanos o en la construcción los hombres y las mujeres para diferentes tareas domésticas. Tenían derecho sobre una porción de ese pago denominada peculio.
La presencia de los esclavos en la ciudad llegó a ser bastante notoria: en 1675, por ejemplo, cuando la población blanca era de unas 1300 almas, había en la ciudad unos 150 esclavos. A mediados del siglo XVII, la viuda de Hernandarias, Jerónima de Contreras, llegó a ser propietaria de 84 esclavos, un número enormemente superior a la media, ya que la mayoría de los santafesinos que poseían esclavos tenían apenas uno o dos y sólo unos pocos tuvieron seis o siete.
Pero no sólo los miembros de la élite eran propietarios de esclavos. En 1682, la Compañía de Jesús tenía 200 esclavos, de los cuales 44 servían en su colegio. Las iglesias también tenían esclavos para su servicio: hacia la misma época había cinco en San Francisco, tres en Santo Domingo y uno en la Iglesia Matriz. Los esclavos casi siempre eran registrados por su nombre —habían sido bautizados— y a veces un identificador referido a un supuesto lugar de origen —Lucrecia, negra de Guinea, o Manuel, negro de Angola—. La ascendencia biológica —negros— y la procedencia los asimilaba al mundo animal, naturalizando su inferioridad jurídica que, como es obvio para nosotros, había sido socialmente construida. La despersonalización de los esclavos, ha escrito María del Rosario Baravalle, «fue una de las claves que facilitaron su sometimiento jurídico, ya que al no pertenecer a ninguna parte, no tenían derechos sobre sí: tenían una condición en tanto y cuanto pertenecían a un amo».9 La misma autora nos informa que a los recién llegados se los identificaba como bozales, que significa incultos; se llamaba ladinos a los que hablaban el idioma con relativa facilidad y muleque o muleca a los esclavos menores de 18 años. A los nacidos en América se les agregaba el apelativo de criollos, vocablo que surgió en las Antillas para designar a los esclavos negros como mulatos que nacían en la tierra.
Mulatos eran los hijos de parejas mixtas —blanco con negra— término que remite a la biología, relacionándolo con la hibridez de las mulas. Este grupo creció, fruto de las relaciones de los amos con sus esclavas, aunque casi nunca se registran matrimonios de este tipo —sí, en cambio, de negros con indias.
Hubo muchos matrimonios entre esclavos. Los amos lo permitían para evitar las huidas, ya que así fijaban a las familias completas, dado que la Iglesia los obligaba a la cohabitación. Estas familias tenían entre tres y cuatro hijos, aunque en la documentación también aparece un gran número de mujeres solas con hijos. Los niños eran separados de sus padres a una edad que rondaba los 10 años.
Las manumisiones —otorgamiento de la libertad al esclavo por voluntad del amo—registradas son escasas: Antonio Godoy, en su testamento, otorgó la libertad a tres esclavos —Esteban y Bernabé Gudiño, ambos mulatos y a Felipe, negro— con la condición que quedaran al servicio de sus hijos por un año y medio a partir de su muerte.
Vida cotidiana: Desequilibrios ecológicos, plagas y sequías en la Ciudad Vieja
Los conquistadores trajeron al litoral paranaense caballos, perros, ovejas, ganado vacuno, pollos; también cepas de vides, granos, en suma, especies extranjeras que formaban parte del arsenal de la conquista.
Su adaptación al terreno dependía de factores geológicos, climáticos, ambientales, pero estaba vinculada con la subordinación de las comunidades indígenas locales a las exigencias de las nuevas especies. Este era otro capítulo de la conquista, otro tipo de domesticación.
Y así como los humanos nativos resistieron su sometimiento, el bioma del litoral no hizo fácil la implantación de algunos géneros de vida exóticos. En ocasiones, convertía en comida para algunas especies lo que los europeos sembraban como insumo para sus propias necesidades alimenticias. Las langostas, por ejemplo, adoraron el trigo.
A mediados de octubre de 1584, una virulenta invasión de esos insectos destruyó los sembradíos. El cabildo pidió al Procurador de la ciudad que, en nombre de todo el pueblo y para defender los cultivos, solicitara al Vicario del Río de la Plata que provea justicia. Por esto, dieron al Procurador todo el poder necesario para que, el Vicario, en nombre de la ciudad, destruyera las langostas, incluyendo sus desoves. El religioso, proveyó rezos y misas, lo que desató negociaciones pecuniarias entre el cabildo y la Iglesia, porque la Iglesia percibía aranceles por los mismos. La sequía de 1592 se discutió en el cabildo que las limosnas eclesiásticas fijadas por el Arcediano de Asunción, Martín del Barco Centenera, eran excesivas.
Otras plagas, como las de pulgones y hormigas, eran anuales y puntuales. Los problemas se volvían mayúsculos cuando se combinaban con otras dificultades. En noviembre de 1593, entre la sequía, los insectos y el resto de las alimañas, la ciudad estaba realmente azotada por las desgracias. El escribano registró los lamentos de una villa al borde del hambre por la escasez de trigo provocada por las plagas.
Al comienzos de 1617, las cosechas de maíz y de los viñedos estuvieron a punto de perderse por la falta de lluvia. En enero, a la sequía se sumó nuevamente la langosta. El Cabildo encargó tres procesiones: para el 24 de enero, una desde las iglesias de San Sebastián y San Fabián, otra desde la de Santo Domingo y una tercera desde la de San Francisco. Las sesiones de la última semana del mes de octubre permiten constatar que las cosechas fueron magras: «no hay trigo para proveer a los pobres».
La vendimia comenzaba alrededor de la última semana de enero y era evaluada, en general, en la primera de marzo, cuando también generalmente se fijaba el precio del vino. El año 1618 fue bueno para los viñedos, pero en cambio, registra todavía los sacudones de las sequías y las plagas que maltrataron al trigo. Durante el invierno, no hubo trigo ni siquiera para sembrar. Lo mismo pasó poco después, durante 1621, sólo que ese año, el golpe del clima y los insectos afectó también a los viñedos. Dada la escasez de trigo, se autorizó la fabricación de panes de libra y media en lugar de los habituales, de dos libras.
Durante la década de 1630 los vaivenes de las cosechas atribuidos al mal tiempo o plagas de insectos alteró el sensible termómetro de los precios. Siempre podían encontrarse culpables para la carestía de tal grano o de cual uva. Se criminalizaba a quien realizara cortes no autorizados de cepas, vides o mieses en épocas de escasez, imponiendo durísimas penas a quien cometiera esos delitos. Todo esto amenazaba a los recursos que la ciudad tenía para su subsistencia y para su reproducción.
Y así como los humanos nativos «resistieron» su sometimiento, el «bioma» del litoral no hizo fácil la implantación de algunos géneros de vida exóticos. En ocasiones, convertía en comida para algunas especies lo que los europeos sembraban como insumo para sus propias necesidades alimenticias. Las langostas, por ejemplo, adoraron el trigo.
Muchos de estos acontecimientos que hoy podemos explicar como parte de una relación ecológica, fueron percibidos por los hombres y mujeres de aquella época como desastres y hasta como castigos divinos. Por eso recurrieron con frecuencia a los rezos, rogativas y procesiones.
Las calles de la ciudad
El trazado de las calles de la ciudad como un tablero de damas —por eso se le llama damero— representaba la sustancia de un modelo ideológico de organización del espacio que permitía la disposición jerárquica de las instituciones. Al mismo tiempo, facilitaba la observación de las autoridades que controlaban la circulación de las personas y el desplazamiento de las fuerzas para las fiestas o la guarda de las fronteras.
El trazado urbano de la ciudad vieja se había levantado muy al borde del río, por lo que algunas calles sufrían en su propio piso los daños provocados por la creciente. En 1590 fue necesario tapiar una calle, la de Francisco de Caravajal, porque se la robaban las aguas.
Esas tapias, a modo de primitivos terraplenes de contención, forman parte de las primeras medidas que se tomaron para prevenir las crecientes. Año tras año, estas provocaban severos dolores de cabeza a los vecinos. Al revés de lo que sucede actualmente —las zonas inundables son habitadas por las familias más pobres— antaño las zonas más afectadas eran aquellas donde residían los vecinos más notables, dado que sus casas se ubicaban más cerca de la ribera del Quiloazas, cerca de la plaza.
El mantenimiento de las vías públicas estaba a cargo de los propios vecinos. Si se desentendían del asunto podían ser penados por el gobierno municipal. Las calles eran nombradas por el nombre de alguno de los vecinos que tenían su casa sobre ella. Esta era la costumbre y es una práctica todavía corriente en pequeñas poblaciones de la provincia —y en todo el mundo— que, cuando solicitamos una referencia para ubicarnos en un pueblo, recibamos por respuesta seguir caminando hasta la calle de la viuda del Juez o donde está el almacén de Fulano. Este tipo de referencias convive con otras más institucionalizadas: la calle de la iglesia, la del cabildo o la que va justo al lado del río. En los documentos, algunas calles de la vieja Santa Fe asoman con estos nombres: la del Convento de San Francisco, la de Alonso Saromo, la del puerto de Luis Romero o la de Cristóbal Matute de Altamirano.
El carpido de calles, el rellenado de pozos, el mantenimiento de los caminos o la edificación de tapias, así como la construcción de las iglesias, formaban parte de las responsabilidades propias de una relación entre las ventajas que otorgaba la condición de vecino y de las cargas que conllevaba ese mismo privilegio.
Aun cuando en algunos casos no fueran los propios vecinos quienes realizaban los trabajos, ya que generalmente eran ejecutados materialmente por indígenas de sus encomiendas y hasta de la encomienda de la ciudad, la identificación de estas cargas con los vecinos alude a la dimensión física del compromiso político asumido desde la condición de vecindad. Los vecinos y no, por ejemplo, unos moradores que podrían oficiar como trabajadores libres, eran considerados por el cabildo, los responsables de edificar y mantener en condiciones las instalaciones culturales que, en última instancia, eran las que fundamentaban su propia calidad de vecino de una ciudad. Los convecinos de una calle, con–vecinos en el sentido físico de estar las casas de su morada una a la par de la otra, eran también con–vecinos en lo que concierne a derechos políticos.
Quizás por esto mismo las calles no eran para todo el mundo ni para ser recorridas a toda hora: numerosos bandos del siglo XVIII nos hablan de horarios, de toque de queda, de las prohibiciones de andar por las calles por la noche para negros y mulatos sin casa poblada —es decir, la gente suelta—. También estaba prohibido circular portando armas a quienes no fueran vecinos ni tuvieran autorización para hacerlo. De hecho, el que las movilizaciones populares se expresen en las plazas y exista la expresión ganar las calles o salir a las calles habla del valor que tiene, en la vida civil de una comunidad moderna, esta escenificación que, durante el período colonial, parecía imposible: la plaza, las calles y las instituciones de la ciudad no eran para el bajo pueblo sino para los vecinos, que se consideraban a sí mismos la parte más sana de la ciudad.
La enseñanza
Durante este período, la mayor parte de la población no alcanzaba a recibir las primeras letras, y podemos hablar de una sociedad iletrada, donde la oralidad y lo visual eran enormemente importantes para la comunicación social y política.
No obstante, la preocupación por la educación estuvo presente desde los primeros días de la existencia de la ciudad de Santa Fe. Cuando Pedro de Vega, su primer maestro, quiso abandonar la ciudad —quizás por encontrar que no tenía en ella un destino prometedor— el Cabildo le amenazó con una multa de 200 pesos castellanos. La primera escuela de primeras letras se estableció en 1617: el hombre designado para alfabetizar a los hijos de los santafesinos fue Martín de Angulo, ex maestro en Buenos Aires. El asunto parece haber tenido precedentes que hablan de escasa responsabilidad o, quizás, de malas prácticas, ya que, esta vez, la asistencia de los alumnos fue puesta al cuidado del mismísimo teniente de gobernador.
En Santa Fe los maestros no duraban mucho tiempo. El 15 de julio de 1619 se designó maestro de niños al clérigo Francisco Muñoz Olguín, hasta que se encontrara una persona más adecuada. Los religiosos del Convento de Santo Domingo obtuvieron una autorización para instalar una escuela recién en 1625. De igual manera, el gobierno de la ciudad no dejaba esta cuestión en manos de la iglesia fácilmente. En 1626 se nombró como nuevo maestro de niños provisoriamente, por un año, a un forastero, Luis Martínez. Entre las condiciones que este fijó, se estipulaba su pago y el cabildo tomaba el compromiso de no permitir la instalación de otra escuela. Las dificultades para encontrar la persona idónea en la función se extendieron a todo lo largo de la primera mitad del siglo XVII: promediando la centuria, Simón Cristal, flamantemente designado como maestro de escuela «para la buena enseñanza y doctrina de los niños» fue relevado a menos de quince días de haber sido puesto en funciones porque fue considerado incompetente para ejercer el cargo. El Alcalde Francisco de Robles y Vega, que realizaba el seguimiento, tuvo que buscar a otra persona y, una vez que la encontró, debió renegar bastante con los padres para que estos enviaran sus hijos a la escuela nuevamente.
Los dominicos y los franciscanos habían puesto en marcha sus propias escuelas de primeras letras, enseñanza que se impartía a la par de la educación religiosa. En 1796, los mercedarios cedieron parte de lo que fuera el convento de los jesuitas para que pudiera establecerse una escuela. Los maestros se pagaban con los fondos de Temporalidades, pero pasaban los años y en realidad la única escuela que seguía funcionando era la de San Francisco. Quienes tenían una buena posición económica mandaban a sus hijos a estudiar a Córdoba, donde después de 1767 los franciscanos reemplazaron a los expulsados jesuitas, y algunos a Buenos Aires. En 1776, la Junta de Temporalidades designó al maestro Francisco Javier Troncoso a cargo de la biblioteca de los jesuitas, a la cual los vecinos podían acudir y solicitar algún volumen para leer, pero no retirarlo de la sala.
Los artesanos
Otra fuente de formación y de enseñanza era el artesanado. Los artesanos de oficio tomaban aprendices que hacían el trabajo para ellos a cambio de recibir los secretos del métier. Los oficios artesanales en Santa Fe aparecen prácticamente con la fundación de la ciudad: todo estaba por hacer y se necesitaban hombres dedicados a las distintas tareas manuales ligadas con la vestimenta, la construcción de casas, la necesidad de rudimentarias herramientas para una agricultura en ciernes, de aperos para el ganado y de objetos para el ejercicio de los ministerios religiosos.
Los mejor pagos, probablemente, fueran carpinteros y talabarteros. Los primeros confeccionaban puertas encajadas y sencillas, ventanas encajadas —con cuatro varas en cruz— o ventanas simples, arcas de siete palmos, mesas, cajas para guardar los arcabuces, bancos para las iglesias y para las casas, camas, escaleras. Para el campo elaboraban arados con timón de laurel; los talabarteros eran los más importantes para todo aquello ligado con la ganadería y de allí probablemente se derivara su jerarquía y lo costoso de sus honorarios. Fabricaban sillas de montar, borceguíes, corazas, cueros para enfundar armas, etc. Los dedicados a la zapatería cobraban un poco menos, pero los registros del cabildo permiten ver la gran variedad de calzados que se fabricaban: botas llanas de dos suelas, zapatos de dos suelas, chinelas, zapatos sencillos de cuero de vaca o de venado; si las costuras iban sobre cuero doblado el costo se duplicaba. Esto nos permite ver no solamente cómo se calzaban los santafesinos sino también inferir que el tipo de calzado utilizado hablaba de la posición social y económica de quien lo portaba.
Los aranceles de los artesanos los fijaba el cabildo y cualquier exceso podía ser denunciado. También la calidad del trabajo del artesanado era controlada por uno de los alcaldes y un regidor: si encontraban que el producto estaba mal hecho, podían tirarlo, quemarlo o darlo a los pobres.
Los aranceles de los carpinteros, necesarios y fundamentales tanto en la fundación de la ciudad como en su período de traslado y reconstrucción en el sitio nuevo, eran los inmediatamente más caros después de los fijados para el rubro que hoy llamaríamos talabartería.
La manufactura del cuero y, sobre todo, la de enseres para la actividad ganadera, era muy costosa. La factura de una montura, de unas botas de cuero o hasta de una rastra era más onerosa que la de un banco o unas ventanas para la iglesia o para el cabildo, lo que expresa la valoración social de la que gozaba la figura del hombre montado a caballo muñido con determinados pertrechos. Las monturas, botas, yugos y demás artefactos de cabalgadura representaban un algo más, y es ese plus el que parece incorporarse, de esta manera, en estos aranceles más elevados que percibía el artesano que los manufacturaba.
Podemos conocer los nombres de algunos artesanos de la vieja ciudad de Santa Fe. Por las notificaciones de la sesión del 27 de octubre de 1617, por ejemplo, se sabe que Teodosio de Cacea, Juan Ruiz, Hernando de Sosa, Pedro Ramírez, Bartolomé Pérez, Alonso de Ontiveros y Felipe Tomás tenían oficios artesanales y Matías Benítez algún otro, no especificado. De Diego de Frutos, se dice que era sastre, de Juan de Irazabala, que tenía por oficio la carpintería. Puede asegurarse que estas personas no aparecen en las actas del cabildo bajo otra forma: su única huella escrita para la historia es la de haber sido nombrados como artesanos.
Difícilmente hayan sido vecinos, y si acaso alguno accedió a esa condición, de hecho jamás participó de manera activa y visible en las configuraciones capitulares del período, mucho menos ocupando una silla en el Cuerpo. Es evidente que los artesanos no formaban parte del grupo dominante. De hecho, existieron muchos indios y esclavos negros que fueron artesanos. Los artesanos indios, generalmente eran indios de encomienda, utilizados como gente de servicio doméstico en la ciudad por los miembros más poderosos del grupo hegemónico. Con ellos diversificaban sus actividades y, en buena medida, ampliaban de esta manera sus fuentes de ingreso. En ciertos casos, apelando al cobro de aranceles excesivos, como parece plantearlo la denuncia de Diego Ramírez y Antón Martín el Viejo, cuando, en 1619, plantearon su disconformidad frente a los excesivos precios cobrados por el herrero Pedro, indio al servicio de Hernandarias.
Otro problema frecuente parece haber sido el planteado por los tempos del trabajo de los artesanos. Cuando en 1617 se fijaron los aranceles de los herreros, zapateros, carpinteros y sastres —en una fecha inusual, casi al final del año—, se conminó a los operarios a tomar los trabajos con el tiempo necesario para cumplir con la fecha de entrega prometida. Es que la mayor parte de la demanda de trabajo artesanal provenía del Cabildo, de las iglesias y de los miembros de las capas más acomodadas de la sociedad, económicamente incapaces de adquirir la totalidad de estos artículos en calidad de efectos de Castilla: importar era costoso. Todavía hacia el primer cuarto del siglo XVII, los patrimonios de los escasos peninsulares y del mayor número de hijos de la tierra que hacía parte del segmento económicamente más pudiente, tenían un activo de sus bienes personales más bien flaco en materia de artículos que, considerados de uso corriente en tierras altoperuanas, en Santa Fe constituían verdaderos lujos.
Durante los años 1640 y 1650, en la coyuntura de conflictos con la corona portuguesa, salieron a la luz un buen número de documentos que prueban que un buen número de carpinteros, herreros, talabarteros eran portugueses. Esto muestra que no solamente habían llegado a Santa Fe con dinero para hacer negocios y que algunos oficios podían ser, también, un salvoconducto: uno de los motivos que el mismo cabildo arguyó para que no se los expulsara cuando lo ordenó el gobernador Jacinto de Lariz, fue que su trabajo era indispensable, en aquellos momentos, para el traslado de la ciudad.
Había pocos brazos para realizar los trabajos de mantenimiento urbanístico de la ciudad, por eso quienes se ocupaban de estos menesteres fueron casi siempre los mismos: cuando se avecinaba la cosecha de viñas en 1618, el Cabildo decidió suspender el arreglo del camino hacia Córdoba, para volcar los brazos allí ocupados en la más urgente tarea que exigía la vendimia. Durante el mismo año, se suspendió también el rellenado de pozos en las calles para dedicar el esfuerzo a sembrar el trigo. A comienzos de julio, ese mismo año, se retomó la reparación de las calles que bajaban al río.
En mayo de 1625, el Cabildo intimó a Miguel Rodríguez, Pedro Ramírez, a Juan Díaz y al Alférez Diego de Valenzuela a que repararan el pozo existente en la calle real, de la que eran convecinos. Les dio cuatro días. Ese año, se designó al regidor Francisco Cuellar de Porrás encargado de cortar la madera para reparar el edificio del cabildo. Se le asignaron doce indios y herramientas, estas últimas aportadas por los capitulares. En febrero de ese mismo año, los vecinos habían encargado al Regidor y Fiel Ejecutor, Diego de la Calzada, el control sobre las personas designadas para la construcción del edificio del cabildo, siendo su responsabilidad que la obra fuera terminada en menos de seis meses.
Así se encaraba la obra pública: algunos particulares eran responsabilizados de realizar los arreglos; un miembro del cabildo, controlaba o vigilaba que estos arreglos se hicieran y los particulares, a su vez, bien podían realizar las tareas ellos mismos, bien podían llevar indios de su servicio o exigir a un tercero, por deudas de favores o de dinero, que lo hicieran por ellos. Los insumos, generalmente, eran proporcionados por el cabildo.
Las comunicaciones
Todo y de todo salía y entraba de Santa Fe por caminos de tierra y agua. Dependiendo de la naturaleza de la carga, algunos viajes podían hacerse realmente muy rápido. Los documentos enviados desde Santa Fe a caballo hasta Buenos Aires podían llegar en una semana. Al chasqui siguió el establecimiento del correo. Bajo el nombre de Real Renta de Correos se remató el oficio, por 100 pesos anuales, en 1771. Su primer, aunque ineficiente, beneficiario fue Juan Antonio de Elguera. Más estabilidad tuvo desde entonces la primitiva forma de nuestro actual correo a partir de 1774, cuando Bernardo de Garmendia, capitán de la Compañía de Blandengues de la ciudad, fue designado Maestro Mayor Conservador de Postas y Correos.
Chasqui: Palabra de origen quechua que en la sociedad colonial se usó para designar al servicio rápido de mensajería o traslado de personas.
Asuntos de salud
Apenas terminado el traslado de la ciudad al sitio nuevo, en 1663, hubo una fuerte peste de viruela y una epidemia de tabardillo. Tal como sucedía con las plagas, el arma más eficaz de los santafesinos lo constituía la rogativa a Dios, ciertos santos o a la Virgen. San Roque, santo patrono de la ciudad, era el abogado de la peste. La convicción que subyacía a estas prácticas era, finalmente, que estas pestes manifestaban la cólera divina para con la población.
La viruela se repitió en 1700, 1710 y 1719 y varias veces sobre el final del siglo XVIII, cuando también llegó a la ciudad la lepra. Con los enfermos de lepra se practicó el aislamiento.
Durante estos años, entre 1780 y 1810, la ciudad padeció varias fiebres, entre ellas la tifoidea y otras intestinales, por la utilización de aguas contaminadas.
No fueron muchos los médicos que residían en Santa Fe, ni demasiado lo que podían hacer; en mayor cantidad se encontraban, en todo caso, curanderos.
La gente que vivía en el campo tenía un cierto dominio de técnicas de curación básicas para atender lastimaduras, cortes y hasta mordeduras de las alimañas más frecuentes. Muchas de las prácticas que algunos pueden confundir con el curanderismo —que de todos modos existía— eran en realidad adaptaciones, mestizajes de los saberes curativos indígenas, que conocían usos medicinales de varias especies vegetales.
La estancia jesuítica de San Miguel del Carcarañá era famosa entre los viajeros y quienes vivían cerca, entre otras cosas, a causa de la presencia de un jesuita que manejaba artes curativas europeas como indígenas, capaz de brindar respuestas frente a muy distintas dolencias.
De cualquier modo, según lo mandaban las leyes de indias, las ciudades coloniales tenían que tener sus médicos, pero en Santa Fe, como en muchas otras ciudades del imperio hispánico, este requisito no pudo ser cumplido permanentemente. A finales del siglo XVII, por ejemplo, cuando habían pasado varios años ya sin que residiera un médico, se aceptó nombrar a un portugués que decía tener conocimientos de medicina. En 1792 llegó a Santa Fe Manuel Rodríguez, un médico que residió en la ciudad hasta su muerte e intervino en la epidemia de lepra de 1793 con mucho acierto. Fue uno de los impulsores de la creación del hospital, cuyas habitaciones comenzaron a edificarse en ese año en el segundo patio del Colegio de los jesuitas, previendo unas cuarenta plazas para enfermos.
El tiempo libre y las diversiones
El gusto de los españoles por el juego de barajas se trasladó a América con la conquista. No era infrecuente que los superiores recomendaran a sus soldados no olvidar las barajas en el terreno, ya que podía ser dificultoso hacerse de otras.
En Santa Fe de la Vera Cruz funcionó una casa de trucos, un antecedente de lo que hoy denominaríamos un salón de billares. Se jugaba sobre una mesa con troneras, dentro de las cuales había que meter bolas.
Otras fiestas y juegos involucraban un cierto riesgo físico. Tal es el caso del juego de cañas, introducido en la Península por los árabes y adoptado por los cristianos que, luego, lo llevaron a otras partes del mundo. Se trataba de un juego de origen morisco que guardaba similitudes con los torneos medievales y con los más antiguos juegos ecuestres practicados por los gladiadores romanos aunque, a diferencia de éstos, ya no cumplía una función básicamente militar sino lúdica, reglada, con el objeto de canalizar la violencia y de eliminar parte de su peligrosidad. Otra diferencia importante radica en que mientras que en la Península lo practicaban caballeros, en Santa Fe lo hacían mestizos, mulatos e indios, quienes componían los sectores sociales menos privilegiados.
Durante el reinado de Felipe IV este juego gozó de mayor popularidad, dado que el rey mismo lo practicaba —llegando incluso a ganar el que se desarrolló a fines de 1632, durante la inauguración oficial del Buen Retiro—. Debían formarse un número par de cuadrillas, entre dos y ocho, de unos ocho jinetes que luego se enfrentaban por pares. Originalmente, los jinetes se identificaban con vistosas divisas de colores que llevaban en uno de sus brazos, con el cual también portaban una adarga para protegerse de los golpes que el rival intentaría asestarle. Los participantes tomaban cañas de algo más de un metro de largo, emprendían la marcha con el caballo, y debían tirarlas al aire y recogerlas al galope mientras enfrentaba a quien venía de la cuadrilla opuesta, que trataba de derribarlo tirándole con la caña al cuerpo. En el litoral y la pampa también se utilizaron boleadoras.
Juegos como éste permitían demostrar destreza ecuestre y también manejo de armas de lance; la necesidad de cierto ornato e instrumentos en el juego de cañas hacía que los más pobres se endeudaran o hasta llegara a vender sus pertenencias para poder participar. El espectáculo era vistoso tanto por los movimientos como por el sonido del choque entre las cañas y sus golpes en las adargas. El juego estaba bastante reglamentado y las cañas no podían tirarse de punta, como una lanza. De hecho, el dicho «las cañas se vuelven lanzas» hacía referencia a una situación en que una escaramuza normal ganaba en violencia.
Como se jugaba en espacios abiertos —en la Península se habían mandado construir plazas para hacerlo, donde también se corrían toros— el desarrollo de estas partidas en Santa Fe provocaban desmanes y daños en el vecindario. Junto con los toros, este era uno de los espectáculos que se preparaba para el día de San Jerónimo, patrono de la ciudad. En 1799, los desmanes fueron de tal magnitud que fue prohibido; un siglo antes, en 1698, la violencia del juego, que duró dos días, derivó en la muerte de un niño y de un adulto.
Otro juego similar era llamado la suiza, pero no se utilizaban caballos y no parece haber gozado de mucha popularidad en estas tierras.
Las prohibiciones dictadas por el cabildo nos permiten conocer cuáles eran los juegos perseguidos por las autoridades. Entre los más destacados, además de los diferentes juegos de naipes, se contaban las riñas de gallos y los juegos de dados. El cabildo remataba también el derecho a tener canchas de bolos y bochas, por lo cual estos juegos se desarrollaban dentro de una legalidad y con ciertas reglas —no podían celebrarse sino en ciertos días y horarios—. El remate de tal derecho dejaba un buen dinero en las arcas de la ciudad.
Algunas ordenanzas de los siglos XVII y XVIII permiten inferir que los muchachos jóvenes tenían juegos en común con los indios de servicio o con los que vivían en las inmediaciones de la ciudad.
Los viajeros señalan que, durante el verano, podía constatarse que los vecinos de Santa Fe pasaban largas horas conversando en la plaza, las aceras o los patios, y que también practicaban el paseo por las calles. La llegada de los viajeros era motivo suficiente para que no pocos vecinos, de distinta calidad social, se lanzaran a la conversación en busca de noticias de otros lugares. En una sociedad que no conocía la prensa y donde, por lo demás, la población alfabetizada era en sí misma una pequeña élite, la comunicación oral era desde luego primordial y la obtención de novedades por esta vía, una prenda preciosa.
Un viajero inglés llegó a la ciudad a la hora de la siesta, que según pudo verificar en ese verano, se extendía hasta las cinco de la tarde. Al señor Robertson —tal su apellido— le asombró ver las puertas de las casas estaban abiertas de par en par y que, por el calor, la gente estaba sentada bajo los dinteles o muy próxima al vano... en paños menores. Hombres y mujeres, agobiados por el aire caliente y espeso mataban el tiempo a la espera del fresco fumando, tomando el mate o comiendo sandías; los niños y las niñas, jugando y bebiendo un poco de agua fresca. Los que podían —aquellos a los que no les tocaba el trabajo en el campo, en los caminos o las huertas— mataban el tiempo, esperando la noche para ir al ritual del baño en el río.
La vestimenta y los modales
Escribe Félix de Azara: «El vestido y lenguaje es el de Buenos Aires, bien que las mujeres gastan menos ropa. Sus camisas son bordadas en el pecho y hombros, y de azul en la gente ordinaria, y las ricas usan cribos y bordaduras exquisitas de hilo que trabajan con primor: lo mismo hacen sábanas, almohadas, toallas, calzoncillos y enaguas y de todo esto llevan bastante a Buenos Aires. Tienen las mujeres fama de amables y hermosas y de taparse la boca cuando se ríen, aun cuando tengan buenos los dientes».
Adarga: Escudo de cuero, generalmente de forma oval o acorazonada.
Teatro y música
Las fiestas regias también se celebraban en Santa Fe. Era habitual que las coronaciones de los reyes se celebraran con corridas de toros, funciones teatrales y juego de cañas o eventualmente una suiza.
Para la ocasión se había levantado un muy importante teatro en la Plaza mayor, recordado por los testigos como muy ostentoso y magnífico.
Si bien la música y sus cultores acompañaron a la ciudad desde sus primeras horas de existencia y en casi todas las ciudades de la América colonial fueron los músicos los artistas más numerosos, sólo en la segunda mitad del siglo XVIII se incorporaron de manera sistemática al espectáculo teatral. En esto tuvo gran influencia la presencia del jesuita Florián Paucke, quien en 1754 montó una evidentemente impresionante misa cantada con orquesta y un coro compuesto por una veintena de niños mocovíes de la reducción de San Javier.
Volviendo al teatro —o, como se llamaba en la época, la comedia— la primera función que puede verificarse se dio en Santa Fe de la Vera Cruz en 1664, con los festejos del nacimiento del Príncipe Carlos José. Por lo demás, se sabe que Antonio Fuentes del Arco escribió en la ciudad una obra en 1717. Poco sabemos de ella más que la fecha de su elaboración. Comparte el sino de millones de huellas que desaparecen en la arena del tiempo.
Festejos en la ciudad
Con motivo de la coronación de Carlos Tercero, en 1759, el teniente de gobernador Vera Mujica describió los festejos en un informe que envió al gobernador Cevallos: «Así dispuesto todo para el real festejo en dicho día 26 de noviembre, empezó desde el mediodía el festivo armonioso estruendo de campanas y salvas, en que a un tiempo clamoreaban voces altas de metal los motivos del sonoro regocijo. También sonaron clarines, chirimías, y otros músicos instrumentos; siendo a todas voces mayor el grito y la armonía de nuestro gozo: en que rebosaban tanto los ánimos de todo el pueblo que saliéndose un mozo de su casa a la calle, como si fuera media noche, en el medio del día, empezó, con guitarra en mano, a entonar esta hacara...»
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