El «arquitecto» de la ley de la creación de la UNL
Textos extraídos de La Universidad del Río. Relecturas de la ley de creación de la UNL, de José Luis Pivetta, con autorización expresa del autor.
Mucho de este original paisaje de esperanzas, ausencias, contradicciones y postergaciones, existen y perturban las luchas que el joven Jorge Raúl Rodríguez tiene que sostener en el Congreso, representando como diputado de Hipólito Yrigoyen el interés popular de contar, para el río pariente del mar, con ley de creación de Universidad Pública Nacional.
Santa Fe tiene desde 1889 su propia universidad, que no es accesible ni para el diputado ni para el pueblo que representa. Los títulos que emite no habilitan a ejercer profesiones en el territorio federal y se circunscriben sólo a la provincia. Acceder a la oportunidad de esos títulos limitados es sin embargo un privilegio y está reservado, casi en exclusividad, a familias con caudales suficientes para que sus hijos varones y católicos puedan estudiar.
El grado que ostenten alcanzará para cubrir toda la demanda que necesita aquel estado provincial para asegurar la dominación de su sistema de educación y de poder.
Acceder a la educación superior estaba excluido, en gran medida, por la dificultad de poseer título de segunda enseñanza para los hijos de la inmigración, de igual modo que lo estaba para los hijos de los mancebos de la tierra que no eran varones católicos y pudientes.
El partido del presidente Yrigoyen, donde milita Jorge Raúl Rodríguez, reclama que se lo conozca como «la causa de los desposeídos contra el régimen falaz y descreído». El radicalismo es la primera fuerza política importante en la Argentina y uno de los primeros movimientos populares latinoamericanos (Rock, 2001). Así como los sucesos nacionales de la reforma universitaria tienen en Santa Fe su impronta autóctona, la vida política de la provincia, en los años de formación del partido radical, tiene lo que Ezequiel Gallo llama «características y rasgos que le fueron peculiares». Estas peculiaridades impactan, desde el inicio, en la historia de muchas décadas del partido radical en Santa Fe. De manera tal que se puede leer (o releer), desde la mirada de los actores de las luchas a principios del siglo XX, que el partido radical es la causa de los desposeídos de derechos políticos y derechos económicos, pero también, y fundamentalmente, de los desposeídos de derechos educativos y culturales.
La contienda en el palacio legislativo adquiere, desde 1916 cuando se intensifican los proyectos de creación de Universidad Nacional en el Litoral, los perfiles de un duelo.
El tratamiento en el pleno comienza el 11 de junio de 1919. En la sesión del 14 de agosto irrumpe el doctor Augusto Bunge, notorio líder de la bancada socialista en este debate y aparece la primera gran coincidencia de propósitos con los conservadores santafesinos: «se trata de todo un organismo complicado y costoso». Acusa a Rodríguez por preferir «la sombra de un frondosísimo y costosísimo instituto», y continúa: «y parece que al señor diputado no le parece frondoso el proyecto con nada menos que siete facultades». Le reprocha: «La frondosa creación universitaria que se propone no puede ser otra cosa que un enorme recargo del presupuesto nacional, sin ventajas positivas para las regiones que aparentemente van a beneficiarse de ella». Finaliza Bunge:
«Las razones aducidas en favor del nombre de Universidad del Litoral demuestra que lo que motiva este debate no es una cuestión bizantina en torno de una palabra, sino un concepto. Han hecho bien en poner de relieve que ellos desean que esta universidad se llame del litoral, para que quede claramente sentado que se trata del frondoso organismo inútil, parasitario, con que ellos sueñan, extendido a toda la cuenca del Paraná, casi puede decirse, por medio de facultades, que como he demostrado, carecen de toda razón de ser positiva, porque están fuera de relación con la realidad de la vida económica de las provincias que se proponen servir» (Diario de sesiones, en adelante DS).
La medida de los contendientes está dada en que los opositores hablan a través de representantes que son graduados universitarios y, en casi todos los casos, con título de doctor, como los diputados socialistas Augusto Bunge, Enrique Dickman y Nicolás Repetto, médicos de la Universidad de Buenos Aires. Aunados en mayoría consiguen frustrar las iniciativas de los años 1916, 1917 y 1918. Contra ellos se recorta la figura humilde de un congresal de la nación que cuenta para 1916, cuando intentaron impedir su ingreso disputando el diploma de su elección por la provincia de Santa Fe, con apenas 25 años. Tiene algo de estudios en la escuela de comercio de Rosario y es viajante de un negocio de talabartería: Jorge Raúl Rodríguez.
El diputado Rodríguez pone en valor el funcionamiento en Rosario de la Universidad Popular con cinco mil inscriptos, donde tiene el honor de participar en su organización (DS). Toma esa mención el doctor Bunge para decir: «Apostaría que la casi totalidad de los inscriptos que existen, son obreros, son pequeños empleados, hombres que van allí sin aspirar a ninguna especie de título de doctor de doublé, de doctor imitación, sino aspirando a la adquisición de aptitudes prácticas». Lo interrumpe Rodríguez: «¿En qué facultad se ha recibido el señor diputado?». Bunge contesta: «Me he recibido en la facultad de medicina, con medalla de oro». Entonces Rodríguez le dice: «¿El señor diputado es doctor de doublé? Porque precisamente se trata de crear una facultad de medicina del mismo tipo» (DS). Más adelante, el diputado socialista Dickman, también doctor, insiste en los argumentos opositores a la creación de la Universidad Nacional del Litoral: «Los principales hombres políticos de la Alemania de hoy son silleteros, carpinteros y hombres de trabajo manual. No quiero por eso negar la importancia al profesional, sino al doctor, que son dos cosas distintas». Es interrumpido por un diputado que pregunta: «Es raro que en representación del partido socialista, no figure un modesto talabartero, en vez de tantos doctores como tiene» (DS). El diputado Rodríguez regresa a tratar el asunto con el aporte del punto de vista de los desposeídos de oportunidades:
«Un concepto humano y práctico de los hechos reales nos obliga, nos debe obligar, a acercar a los hogares del interior las facultades que reclamamos, siempre que haya ambiente universitario suficiente para que las instituciones de ese carácter se desarrollen cumpliendo un verdadero concepto democrático, para que los hijos de los trabajadores, de los artesanos, de los comerciantes humildes tengan cerca del hogar la casa superior de estudios donde puedan adquirir sin el sacrificio de una dolorosa migración, cualquier título que facilite su acción en la vida, aún el de «doctor» que tanto preocupa a algunos señores diputados, porque parece que ahora está de moda una extraña fobia contra los doctores, y lo más extraordinario es que muchos de los que aparecen tratando con ironía a los doctorados, han concurrido a la universidad costeada por el estado y adquirido en ella, además del título, muchas de las facilidades que han hecho en su vida los éxitos más importantes» (DS).
Queda poco espacio para la política sin la sociología después de esta intervención. Qué difícil debe haber sido acreditar aptitudes para la sociología, cuando tampoco se pudo estudiar. Rodríguez soporta constantes ataques a su iniciativa: «Hay, pues, que destruir de una vez este prejuicio facultativo, universitario, esta manera primitiva, indígena, diría yo, de concebir la alta cultura, que no la entienden ni la comprenden sino cuando ella está bajo la dependencia de las facultades o se halla concentrada en una universidad» (doctor Repetto, DS) o «impediría a los diputados que nos oponemos a este monstruo, poner en evidencia el gravísimo error en que incurrirá la cámara si sanciona esa carga para el presupuesto y ese mal para las propias provincias, a quienes se cree beneficiar» (doctor Bunge, DS). Resulta en extremo curioso que el discurso opositor manifieste que existe un prejuicio «indígena» que «hay que destruir de una vez» y que sea, justo, ese prejuicio el que inspire la iniciativa del joven legislador rosarino. Más todavía lo es cuando el agravio se dispara desde los doctores que ocupan las bancas socialistas que representan, en gran medida, a la ciudad de Buenos Aires.
Las alocuciones opositoras pretenden disminuir o poner en crisis la capacidad de proponer y debatir acerca de la creación de una universidad nacional mediante ataques y descalificaciones que pretenden poner en evidencia la calidad no universitaria del promotor del proyecto. Durante el tratamiento en particular del articulado, en las instancias finales de las deliberaciones, Rodríguez solicita la palabra —cuando intentaron impedir su ingreso a la cámara también expresó sus agravios en el final de los debates de la comisión de poderes. Cuando la suerte está echada, recién ahí, se permite abordar las cuestiones personales:
«Yo no tengo título de doctor, señor Presidente: no me molesta el no haber alcanzado esa disciplina superior, por el título mismo, pero siento no haber tenido cerca de mi hogar modesto, una facultad donde poder estudiar con método al mismo tiempo que trabajaba para sostenerlo desde muy niño. Y mi caso, entiendo, es el caso de centenares de millares de hombres de buena voluntad y posiblemente de alguna inteligencia, que de haber tenido la facilidad de someterse a las disciplinas metódicas de los estudios científicos en estos institutos superiores, hubieran podido adquirir un acopio de conocimientos que a ningún hombre le estorban en la vida compleja de los momentos actuales» (DS).
Los días posteriores al 26 de mayo de 1918 podrían haber sido de zozobra para quien, con 27 años apenas cumplidos (nace en abril de 1891), comienza a comprender que el ejercicio parlamentario reclama los valores de la experiencia mancomunados con la templanza de las ideas. Una década después se va a decir de él, en el homenaje póstumo del congreso, que había ascendido «desde los más austeros y modestos orígenes, a fuerza de energía, de corazón y de voluntad» y que había construido «uno a uno, sin fatiga, los andamios de su prestigio» y que «fue él solo el arquitecto de su personalidad» (Amancio González Zimmermann, 1929).
Los meses que van de mayo de 1918 a agosto de 1919 tienen que haber sido los que ayudaron a construir la viga maestra de su prestancia en el desempeño legislativo. En el acto de reconocimiento a su figura que se celebra el 24 de junio de 1929 se dirá que «el teatro verdadero de su acción, de sus grandes triunfos exclusivos y de la eficacia de su mentalidad y temperamento fue el Congreso».
El 14 de agosto de 1919, el pleno de la cámara, luego de analizar la constitucionalidad de la maniobra ideada y construida andamio por andamio por el joven Rodríguez, decide votar en general el despacho de mayoría que tenía unanimidad en la comisión —proponía crear la Universidad de Santa Fe— y pasar la votación en particular para el día 21 de agosto.
Gravita en los acontecimientos la incorporación del diputado Agote a la estrategia. Abre el debate como miembro informante y enseguida deja en claro un asunto sensible, dice que su pensamiento «encontró una forma concreta en el proyecto del Señor Diputado Jorge Raúl Rodríguez, quien, con una gentileza que agradezco y considerando mis ideas, me ofreció que lo firmara en aquel entonces lo que no acepté porque no era propio que lo hiciera, por razones explicables y además porque quería dejar a un hombre joven e inteligente, cuyo espíritu todos conocemos, la satisfacción de ser él, no universitario, el que proyectara la ley que iba a crear una universidad nacional en la provincia de su nacimiento». En su primera intervención en el recinto pone el acento en lo que significa que el autor del proyecto no sea universitario, y lo dice alguien que con el éxito de su descubrimiento de transfusión sanguínea tiene los méritos suficientes para llamarse doctor. Más adelante, en el mismo discurso, pone énfasis en otra materia sensible:
«¿Necesitamos una universidad más? ¿No tenemos muchas universidades en la república? ¿No está la universidad de Córdoba, tradicional y arraigada en nuestra historia… que ha sido el núcleo del desenvolvimiento intelectual de la república? ¿No tenemos la de Buenos Aires, que ha sufrido como es natural, las consecuencias del medio en que se ha desenvuelto, recogiendo todas las ideas con el liberalismo de que es expresión nuestra noble ciudad? ¿No tenemos a la de La Plata? No, señor Presidente; podemos tener muchas, quizá tengamos muchas universidades, pero por el hecho de estar mal ubicadas, tenemos en realidad pocas. Nuestro mal es haber traído toda la enseñanza universitaria a las orillas del Río de la Plata. Ese es nuestro profundo error. Hemos dejado a las provincias, hemos dejado a la república, en su larga extensión, sin un centro universitario superior, obligando a sus jóvenes a realizar sus estudios aquí».
La arquitectura política desplegada permite oponer a los doctores de Buenos Aires, que ocupan las bancas opositoras, el blasón científico de Agote, mientras el propio Rodríguez asume la tarea de ir construyendo, voto a voto, las mayorías necesarias para que, cuando se trate artículo por artículo, se concreten todos los cambios que permitan plasmar en la ley las ideas originales que inspiraron siempre su conducta: la realización de los pactos preexistentes, el compromiso que debe cumplir con los estudiantes reformistas.
El cierre del debate previo a la votación de la moción de orden es el momento decisivo del plenario porque están en juego las efectivas mayorías conformadas en las bancas.
Dos párrafos seleccionamos en ese discurso que cierra el debate. Son los que creemos, en el intento escrupuloso de evitar la negligencia, que nos advierten acerca de cuáles son las cuestiones que el fundador/legislador ordena que no deben ser profanadas.
«Me parece innecesario hacer resaltar la urgencia de esta gran medida de gobierno que tarda demasiado. En la provincia de Santa Fe se han producido desde hace algunos años una serie de movimientos de opinión que acreditan la urgencia con que la nación debe crear este tipo de universidad, para aprovechar la gran cantidad de profesionales no dedicados a la enseñanza universitaria, que podrían rendir al país inmensos beneficios con el saber acumulado en otras facultades de la república y del extranjero, que se están malogrando para la enseñanza superior, en la esterilidad egoísta del trabajo profesional. (...) En todos los países del mundo esta política se ha iniciado en los últimos años, y en la discusión de 1917 que no quisiera reeditar ahora, ya dije, con amplitud de detalles, qué cantidad de establecimientos de esta clase había en cada uno de los países de Europa y de América que estaban a la cabeza de la civilización contemporánea. Norteamérica tiene más de 700 institutos universitarios, entre los particulares y los de los distintos estados. Inglaterra tiene alrededor de 45 universidades y trata con excelente criterio que todas ellas sean distintas, de que respondan a necesidades peculiares de las regiones que han de servir, para que sus profesionales tengan una aplicación práctica, dentro del territorio del reino. Este es el tipo de las facultades regionales que queremos crear en esta universidad que auspiciamos y que deseamos ver sancionada en breve término» (DS).
Del primero de los párrafos destacamos, en primer lugar, la centralidad de la gestión de la enseñanza como cuestión de gobierno. Al respecto Rodríguez plantea la necesidad de crear este tipo de universidad, «para aprovechar la gran cantidad de profesionales no dedicados a la enseñanza universitaria, que podrían rendir al país inmensos beneficios con el saber acumulado en otras facultades de la república y del extranjero». La última parte, además, deja evidencias profundas del grado de ruptura que existe con los precedentes de la universidad provincial.
En segundo lugar, ponemos de relieve que anticipa un programa general de gestión para convocar y contener a los poseedores de ese saber. Cuando Europa, una década más tarde, comience a segregar, perseguir y exterminar, en el derrotero desesperado del exilio, muchos de sus mejores profesores encontrarán en la Universidad Nacional del Litoral las aulas mejor predispuestas, las que se vienen preparando para recibirlos desde 1919, como quizá ninguna otra universidad en Sudamérica.
En tercer lugar, destacamos de este primer párrafo que, lo que comienza siendo una gestión para captar y contener a quienes tienen un saber acumulado se transforma, con el devenir de los tiempos democráticos, en la ambición de hacer de la gestión de las políticas públicas una enseñanza que tienda a la excelencia. La búsqueda de esa virtud transforma el mandato de creación de conocimiento —misión irrenunciable de la universidad pública reformista— en un mandato de creación de un saber acumulado propio.
En el segundo párrafo se visualiza, con particular elocuencia, los propósitos que tiene en miras el legislador cuando moviliza el caudal del temperamento que atesora. Después de elevar la vara de comparación hasta «la cabeza de la civilización contemporánea», desafía a las universidades por venir a que «sean distintas, y respondan a las necesidades peculiares de las regiones que han de servir». Asoman las huellas de un programa más general, en el cual deben inscribirse las universidades en ese país que ingresa a la mejor década de su historia.
Este segundo párrafo, además, descubre tres ideas que continúan resonando como programas suspendidos o postergados y que llevan el mérito de que nadie podría decir, con autoridad, que no se encuentran aún vigentes, aunque sea como aspiración o como proyecto colectivo de una sociedad que cree reconocer cuáles son las libertades que le faltan.
Primero: existen, en el tiempo que fueron expresadas en el discurso, condiciones para que la comparación con Estados Unidos y los países de Europa responda no sólo a criterios objetivos respecto del progreso y la educación, sino y especialmente subjetivos, como es la posibilidad de elegir con quién compararse o, mejor aún, a quién se desea o intenta superar («qué cantidad de establecimientos de esta clase había en cada uno de los países de Europa y de América»). Segundo: destacan la especialización del perfil de la universidad nacional, distinta por su asentamiento regional, pero que, a su vez, debe comprometerse con la producción de un especial conocimiento que la integre al mundo, junto con el conjunto de los países más avanzados («con excelente criterio que todas ellas sean distintas»). Tercera: que todas estas acciones y propósitos se piensen y ejecuten teniendo en miras el conjunto del país («dentro del territorio del reino»).
En el despacho del rector de la Universidad Nacional del Litoral existe el único cuadro, quizá, del diputado nacional Jorge Raúl Rodríguez, alma máter de la ley 10.861 que crea el instituto universitario nacional.
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