2. Caminos de agua
DARÍO G. BARRIERA
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DARÍO G. BARRIERA
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Este es el nombre que dio John Parry al gran fenómeno que, según su interpretación, ocurrió en el siglo XVI, cuando por primera vez en la historia de la humanidad, gracias al registro de algunos enormes recorridos marítimos, se documentó que el mar era, en definitiva, uno solo, y que un punto podía conectarse por agua sin abandonarla y sin volver sobre el propio curso.2 Era, en buen romance, una certificación de la redondez de la tierra, pero también la espantosa toma de conciencia de que todo en el mundo es insular y que más que tierra rodeada de algo de agua lo que había finalmente era una gran masa de agua salpicada por manchones de tierra.
Sin embargo, muchas de las novedades del siglo XVI se basan en experiencias del siglo anterior que, aunque fueron registradas en Venecia —donde residían los más grandes cartógrafos europeos desde el siglo XIV— no fueron protagonizadas necesariamente por venecianos ni por europeos. Otras eran las fuerzas políticas y culturales que controlaban extensiones mayores y más poderosas. Otras eran las potencias que gobernaban los océanos y que, a comienzos del siglo XV, habían conseguido construir embarcaciones de dimensiones descomunales, dominar las técnicas de la navegación de altura y hasta prever la conservación del agua dulce por meses enteros, verdadero desafío que marcaba las fronteras entre el éxito y el fracaso en una expedición oceánica.
Cuando los chinos se impusieron a sus vecinos mongoles y recuperaron la ciudad de Ta–Tu a mediados del siglo XIV, la gran potencia oriental comenzó a experimentar un contradictorio proceso: por una parte recuperó el control de su territorio interior y de sus complejas fronteras mediterráneas; por la otra, y a pesar de las dificultades que entrañaba la manutención de las tropas y la construcción de grandes estructuras en regiones que distaban mucho de sus zonas más prósperas, definió el traslado de su capital de la costa del océano a la actual ubicación de Pekín. Con la dinastía Ming, entre 1356 y 1421, China conoció su máximo poderío y, al mismo tiempo —sobre todo después del incendio de Ciudad Prohibida en 1423, que fue interpretado como una señal divina— se retiró de la competencia por el mar, hecho para los europeos fortuito, ya que sólo se encontraron con la decisión tomada. Sólo los venecianos —que además disponían de una flota de más de 300 embarcaciones— seguidos por los portugueses y los turcos, estaban en condiciones de navegar distancias más o menos extensas, pero no habrían resuelto problemas de navegación de altura y del dominio del cambio de los vientos hasta finales del siglo XV.
La expansión marítima que encabezaron las coronas de Castilla y Portugal sobre la mar océana no pudo realizarse sin el aporte técnico de los marinos de la península itálica que, a su vez, tuvieron contactos con sus pares chinos antes de 1423.
Cuando en 1513 Balboa atravesó el estrecho que, en Centroamérica, comunica los océanos Atlántico y Pacífico —al que llamó Mar del Sur— los europeos confirmaron que las tierras nuevas no eran las Molucas, ni el Catay ni el Cipango. No estaban navegando entre los archipiélagos de las buscadas Indias Orientales, sino que habían arribado a una enorme masa continental que obstaculizaba el camino para llegar al destino que buscaban. La pesquisa de un paso hacia el océano Pacífico camino de las Indias de las Especias, se convirtió desde entonces en uno de los ejes primordiales de los convenios de navegación orientados hacia el sur profundo, y a ellos se deben algunas de las llegadas al estuario platense.
La búsqueda de un paso hacia el Pacífico bordeando las costas atlánticas de América del Sur comenzó en la década de 1510. El hombre elegido fue Juan Díaz de Solís. Este andaluz amigo de Pinzón —uno de los marineros que acompañó a Colón—, se había ganado también la confianza de Fernando —el Católico—, quien lo había convertido en el sucesor del florentino Américo Vespucci como piloto mayor del Reino de Castilla en 1512. El 24 de noviembre de 1514 firmó una capitulación con la Corona donde, a cambio de 4000 ducados de oro más dos tercios de lo que «el Señor» le pusiera en el camino —uno para sí y el otro para repartir entre los suyos—, se comprometió a «descobrir la espalda de la Castilla del oro» y relevar la cartografía costera del área, la cual debía facilitar la firma de acuerdos más claros con la Corona portuguesa —ya que las tareas de delimitación del reparto de las zonas de conquista entre ésta y la corona española había comenzado en 1494 con el tratado suscrito en Tordesillas.
La expedición de Solís costeó la entrada del Mar Dulce hacia 1516 y poco después de realizar las primeras exploraciones, aquél encontró la muerte a manos de grupos de originarios. No todos los hombres que lo acompañaban pudieron regresar a la Península. Algunos consiguieron integrarse a las comunidades indígenas, aprendieron su lengua y, según las crónicas del viaje de Sebastián Gaboto, once años después tomaron contacto nuevamente con europeos de esta expedición, sobre el río Uruguay, y sirvieron tanto de guía como de lenguaraces.
Juan José Saer, el gran escritor nacido en Serodino, basó una de sus novelas más provocadoras precisamente en la vida de Francisco Fernández —también conocido como Francisco del Puerto—, el hombre que asistió a Gaboto como lenguaraz en la expedición durante la cual erigió el fuerte de Sancti Spiritus. El entenado es la narración ficcional, en primera persona, del grumete de la expedición de Solís que permaneció en el lugar y se integró a la vida entre los nativos después que Francisco de Torres, cuñado de Díaz de Solís, abandonara el Río de la Plata. La primera expedición en adentrarse hasta el río Paraguay fue la del portugués Alejo García, uno de los náufragos de la expedición de Solís. Por referencias de sus acompañantes, se cree que alcanzó las tierras del Alto Perú, atravesando el Mato Grosso y la planicie de los guaycurúes, en un viaje que le habría demandado alrededor de cinco años. En 1520 la Corona volvió a la carga sobre el mismo terreno. El motivo principal de la capitulación con Hernando de Magallanes fue la búsqueda del paso del sur. Esta empresa, que derivó en la primera circunnavegación del planeta concluida por Sebastián Elcano, se originó en una alianza entre la Corona de Castilla, Magallanes —comerciante portugués— y Cristóbal de Haro, un distribuidor de productos orientales que operaba en Amberes, Lisboa y La Coruña. Su paso por el Mar Dulce fue registrado por la crónica de Antonio Pigafetta, el que afirmó que Juan de Solís había sido comido en esas tierras por caníbales.
En 1525, Carlos V capituló con García Jofré de Loaysa y, hacia finales del mismo año, confirmó un acuerdo con Diego García de Moguer, integrante de las huestes expedicionarias de Juan de Solís y de Magallanes, asociado con mercaderes gallegos ligados al tráfico con Amberes. Estos acuerdos, así como los firmados el mismo año con Sebastián Gaboto, tuvieron una finalidad mercantil.
Al llegar a las costas sudamericanas, Gaboto tomó contacto con sobrevivientes de las expediciones de Solís y Loayza en Pernambuco y luego en Santa Catalina: allí le revelaron la existencia de la Sierra del Rey Blanco, rica en metales preciosos, a la que podría llegar remontando el río que los indígenas llamaban Paraná —en guaraní, río que se mezcla con el mar— y algunos de sus afluentes. La leyenda de la tierra de la plata seguía viva. En 1527, Gaboto atracó en el sitio llamado Puerto de San Lázaro y otro sobreviviente del grupo de Solís le confirmó el rumor, aunque le advirtió sobre las dificultades de navegar un río poco profundo en algunos tramos. Sin embargo, el veneciano remontó un brazo del Paraná y, en su confluencia con el río Carcarañá, erigió el fuerte Sancti Spiritus, desde donde luego se lanzó río arriba por el Paraná y el Paraguay. Las informaciones que, años después, proporcionó sobre su viaje en Lisboa y Castilla, fueron fundamentales: en ellas se apoyó la posterior decisión de la Corona de continuar explorando estos territorios.
Con la invasión y saqueo al Cusco por los españoles en 1533, la existencia de las tierras de la plata ganó credibilidad; desde entonces, a la hora de solicitar financiamiento, todos los expedicionarios afirmaban que se podía llegar al corazón minero desde el sur. En 1542, huestes que ingresaron por el Perú dieron con las exuberantes minas de plata del Potosí, lo cual tuvo consecuencias notables en la organización económica, social y política de buena parte del mundo conocido. Los invasores vivían y provenían de un medio donde obtener botines de guerra, saquear poblaciones u obtener premios en tierras, oro y plata, constituía un estímulo. Para muchos de los que se embarcaban hacia la conquista de las tierras nuevas, esas promesas, junto a la posibilidad de un ascenso social, hacían posible asumir los riesgos que tomaban. En sus imaginarios, estos factores eran un acicate poderoso.
Durante el siglo XV, los navegantes y comerciantes europeos habían refinado las artes de la navegación y del intercambio, las maneras de contactarse con poblaciones desconocidas y el modo de enfrentar situaciones que hoy pueden parecer insólitas. Sin embargo, no debe olvidarse que el telón de fondo de esa gran movilidad europea por mar y tierra desde finales del siglo XIV hasta bien entrado el XVI, fue una agudísima crisis feudal, que puso en jaque la subsistencia de grandes poblaciones en casi toda Europa. De este modo, mientras algunos asumían riesgos y costos, otros —como en todas las crisis— obtenían enormes beneficios.
Nombrar es una operación crucial en cualquier proceso de ordenamiento de la extensión. Forma parte del equipamiento del territorio y del proceso de construcción del espacio: es una toma de posesión y una toma de posición. Los nombres de los lugares nos hablan de la relación establecida entre quien nombra y lo nombrado y, también, entre el universo del que nombra y el universo nombrado.
Los nombres nos hablan con claridad de los tópicos más importantes para la cultura de los europeos que llegaron a estas tierras en el siglo XVI.
Los conquistadores fueron designando a los territorios que conquistaban con nombres que evocaban sus propias realidades políticas, religiosas y afectivas. Recrearon en territorios extraños los reinos, regiones y pagos de la Península Ibérica, guardando una jerarquía que repartía nombres teniendo en cuenta proporciones de grandeza. La imposición de Nueva España para el primer virreinato contrasta con las coetáneas designaciones de la gobernación de Nueva Toledo o Nueva Andalucía, creadas en territorios que la Monarquía conocía menos y consideraba menos importantes que el mundo mesoamericano.
A comienzos del siglo XVI, los navegantes que trabajaban al servicio de la Corona de Castilla que exploraban el sur de las costas que los portugueses habían apodado el Brasil, entraron por una garganta de agua que, de acuerdo con informaciones que habían recibido, iba a conducirlos directamente a tierras rebosantes del buscado mineral precioso: la plata.
Río de la Plata fue el tercero de los nombres que se asignó a esa puerta que prometía riquezas pero también bravos cancerberos. La expresión fue elegida porque los primeros navegantes obtuvieron de los indígenas del lugar, informaciones que les aseguraban que, remontándolo, podía llegarse al País de la Plata. Juan de Solís, el primero en nombrarlo, había elegido el nombre de Mar Dulce: estaba claro que para ser río, lo encontraba demasiado ancho y para ser mar, demasiado dulce. Después de su muerte y durante algunos años, en su homenaje fue nombrado por la Corona como río de Solís.
La toponimia, verdadera tecnología de la conquista, permitía a los europeos registrar como propios lugares que les eran extraordinariamente ajenos. Navegando el Mar Dulce aguas arriba, Solís se internó en el río que los guaraníes llamaban Paraná Guazú —el grande— y que él bautizó como Santa María. En España, la Casa de Contratación bautizó al Paraná como Jordán, un nombre bien mesopotámico. Sin embargo, desde la perspectiva de la Monarquía, estas tierras lejanas y de contornos indefinidos, fueron asociadas con el nombre elegido para el río que prometía la satisfacción de la codicia, la solución al crónico déficit de metálico que hacía temblar las arcas de Carlos V. A mediados del siglo XVI, el suelo que pisamos era concebido por los europeos como parte de las regiones del Plata.
Toponimia: Es el conjunto de nombres que tienen los lugares de una región. También se denomina así al estudio del origen y significado de esos nombres.
Los cronistas europeos que describieron el litoral paranaense durante los siglos XVI y XVII, nos cuentan el escenario. Pero, al mismo tiempo, lo que ellos percibieron y cómo lo contaron nos acerca a su propio imaginario, a las cosas que les producían asombro, a las cosas que deseaban y a las cosas que temían. Si percibían algo que no encuadraba con sus sentidos, lo describían como extraordinario.
Según el testimonio de Luis Ramírez, uno de los integrantes de la expedición de Sebastián Gaboto, las islas del Delta y del Paraná eran «tantas que no se pueden contar». Los peces, abundantísimos «y los mejores que hay en el mundo, que creo yo provenir de la bondad del agua que es aventajada a todas las que yo he visto». El Oidor del Perú, el bien castizo Juan de Matienzo, afirmaba que el río Paraná era el más grande del mundo. Su agua, decía, era no sólo la mejor sino la más sana que hubiera probado jamás: aseguraba que era sabrosa y que cuanto más bebía, mejor se sentía. El andaluz Alonso de Santa Cruz, en su Islario, escribió que el Río de la Plata era «uno de los mayores y mejores del mundo». Como ya puede advertirse, ni la nacionalidad de argentinos o brasileños puede ser responsabilizada de estas tempraneras exageraciones.
Lo mismo se decía acerca de la fiereza de los pueblos originarios: Pigafetta, cronista de la expedición de Magallanes, escribió que los charrúas eran caníbales. Varios se refirieron a los querandíes como gente furiosa y acostumbrada a vivir de carne humana. Los pobladores de estas tierras fueron retratados por los primeros cronistas como gente temible, monstruosa y numerosa, parte esencial de ese mundo real–maravilloso donde bellezas y dificultades eran exaltadas con el mismo propósito: la fiereza de los conquistados enaltecía su empresa de conquista y, además, justificaba las masacres que iban realizándose en el camino.
Así como se exageraban las bondades de la tierra, y siempre para exaltar el valor de los narradores europeos, también se exacerbaban fenómenos naturales. Los temporales rioplatenses no tardaron en ganar fama planetaria: en 1556, Francisco de Villalba dijo que eran «tan abominables y malos que parecía que en sus aires hablaban los Demonios».
Un desierto contrastaba con el verde litoraleño. Los llanos que atraviesan el centro del actual territorio de la República Argentina parecían a los europeos del siglo XVI tan anchos y dilatados como secos y despoblados. Lo que poco tiempo después comenzó a denominarse como la Pampa —voz quechua para lo que en español es un desierto— nació como un corredor que, por oposición al litoraleño, representaba una extensión desolada, magra, agreste, pobre de solemnidad.
En el siglo XVII un viajero afirmó: «esas planicies tan dilatadas forman un horizonte parejo y circular, de suerte que uno pierde el rumbo y es necesario recurrir a la brújula para no extraviarse por los caminos». Como se ve, antes de exportar la imagen que hoy creemos clásica de la pampa gringa productora de riquezas y granero del mundo, durante siglos, la fama de las tierras y de la naturaleza manifestaban sobre todo una vivencia de los límites —técnicos y simbólicos— que los europeos experimentaron en clave de miedo y asombro. Juan José Saer retrató esa sensación como la de un vértigo horizontal.
La combinación entre la tierra y los mamíferos introducidos por los europeos dio lugar a imágenes durables: a comienzos de los años 1600, un cronista dijo que la mimetización entre la forestación abigarrada del litoral y el ganado europeo era un espectáculo maravilloso. Las llanuras se habían cubierto de tal cantidad de yeguas y caballos cimarrones que, cuando pasaban a la distancia, semejaban montes en movimiento.
Es que el suelo y el paisaje no permanecieron insensibles a la llegada de nuevas comunidades que provenían de Europa. La invasión europea no fue solamente humana: el equipaje de los hombres y las mujeres que llegaron a América también estaba compuesto por especies animales, especies vegetales y microorganismos cuya presencia, a veces para bien, otras para mal, alteró los intercambios biológicos locales existentes. La introducción de bovinos y equinos modificó la cubierta vegetal, que comenzaba a convivir con animales que desconocía. Las nuevas aves desplazaron a las nativas de sus hábitats originales. Además de comunidades extrañas, los europeos introdujeron herramientas culturales: al implantar la agricultura como una actividad productiva sistemática, modificaron la forma de explotar el suelo y eso modificó la relación entre la tierra, el agua y los animales. Los árboles de la región fueron convertidos en fuente de leña y de madera que los carpinteros cristianos convirtieron en retablos, sillas, mesas, puertas, ventanas y bancos para iglesias. A falta de piedra para las construcciones urbanas, la madera, junto con el adobe, se constituyó en la materia prima para la construcción de viviendas.
La invasión europea no fue solamente humana: el «equipaje» de los hombres y las mujeres que llegaron a América también estaba compuesto por especies animales, especies vegetales y microorganismos cuya presencia, a veces para bien, otras para mal, alteró los intercambios biológicos locales existentes.
Después de las bulas alejandrinas y de la firma del tratado de Tordesillas con Portugal, la monarquía de los Reyes Católicos abordó la incorporación de nuevos territorios utilizando sobre todo un modelo de contrato con particulares: la capitulación. Por este motivo, en cuanto se recopiló la información suficiente para delinear demarcaciones territoriales sobre las concesiones que se otorgaban, la secuencia de contrataciones entre la Corona y algunos conquistadores se expresaron con alguna precisión territorial. Bajo el reinado de Carlos I —quien era además V del Sacro Imperio Romano Germánico y por eso nos referimos a él como Carlos V—, se otorgaron gobernaciones que, hacia 1534, diseñaban este mapa.
El mapa denota una concepción de las jurisdicciones que no toma en cuenta las realidades del territorio. Esta organización del terreno, que podríamos denominar horizontal y, a ciencia cierta, abstracta —porque se basaba en los grados de latitud—, despreciaba el modo en que efectivamente se estaba llevando adelante la conquista militar del continente. Los europeos se desplazaron espacialmente de norte a sur y de sureste a norte y noroeste, siempre utilizando caminos consolidados por los habitantes originarios.
Ubicada al oeste de la línea de Tordesillas, en 1534 la franja de tierra que incluía la región rioplatense fue asignada por capitulación al gobierno de Pedro de Mendoza, quien llegó al territorio con los poderes de un adelantado, esto es, con todos los privilegios de un fundador–gobernador y todas las obligaciones de alguien que ha pactado con el rey. Mendoza asentó un fuerte en la boca del Río de la Plata en 1536 —la primera Buenos Aires, aparentemente en las inmediaciones de donde hoy se ubica el Parque Lezama— manteniendo al comienzo, según el cronista Ulrico Schmidl, una relación de amistoso intercambio con los querandíes. O, en realidad, de no agresión hasta tanto no fueron abastecidos por los nativos. Así lo cuenta el propio cronista:
«...los susodichos Querandíes nos han traído diariamente al real durante catorce días su escasez en pescado y carne y sólo fallaron un día en que no nos trajeron qué comer. Entonces nuestro general don Pedro Mendoza envió en seguida un alcalde de nombre Juan Pavón y con él dos peones; pues estos susodichos indios estaban a cuatro leguas de nuestro real. Cuando él llegó donde aquéllos estaban, se condujo de un modo tal con los indios que fueron bien apaleados el alcalde y los dos peones; y [después] dejaron volver los cristianos a nuestro real. [...] «...el capitán general don Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta caballos bien pertrechados; yo en esto he estado presente. Entonces nuestro capitán general don Pedro Mendoza dispuso y mandó a su hermano don Diego Mendoza, que él junto con nosotros diera muerte y cautivara o apresara a los sobredichos Querandíes y ocupara su lugar. Cuando nosotros llegamos a su lugar, sumaban los indios unos cuatro mil hombres, pues habían convocado a sus amigos. «Y cuando nosotros quisimos atacarlos ellos se defendieron de tal manera que ese día tuvimos que hacer bastante con ellos; (también) habían dado muerte a nuestro capitán don Diego Mendoza y junto con él a seis hidalgos de a caballo; también mataron a tiros alrededor de veinte infantes nuestros y por el lado de los indios habían sucumbido alrededor de 1000 hombres; más bien más que menos; y [se han] defendido muy valientemente contra nosotros, como bien lo hemos experimentado». (Ulrico Schmidl, Derrotero y viaje al Río de la Plata y Paraguay, edición al cuidado de Roberto Quevedo, Biblioteca Paraguaya, Napa, Asunción, 1983.)
El relato del cronista deja muy claras algunas cosas. En primer lugar, la reacción inicial de los nativos no fue atacarlos. Por el contrario, reconoce que les acercaban comida. En segundo lugar, los europeos fueron a buscar a los nativos, a los cuales llama curandíes o querandíes, y reconoce que fueron apaleados a causa del comportamiento que tuvieron con ellos. El enfrentamiento fue promovido y buscado por los europeos que, desde luego, no encontraron a los nativos desprevenidos: habían buscado aliados y los esperaban armados para una batalla, lo cual permite advertir capacidad de previsión, movilización de naciones amigas y otros atributos del saber hacer política que evidentemente estaban presente en las organizaciones locales.
La expedición de Mendoza no pudo sobrevivir a la ruptura de la alianza con los pueblos locales. La secuencia de semanas que atraviesa esta hueste y su conductor enfermo ha sido difundida a través de la literatura y del cine del siglo XX, ya que la crónica de Ulrico Schmidl fue utilizada como base para un formidable relato de Manuel Mujica Láinez —El hambre, incluido en De la misteriosa Buenos Aires— que Alberto Fischerman convirtió en un cortometraje en 1980.
Aunque Buenos Aires no se despobló del todo en ese momento —la experiencia del fuerte duró algo más de 800 días—, un desprendimiento de esa hueste remontó el río Paraná para buscar las siempre magnéticas sierras de la plata. Esta nueva expedición, compuesta de unos 170 hombres que navegaban en una carabela y dos bergantines, alcanzó el río Paraguay, donde asentó el fuerte de la Candelaria. Durante el recorrido, los europeos, comandados en ese tramo por Juan de Ayolas, pudieron reconocer el clima, intercambiar con pueblos que reaccionaron frente a su presencia de diversas maneras —muchos ya habían tenido contactos con estos extraños navegantes la década anterior— y volvieron a tejer alianzas con algunas naciones nativas, especialmente con los guaraníes.
Ayolas, con parte de una tripulación que también integraban algunos chanáes, siguió hacia el oeste en busca de las sierras de plata, pero nunca regresó. Otra parte de la misma había quedado con Martínez de Irala, designado lugarteniente de Ayolas, y otra, al mando de Juan de Salazar y Espinosa, fundó en 1537 el puerto de Asunción. Martínez de Irala fue nombrado gobernador y, en 1541, el fuerte se convirtió en la primera ciudad de la monarquía hispánica en el Río de la Plata. Los soldados, por lo tanto, fueron los primeros vecinos de la ciudad que, bajo la presidencia del gobernador, conformaron a su vez el primer cuerpo político europeo en la cuenca rioplatense: el cabildo de Asunción, centro de la Gobernación del Paraguay y Río de la Plata. Durante ese año, los últimos pobladores del fuerte de Buenos Aires, imposibilitados de regresar a España, abandonaron la costa platense y remontaron hasta Asunción para continuar.
En 1542, año de la creación del virreinato del Perú, llegó a Asunción el adelantado que el rey había contratado para reemplazar a Pedro de Mendoza: Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Cabeza intentaba restañar heridas con los pueblos nativos y asegurar alianzas para avanzar sobre la colonización de la región que le habían asignado como gobernador. Sus planes no duraron mucho —Martínez de Irala se hizo de la gobernación en 1544 después de un levantamiento— y la ilusión de descubrir las sierras de la plata tampoco, puesto que la expedición encabezada por Ñuflo de Chaves había registrado que otros europeos se habían adelantado.
Los soldados fueron los primeros «vecinos» de la ciudad que, bajo la presidencia del gobernador, conformaron a su vez el primer «cuerpo político europeo» en la cuenca rioplatense: el cabildo de Asunción, centro de la Gobernación del Paraguay y Río de la Plata.
Chaves fue uno de quienes más y mejor conoció la zona de tránsito entre Paraguay y el Perú. De hecho, fue el fundador de Santa Cruz de la Sierra en 1561 y en 1563 obtuvo de la Real Audiencia de Charcas la consolidación de su jurisdicción como «la gobernación de Tucumán y Juríes y Diaguitas en la provincia de los Moxos y Chunchos», con jurisdicción hasta la ciudad del Cuzco.
Pero en nuestro litoral, en las tierras que hoy componen el territorio de las provincias de Formosa, Chaco, Santa Fe y las de la mesopotamia, no había entre Asunción y Buenos Aires, que estaba siendo despoblada, un punto intermedio. Hasta la fundación de Santa Fe en 1573, Asunción fue la única ciudad en el este de la Sudamérica hispana: esta realidad contrastaba con la del área surandina, donde muchas de las ciudades fundadas por los europeos desde la década de 1540 tuvieron estabilidad y sirvieron de punto de partida para establecerse sobre otros territorios. Desde allí se emprendió la conquista del área tucumana y de las tierras del Chilí, que en 1570 estaban ya profusamente pobladas por los europeos. Aunque comprendidas en la jurisdicción asignada a Pedro de Mendoza, estas tierras fueron conquistadas y equipadas políticamente por hombres que, como Valdivia o Diego de Rojas, provenían de la vertiente peruana de la conquista.
Relata Ulrico Schmidl: «Ya no quedaban ni ratas, ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros todos. Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos; mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en horca y los ajusticiaron a los tres. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Buenos Aires».
Las gobernaciones creadas en 1534, se dijo, no funcionaban en el terreno como la Corona había imaginado. Después de algunos años de conquista militar sobre el nuevo continente y sus pobladores, habían surgido demasiados conflictos entre los propios conquistadores y además se habían cometido un sinnúmero de abusos contra los nativos que la Corona —alertada sobre todo por informaciones de los franciscanos y del clero regular— quiso morigerar. Ese es uno de los sentidos de las leyes nuevas de 1542, que buscaban recortar las libertades de los conquistadores que explotaban la fuerza de trabajo indígena a través de repartimientos y encomiendas, pero que también buscaron reorganizar políticamente estos nuevos territorios, elevándolos a la categoría de virreinatos. El 20 de noviembre de 1542, Carlos V creó el virreinato del Perú y mandó erigir la Real Audiencia de Lima. En septiembre de 1559, se recortó de su jurisdicción la Real Audiencia de Charcas. Una audiencia era una institución colegiada —compuesta de varios miembros, sus oidores, porque escuchaban a quien iba a pedir justicia— que funcionaba como máximo tribunal de justicia para un área, pero que, en el gobierno en caso de ausencia o incapacidad del virrey, también lo reemplazaba. Era real porque tenía el sello del rey y sus dictámenes o provisiones tenían así el mismo valor que si los firmaba la real persona.
Después de algunos años de conquista militar sobre el nuevo continente y sus pobladores, habían surgido demasiados conflictos entre los propios conquistadores y además se habían cometido un sinnúmero de abusos contra los nativos que la Corona quiso morigerar.
Aunque comprendida en el virreinato peruano, la ciudad de Asunción parecía mirar hacia otro lado. Su ubicación no era la óptima para mantener la comunicación con la Península ni con el Perú. Por eso mismo, desde el momento de su fundación se tuvo presente volver sobre lo andado y asentar un puerto poblado más cercano al Atlántico, donde había estado Buenos Aires, o al menos, cerca. Los ríos Pilcomayo y Bermejo no fueron navegables en todos sus tramos ni durante todo el año para los europeos: aunque muchas veces consiguieron comunicar a través de esa vía Asunción con el Alto Perú, el camino por el cual fluyó la conexión entre la cuenca platense y la región altoperuana fue finalmente terrestre y por este motivo la fundación de la ciudad de Santa Fe jugó un rol clave.
Hasta 1573, año de la fundación de la ciudad de Santa Fe, los alcances jurisdiccionales de las gobernaciones y virreinatos habían sido modificados en varias ocasiones y, algunas veces, las concesiones otorgadas por el rey se superponían con otras realizadas por agentes de la monarquía establecidos en América.
El virreinato del Perú, creado en 1542, con su capital en Lima, comprendía las gobernaciones de la Nueva Castilla, de la Nueva Toledo, la provincia del Estrecho, la provincia de Chile de la Nueva Extremadura y la Gobernación del Paraguay–Río de la Plata, creada en las instrucciones de la capitulación de 1534 entre la Corona y Pedro de Mendoza, a quien había sido concedida.
Entre 1540 y 1580, varios virreyes planearon poblar el sur de Charcas para conectar ambos océanos bajo su mando de manera efectiva. Desde 1569, el virrey Francisco de Toledo encaró con determinación la colonización del sureste sudamericano: durante la década de 1570 envió varias expediciones: la de Zorita, la de Gerónimo Luis de Cabrera —fundador de Córdoba—, las de Gonzalo de Abreu, Pedro de Zárate, Pedro de Arana y Hernando de Lerma —fundador de Salta—. Según el criterio de estos hombres, encadenar una serie de asentamientos estables era la solución para afirmar la circulación de personas y mercancías, resistida por los grupos indígenas.
Sin embargo, en ese espacio se habían fundado las ciudades de Santa Fe, Buenos Aires, Concepción del Bermejo y San Juan de Vera de las Siete Corrientes, establecidas en 1573, 1580, 1585 y 1588 respectivamente. Sus pobladores eran súbditos del mismo rey y, a pesar de que estaban comprendidos por el virreinato del Perú, se consideraban vecinos y soldados de tierras paraguayas. Los actores de la época tenían una percepción muy clara sobre que la franja litoral no era el Perú. Salvo Concepción del Bermejo, que debió ser abandonada, las otras se consolidaron durante la primera mitad del siglo siguiente, siempre a la sombra de las paradigmáticas riquezas del Perú.
El avance de la jurisdicción del virreinato peruano sobre el litoral, algo que parece fantasioso e imposible, fue sin embargo planificado. Francisco de Toledo, virrey del Perú entre 1569 y 1581, encargó en 1572 a Gerónimo Luis de Cabrera fundar una ciudad en un valle situado unas 150 leguas al sur de Potosí, donde hoy se asienta la ciudad de Salta. Sin embargo, Cabrera desobedeció y extendió su corrido muchas semanas hacia el sur. Esa desobediencia ejecutaba en el territorio lo que Toledo había planificado: Gerónimo Luis de Cabrera fundó la ciudad de Córdoba en 1573 y luego alcanzó las costas del río Paraná cerca de la actual ciudad de Coronda, donde contactó con el vizcaíno Juan de Garay, punta de lanza de una expedición que había sido preparada desde Asunción, con el mismo propósito: ocupar el litoral y plantar puntos de paso, postas, tanto para llegar al Río de la Plata como para abrir puertas a la tierra —es decir, remontar el mismo camino que Cabrera acababa de descender desde el Perú.
Fue la materialización del encuentro de dos proyectos que se planteaban ocupar el mismo territorio: uno encabezado por el virrey Toledo, motorizado desde el Alto Perú, y otro por las familias que gobernaban el Paraguay: los Ortíz de Zárate, dueños del título de adelantado del Paraguay, de los cuales Juan de Garay era su principal enlace en el territorio. Antes del encuentro con Garay, Cabrera había tomado posesión del Puerto de San Luis, el antiguo puerto de Gaboto, de las tierras de los timbúes, y según Rui Díaz de Guzmán, había establecido que hasta allí llegaba la jurisdicción de la ciudad de Córdoba para siempre jamás. Sin embargo, Garay y Cabrera llegaron a un acuerdo y años más tarde sus descendientes se unieron en matrimonio, anudando lazos —no exentos de conflictos— entre ambas familias primero y entre ambas ciudades después.
El avance territorial de la conquista hispánica se apoyó en victorias militares y alianzas estratégicas, pero sobre todo en el carácter miliciano de sus protagonistas de carne y hueso. Esto quiere decir que la mayoría de esos hombres que encarnaron la lucha armada en el terreno no eran militares a sueldo, sino hombres armados que, como soldados, vivían de recompensas, materiales y simbólicas. Esto es fundamental porque explica el proceso: en la conquista del Perú, un gran número de hombres acumuló prerrogativas que debían ser atendidas por la Corona asignándole honores, tierras y mano de obra indígena. En suelo americano, los capitanes nuevos presionaban sobre los grupos de jefes más antiguos e incluso sobre la misma Corona: pero ni los primeros ni la segunda estaban dispuestos a premiarlos liberalmente. Tanto en el Perú como en Asunción, de acuerdo con el Consejo de Indias y con el mismo rey Felipe II, los conquistadores más antiguos encontraron una solución útil: premiar castigando. Las tierras al sureste del Perú se convirtieron en un botín a repartir entre los jóvenes capitanes ávidos de reconocimiento y ascenso social. Los que sobraban en territorios donde había demasiados perros y pocos huesos, eran expulsados hacia otros donde, se les aseguraba, serían reconocidos como vecinos, ascendidos en su rango militar y, en definitiva, donde se les abrían expectativas que tanto en Asunción como en el Alto Perú, parecían oscuras para los que ocupaban los escalones más bajos de la soldadesca.
Este fenómeno influyó decisivamente en la velocidad y eficacia con que fueron ocupadas, pobladas y sometidas a la jurisdicción monárquica las extensiones emplazadas entre los altos valles calchaquíes y las costas rioplatenses. Por este motivo se encontraron Cabrera y Garay en Coronda: en el litoral paranaense coincidieron la expansión de los españoles peruanos y la descarga de jóvenes capitanes del Paraguay, todos con el común propósito de asentar un puerto estable en la salida atlántica.
Este proceso se conoce como la descarga de la tierra. Como se dijo, fue encarnado por quienes no lograban cubrir sus expectativas en los núcleos centrales de la conquista como Perú o el Paraguay. Algo similar sucedió en México cuando se encaró la conquista del norte minero. Los recursos, materiales o simbólicos, no eran infinitos y su distribución obedecía a lógicas asimétricas que producían posiciones convenientes y situaciones marginales. Los grupos dominantes de Asunción hicieron coincidir su búsqueda de la salida al Atlántico con la expulsión de hombres nacidos en la tierra —mestizos, de padres españoles y madres indígenas— que habían protagonizado revueltas contra el orden en 1571 y 1572.
Durante 1572 se realizó en Asunción una inscripción de voluntarios para embarcarse a la fundación de un pueblo, sobre el río, camino del Río de la Plata. Esta expedición, al mando de Juan de Garay, remató en la fundación de Santa Fe. Aunque para ellos no era una certeza, estaba entre sus expectativas: los expulsados de Asunción se embarcaron con armas y un sueño. Salir de pobres. Convertirse en vecinos. Tanto en América como en Europa, la movilidad social muchas veces estuvo ligada a la movilidad geográfica. Así como habían atravesado el océano para valer más en las Indias, a veces también tenían que desplazarse dentro de las Indias. La hueste conformada en 1572 había sacado del centro hacia la periferia a un buen grupo de mancebos desordenados que podían ser útiles como pobladores de una ciudad nueva. Los soldados insatisfechos eran un problema grave y en Asunción eso estaba muy claro.
Aparte de las armas de fuego, de la cruz y de la escritura, la implantación de la ciudad europea fue probablemente uno de los artefactos que más perturbó el espacio litoraleño. Esta organización del terreno de reminiscencias romanas, además de tener funciones militares, ordenaba las jerarquías sociales, provocaba nuevas actividades productivas y formas del mundo extrañas para los pobladores del litoral.
El 15 de noviembre de 1573, meses después de la llegada de la hueste al lugar, se produce el acto fundacional de la ciudad de Santa Fe, en tierra de calchines y mocoretás, y forma parte del desarrollo de un proceso complejo del conjunto imperial: resolvía tensiones dentro del virreinato y avanzaba sobre un terreno que a la Corona le interesaba mucho controlar.
Santa Fe había sido el nombre del sitio montado por orden de Isabel y Fernando en las almenas de Granada para concretar la rendición del reino musulmán el 25 de noviembre de 1491. Otras ciudades fundadas por españoles en suelo americano (en los actuales territorios de Colombia, México y Estados Unidos) llevan también ese nombre.
Para la gobernación que la contenía, el primer nombre elegido fue el de Nueva Andalucía. Observando el esquema de la Real Ordenanza de 1534, el sitio donde fue fundado Santa Fe quedaba comprendido en una franja de 200 leguas, con salida a ambos océanos. Sin embargo, Garay fundó la ciudad como Santa Fe de la Nueva Vizcaya. Rendía homenaje a sus orígenes vizcaínos. Lo había aceptado y autorizado el adelantado Juan Ortíz de Zárate, su paisano, pariente y protector. Santa Fe fue el primero de los tres nombres que utilizó Juan de Garay para cada una las tres poblaciones que hizo: Santa Fe en 1573, San Salvador en 1577 y la ciudad de La Trinidad de Santa María del Buen Ayre en 1580. A falta de murallas de piedra que contuvieran los ataques externos, el fundador confiaba a la Cruz y al nombre, la función de murallas espirituales con que estas ciudades debían protegerse.
La actual toponimia santafesina presenta algunas curiosidades. Treinta y una localidades, todas ellas creadas después de la proclamación de Santa Fe como provincia, llevan nombres de santos o de santas y son pocos los topónimos que hacen referencia al proceso de conquista —Puerto Gaboto, Juan de Garay— y unos cuantos identifican apellidos de familias influyentes del siglo XVIII vinculadas a las tierras entregadas en calidad de terrenos para la fundación de un pueblo o para el paso del ferrocarril en el siglo XIX: Monje, Maciel, Aldao, Andino, Larrechea, entre muchos otros. Muchos más surgen del proceso de colonización agrícola del siglo XIX ligado con la inmigración aluvional —desde Aarón Castellanos hasta Firmat o Nuevo Torino y Colonia Cavour—. Otros, más curiosos, hacen referencia a situaciones reales, como Frontera, o deseadas, como Progreso. Por último, los nombres que llevan localidades actuales como Timbúes, Coronda, Calchaquí, Carcarañá, Toba, Aguará o Capivara, son voces indígenas que, con cierta distorsión impuesta por la lengua de los europeos, consiguieron persistir cientos de años y nos permiten imaginar los sonidos con los cuales eran dichos por sus más antiguos pobladores los sitios y los seres vivos de estos suelos.
Si muchos nombres de lugares provienen de la lengua guaraní, esto se debe tanto a la presencia guaranítica en estas tierras como al papel que ese pueblo jugó en su relación con los invasores: por su conocimiento del área y de los pobladores, proporcionaron información y hasta fueron intérpretes para entablar conversaciones entre los europeos y distintos pueblos originarios.
Al fundar la ciudad y luego de plantar el rollo de la justicia en la plaza central, Juan de Garay distribuyó entre los hombres de su hueste bienes materiales y simbólicos. Entre los primeros, solares (tierras en la ciudad para construir su casa), tierras para chacras (en las afueras, para cultivar), semillas y animales. Entre los segundos, el más importante e indispensable fue la condición de vecindad, que les asignaba el derecho de participar políticamente en la ciudad y también las obligaciones de poblar casa en ella —casarse— y defenderla. La ciudad era imposible sin vecinos y la vecindad era imposible sin ciudad: avecindar al soldado era la condición y la consecuencia de la constitución del cuerpo político.
Garay señaló también las tierras que serían de la ciudad y los lotes que debían de servir de complemento productivo a los solares y viviendas. Estos suelos fueron destinados para el cultivo de los viñedos. Los terrenos para chacras y labrantíos, también repartidos entre los vecinos, se ubicaron en la adyacencia más inmediata a los anteriores y fueron llamados tierras de panllevar. Allí se cultivó trigo y más tarde maíz, frijoles, frutales y algodón. Esas tierras también fueron usadas para la cría de ganado menor, destinado al consumo de la ciudad. Las tierras de cultivo más accesibles eran escasas y necesitaban de bastante mano de obra, por lo que las primeras reducciones indígenas —los pequeños pueblos donde fueron obligados a vivir los habitantes nativos— fueron ubicadas entre las chacras, donde se cultivaba, y las estancias, donde pastaba el ganado.
Por la calidad de los pastos y de sus aguadas, las mejores tierras para el ganado se ubicaban entre los cauces del río Quiloazas y los arroyos Salado Dulce y Saladillo. Las mejores, no obstante, resultaron ser las de la otra banda, actual provincia de Entre Ríos. Allí repartió para sí y para los conquistadores que consideraba de su grupo más cercano, extensas franjas de cinco o diez leguas de frente al río con fondo hacia el río Uruguay, que resultaron ideales para el ganado bovino. Garay reservó para sí y para sus herederos las que estaban justo enfrente de la ciudad y distribuyó entre quienes consideraba sus hombres más próximos los lotes ubicados al norte de los suyos. La isla más cercana al trazado urbano fue destinada a la guarda de los caballos y se la conoció desde entonces con ese nombre: isla de los caballos.
A comienzos del siglo XVII, los ataques indígenas y sobre todo la epidemia, probablemente de viruela, que asoló a todo el litoral, hizo menguar drásticamente la población humana de estas tierras, favoreciendo la reproducción y la creación de grandes rebaños de cimarrones, objeto de las recogidas y vaquerías. Antes de 1630 ya se habían reproducido notablemente.
La cercanía de provisiones y de tierra para ganados era fundamental en el montaje jurídico de una ciudad. En las disposiciones legales que la Corona había hecho al respecto de la elección de un sitio, la existencia de recursos que estuvieran a mano era un requisito esencial para justificarlo. La ciudad se erigía como centro político, de mercadeo, de primitivos pero indispensables servicios y, por supuesto, de las creencias más profundas. Era el dispositivo más potente para organizar el territorio y convertirlo en un espacio con marcas europeas y cristianas.
Con el cabildo, los europeos habían plantado las bases del equipamiento político del territorio, que se complementó con la ejecución física de la traza urbana y con el establecimiento de su jurisdicción. Garay ordenó a los flamantes alcaldes y regidores que fueran con él al medio de la plaza y le ayudaran a «alzar y enarbolar un palo para Rollo, para allí en nombre de su Magestad y del Señor Gobernador Juan Ortiz de Zárate se pueda ejecutar la justicia en los delincuentes conforme á las Leyes y Ordenanzas Reales».
Instalar el rollo de la justicia, también denominado picota, en el centro de la plaza era la ceremonia que hacía de la ciudad una verdadera sede de la monarquía. La plaza era el centro de la ciudad y el centro de la plaza, el centro del centro, el sitio culminante de la representación del imperio de la justicia del rey. Cabildo, iglesia y rollo eran los vértices de un triángulo físico que cargaba al lugar con el peso del cuerpo político del cual formaba parte. En el acta fundacional Garay señaló la jurisdicción para la ciudad de Santa Fe.
«Otrosí nombro y señalo por Jurisdicción de esta ciudad por la parte del camino del Paraguay hasta el Cabo de los Anegadizos y [ríos] chicos y por el río abajo camino de Buenos Aires veinticinco leguas más avajo de Santi Spiritus, y así a la parte de El Tucumán cincuenta leguas a la tierra adentro desde las Barrancas de este Río y de la otra parte del Paraná otras cincuenta...»
Si quisiéramos trazar una delimitación basada en estos datos, obtendríamos un enorme rectángulo que recorta porciones de los actuales territorios provinciales de Santa Fe, Entre Ríos, Santiago del Estero, Córdoba y Buenos Aires. Pronto se vería que aquellas extensiones descomunales eran en realidad imposibles de controlar. La ciudad debía disponer de jueces —alcaldes de hermandad— que administraran justicia en los descampados de manera oral, sin costo, sumariamente. Esta justicia exigía la presencia del juez, por lo cual los radios de la jurisdicción debieron ajustarse a distancias que podían ser cubiertas en un día. En Europa, un radio de más de 10 leguas era considerado excesivo. En el Río de la Plata, y otros lugares de América, la idea de que podían disponer de enormes extensiones que consideraban inhabitadas o sobre las cuales pretendían proyectar su posesión, la adopción de veinticinco leguas no fue infrecuente. Por otra parte, las distancias eran casi siempre recorridas, vividas y pensadas cabalgando y no a pie.
Un viaje a caballo entre Buenos Aires y Santa Fe se cubría en una semana. Tomando en cuenta esa marca, el tiempo en que se cubrían veinticinco leguas de llanura era, a caballo, de dos días de ida. Ya era un exceso. Las leguas se pensaban en tiempo: el recorrido de una hora de marcha a pie; cinco leguas suponía una marcha de ida y vuelta que podía realizarse en un día. Así, las dimensiones de la jurisdicción entre la concepción peninsular y la rioplatense ya no difieren tanto si las pensamos en tiempos de a pie y tiempos de a caballo.
Pero designar una jurisdicción amplia implicaba sobre todo arrogarse la inclusión de poblaciones indígenas que potencialmente podrían ser reducidas y sujetas como tributarias de la ciudad. Por lo tanto, la jurisdicción fijada por el fundador podía también reflejar esas expectativas. Como se ha mencionado ya, la extensión asignada hacia el Tucumán se superponía completamente con la que Cabrera había designado para Córdoba hacia el este y fue objeto de largas negociaciones.
Los contornos de la ciudad estaban señalados con mojones. Esta manera de marcar los contornos de la ciudad también tenía su expresión en el cobro de algunos derechos. Una tasa que se cobraba a la entrada al vino, por ejemplo, se llamó derecho de mojón y la delimitación de cualquier propiedad, todavía hoy, se denomina amojonamiento.
La primera cuadrícula de la ciudad tenía unas diez manzanas de norte a sur y seis de este a oeste. El reparto de los solares reproducía el patrón urbano y marcaba las diferencias de jerarquía social entre sus titulares. La centralidad de la plaza, médula de la organización del conjunto, no era tanto geométrica como simbólica: alrededor suyo se erigían las sedes del poder temporal y espiritual de la monarquía católica y era el sitio donde se celebraban las fiestas y se ejecutaban algunas penas de justicia.
La centralidad de la plaza no era tanto geométrica como simbólica: alrededor suyo se erigían las sedes del poder temporal y espiritual de la monarquía católica y era el sitio donde se celebraban las fiestas y se ejecutaban algunas penas de justicia.
La iglesia matriz ocupaba dos solares, mientras que, en la misma manzana, el solar con frente a la plaza fue destinado en principio al Cabildo que en 1590 se trasladó enfrente al que había pertenecido a Francisco de Sierra —teniente de gobernador hacia 1577— y más tarde, en 1644, lo compró la Compañía de Jesús. La manzana entre la plaza y el río, hoy bajo el agua, fue repartida en dos solares dobles: daban a la plaza las puertas de las casas del fundador, Juan de Garay y las del adelantado Juan Ortíz de Zárate. A la muerte de Garay en 1583, su casa fue heredada por Gerónima de Contreras, su hija, mientras que la casa del adelantado pasó al licenciado Torres de Vera y, más tarde, a la Compañía de Jesús. Los principales vecinos fundadores recibieron sus solares en este segmento reservado a las instituciones del poder político y a los fundadores más próximos a Garay, quien premiaba su lealtad con una ubicación céntrica, que confería prestigio social. Fuera de estas nueve manzanas centrales, no muy lejos, se emplazaron la iglesia y convento de San Francisco.
Un solar fue asignado a la iglesia destinada a la doctrina de naturales —la parroquia de San Roque—. Más lejos de la plaza, otro solar para Santo Domingo y otro más para la iglesia y convento de San Francisco. Hasta que la ciudad fue trasladada en la década de 1650, ningún descendiente directo del fundador tuvo su casa solariega a más de doscientos metros de la plaza central.
El primer objetivo de fundar una ciudad estaba vinculado con el asentamiento permanente y militarizado de los invasores. Por eso en general fueron precedidas por fuertes y, también por eso, la forma del trazado urbano tenía su función. Alrededor de una plaza —que en algunos casos, por su tamaño, fue plaza de armas— encuadrada por calles amplias que permitían la entrada y salida de las tropas, se emplazaban los edificios constitutivos del centro político y ceremonial. A partir de allí se trazaban las calles secundarias cuya disposición rectilínea favorecía la vigilancia de los puntos extremos a gran distancia. En América predominó la ciudad–fuerte, hecha de terraplenes o parapetos de barro y madera pero algunas pocas ciudades, a orillas del mar, donde la defensa contra los ataques piratas lo exigía, fueron amuralladas. Veracruz o Cartagena de Indias son un ejemplo.
Pero lo que transforma una urbe en una ciudad es su organización sociopolítica. La ciudad es la formalización de relaciones de poder político y de capitales culturales. Los reyes católicos lo habían recalcado en las capitulaciones celebradas con Colón: donde llegase, debía fundar ciudades y hacer cabildos, para garantizar la estabilidad de la marca. El gobierno de la ciudad, apenas constituido, repartía recursos entre la hueste que había asistido a la fundación. Fundar una ciudad estaba íntimamente ligado a la voluntad de ocupar un territorio de manera duradera.
a madrugada del 31 de mayo de 1580 un motín agitó la fría noche santafesina. Unos treinta hombres, entre los cuales se contaban algunos vecinos notables, se habían complotado para desplazar a las autoridades de la ciudad que respondían a Juan de Garay y al gobierno de Asunción. Pretendían imponer como alcaldes y regidores del Cabildo a gente de su partido y colocar la ciudad bajo la jurisdicción del Tucumán, gobernada entonces por Gonzalo de Abreu y Figueroa desde la ciudad de Santiago del Estero, su cabecera. La rebelión duró menos de dos días y fue reprimida por una comisión comandada e integrada por varios de los que figuraban en la lista de rebeldes.
Casi nunca existe una única causa, pero sí situaciones que constelan. Los mancebos que se rebelaron en Santa Fe no eran extremadamente pobres, pero tampoco eran ricos; no tenían las mejores propiedades, ni eran desposeídos absolutos. Atravesaron su mejor momento hacia 1577, cuando la ciudad fuera visitada por el gobernador Diego Ortiz de Zárate y Mendieta, que se había apoyado en ellos para jaquear el gobierno de Garay y los suyos. De su lado, el fundador de Santa Fe tramaba el casamiento de la mediohermana de Diego, la hija mestiza de Juan de Zárate e Isabel Yupanqui, con Alonso Torre de Vera y Aragón, quien gracias a ese casamiento, se convirtió en el cuarto adelantado del Río de la Plata.
Garay sacó del camino a Mendieta, derrocando su gobierno en Santa Fe. Los mancebos, aunque no sufrieron represalias, quedaron del otro lado de la línea. Continuaron ocupando algunas sillas de regidores en el cabildo pero sin lograr que uno de los suyos fuera nombrado alcalde, que era el puesto más importante del cabildo porque confería la capacidad de administrar justicia y era el remplazo del teniente de gobernador como jefe de la ciudad durante su ausencia. Todavía existían fuertes resistencias para que un mestizo llevara una vara representando la justicia del rey. Los europeos veían a los mestizos más cerca de los indios que de los españoles, los consideraban impuros y por eso peligrosos.
Pero Gonzalo de Abreu, el gobernador de Tucumán —dependiente del virrey del Perú, por entonces don Francisco de Toledo— estaba dispuesto a pactar algo con estos mancebos: les prometió el control del cabildo santafesino a cambio de que pusieran la ciudad bajo su jurisdicción, para lo cual, desde luego, tenían que dar un golpe contra las autoridades santafesinas. Esto iba bien con las ambiciones del virrey Toledo de consolidar la ruta al sureste del Alto Perú y de alcanzar lo más pronto posible una salida al océano Atlántico. Controlar la ciudad de Santa Fe, esto lo sabía bien Abreu, era el paso previo. Garay quería lo mismo, pero para su familia vizcaína, íntimamente ligada desde hacía algunas décadas al gobierno del Paraguay a través de la familia Zárate, someterse a la autoridad del virrey peruano no estaba en los planes.
El asunto, como se ve, tenía ingredientes locales y otros a escala de gobernación y de virreinato. La conjura para derrocar a Garay se tramó durante más de un año y medio, durante el cual los mancebos y el gobernador Abreu intercambiaron mensajes y promesas. La rebelión estalló la madrugada del 31 de mayo, aprovechando la ausencia de Garay, que había dejado Santa Fe para ir a fundar una ciudad donde había estado el puerto de Buenos Aires, cosa que hizo efectivamente el 11 de junio de 1580.
Libros de vulgata y manuales escolares, incluso la falible Wikipedia, han difundido una interpretación que intenta colocar a esta rebelión entre los antecedentes de la revolución de Mayo, como primer movimiento independentista del Río de la Plata. Ninguna lectura podría estar más errada.
En primer lugar, los mancebos no hicieron la rebelión contra el rey sino en su nombre. Todos los testimonios relevados asumen que el grito de guerra fue «que viva el rey», algo impensado en una revolución independentista.
En segundo término, en todas las sociedades preindustriales y preliberales, las manifestaciones de descontento social se realizaban contra las autoridades locales, eran manifestaciones cara a cara. Entonces, incluso las más violentas eran compatibles con la lealtad al rey, ya que para levantarse contra un mandatario local generalmente se imputaba a las autoridades próximas el mal gobierno, es decir, el haber cometido abusos de poder. Se apelaba a teorías tiranicidas que justificaban la rebelión en nombre del buen gobierno que, en última instancia, era querido por todos y, en una sociedad católica como la monarquía hispánica, tenía su legitimidad en que se consideraba la realización del plan de Dios en la tierra.
Por último, los rebeldes no plantearon tampoco una diferencia étnica, ya que su protector —y quien más se hubiera beneficiado de haber triunfado la revuelta— no era otro que Gonzalo de Abreu, un andaluz que gobernaba la provincia de Tucumán. Lo que buscaban, sencillamente, eran mejores condiciones económicas pero sobre todo más reconocimiento político y social en la ciudad que habían ayudado a fundar. Garay significaba un obstáculo y Abreu les había ofrecido lo que esperaban a cambio de quitar del camino al vizcaíno porque para él también constituía un escollo en sus objetivos. Por eso puede afirmarse que se trató de una conjura o de una conspiración.
Los mancebos rebelados a fines de mayo de 1580 formaban parte de la mayoría silenciosa que llegó con Juan de Garay a la fundación de la ciudad en 1573. Eran jóvenes, mayoritariamente solteros, menores de veinticinco años, por lo cual legalmente no podían manejar armas de fuego y no tenían derechos políticos. La mayoría había abandonado Asunción del Paraguay porque allí no solamente no tenían expectativas sino que además tenían ya un expediente o una pena pendiente a cumplir por desobediencias o revueltas de poca monta. Cuando Garay los aceptó como parte de su hueste en 1572, él mismo y contra la ley, compró 53 arcabuces para armar a los más pobres.
La fundación de la ciudad de Santa Fe produjo en ellos una metamorfosis: dejaron de ser los mancebos revoltosos expulsados del Paraguay y se convirtieron en vecinos de una ciudad nueva. Esto les otorgó una dignidad: tierra para hacerse la casa, tierra para producir y la obligación de hacer una familia —avecindarse era también casarse y afincarse en el lugar— y defender a la ciudad con su cuerpo y con sus armas.
Pero los mejores lotes en la planta urbana de la ciudad nueva y las mayores y mejores tierras en los alrededores fueron para los europeos. Los mancebos, aunque habían conseguido una mejora evidente respecto de su situación anterior, pronto comenzaron a manifestar un malestar muy comprensible: eran mayoría, recibían maltratos y a la hora del trabajo o de la lucha realizaban esfuerzos que, según su punto de vista, los europeos nativos evitaban, aunque controlaban los mejores puestos en el cabildo. Este tipo de desigualdad era constitutiva de aquella sociedad, pero solía detonar en contextos de abusos de autoridad o de incumplimiento de promesas.
Los rebeldes decían claramente que se rebelaban contra el mal gobierno, encarnado en Garay y su teniente, Simon Xacques, a quienes llamaban los tiranos. Deponerlos, en consecuencia, era un acto de lealtad al rey y a la monarquía. Durante el juicio sumario que se hizo a los rebeldes pudieron relevarse algunos testimonios breves pero esclarecedores. Diego Ruiz —el correo que llevaba entre Santa Fe y Santiago del Estero las cartas que intercambiaban los mancebos con Abreu— antes de ser ajusticiado al pie del rollo de la justicia, pidió que alguien le dijera a «su Señor», refiriéndose a Gonzalo de Abreu, el gobernador de Tucumán, que él moría seguro de haberle hecho un «gran servicio». Cristóbal de Arévalo —rebelde el 31 de mayo de 1580, devenido capitán de la represión sobre el final del día siguiente— relató también en un escrito casi al final de su vida que haber «pacificado la rebelión» —sinécdoque para hablar de la masacre contra quienes el día anterior habían sido sus compinches en el motín— había sido el máximo acto de servicio hacia su rey.
Los mancebos, aunque habían conseguido una mejora, pronto comenzaron a manifestar un malestar muy comprensible: recibían maltratos y a la hora del trabajo o de la lucha realizaban esfuerzos que, según su punto de vista, los europeos nativos evitaban, aunque controlaban los mejores puestos en el cabildo.
Todos estaban seguros de obrar dentro de una red de lealtades que, en última instancia, los conducía hacia la cúspide del poder político que daba sentido a sus acciones. La rebelión fue en sí misma mestiza porque respondió a dos lógicas: a la local y a la monárquica. Fue un acto de lealtad hacia la Corona porque invocaba razones de un gobernador leal a su rey y lealtad al propio rey, pero su represión también fue ejecutada en el mismo sentido. Los mancebos se levantaron en nombre de su rey —reconocimiento de los mestizos— pero fueron reprimidos y eliminados en el mismo nombre.
De ambos bandos hubo europeos y mestizos. El componente racial o pigmentocrático no fue definitivo. Se trató, con toda claridad, de una conspiración que trató de resolver por la fuerza una puja entre dos proyectos para el Río de la Plata: el de Toledo y Abreu, que pretendía incorporarlo a la égida del Perú, y el de los Zárate y Garay, que seguía fundándose en la autonomía de los adelantados de Asunción respecto del virrey con sede en Lima y de sus potentes y bien financiados enviados. En definitiva, lo que estaba en juego era el control de la salida atlántica. La fundación de Buenos Aires por Garay es un hecho capital en esta secuencia y, hoy lo sabemos, un hecho clave en la historia del territorio.
Por último, sería bueno recordar que los rebeldes no fueron ni siete ni jefes: el primer día, cuando confeccionaron el acta de la reunión donde se organizaron para derrocar al gobierno de Garay, eran 34. Al día siguiente, cuando más de la mitad se pasó de bando, quedaron 11. Uno se escapó y diez fueron juzgados. Siete recibieron la más dura condena: la traición al rey, que fue el delito por el cual los procesaron, se penaba con la muerte.
El acontecimiento ha sido sobrevalorado —no fue un antecedente de la independencia— pero también menospreciado, puesto que estudiando la rebelión en su propia salsa puede aprenderse mucho sobre cómo funcionaban los códigos políticos y sociales de la época. Es una historia que habla de lealtades, de traiciones, de política, de enjuiciamientos rápidos, de interrogatorios crueles y de ejecuciones despiadadas. Una historia efectiva para denostar la nostalgia y tomar distancia de una sociedad que, muy a pesar de la tentación revisionista de hacer analogías, fue radicalmente diferente de la nuestra.
Pigmentocracia: Es una expresión que se utiliza para nombrar el rol que cupo a la discriminación fundada en el tono —pigmento— de la piel de las personas para crear clasificaciones sociales y justificar la dominación de unos, —por ejemplo, los blancos— sobre los otros —negros, mestizos, mulatos.