Medio siglo de lucha por la emancipación
HUGO CHUMBITA
La emancipación de las provincias del Río de la Plata es parte del gran movimiento revolucionario de las colonias americanas que comenzaron los esclavos de Haití, que se anticipó en 1809 en el Alto Perú y Quito, y se extendió entre abril y septiembre de 1810 en Caracas, Buenos Aires, Bogotá, Santiago de Chile y México. La crisis de la monarquía española creó las condiciones para constituir las juntas de gobierno que se encaminaban hacia la independencia, y la inmediata contrarrevolución realista condujo a una prolongada guerra contra la metrópoli. Las nuevas repúblicas se dispersaron pero la lucha por la causa prosiguió durante varias décadas en las contiendas partidarias y las guerras civiles, frente a la injerencia de otras potencias imperiales.
La década de la revolución
En la capital del Virreinato del Plata, las milicias organizadas para resistir las invasiones inglesas de 1806 y 1807 propiciaron la pueblada de mayo de 1810, que desbordó los cabildeos institucionales e impuso la formación de la Primera Junta. En el seno de la misma, el sector moderado de Saavedra disentía con los jacobinos acerca de la profundidad de los cambios y los medios para combatir a los enemigos, y al ampliarse la Junta, el conflicto se zanjó con el desplazamiento de Moreno y sus seguidores.
La Junta Grande saavedrista fue a su vez desplazada por el Triunvirato, en el que Sarratea y Rivadavia impulsaron una política autoritaria y centralista, propensa a negociar la independencia con los poderes europeos, que suscitó la reacción de Artigas en la Banda Oriental.
En ese momento entra en escena la Logia Lautaro, derrocando al Triunvirato para retomar la lucha independentista y convocar la Asamblea constituyente del Año XIII. Pero la división de la Logia marcaría dos cursos de acción diferentes en el desarrollo de la revolución: por un lado, San Martín emprende desde Cuyo la campaña libertadora, y por otro lado, el centralismo elitista del Directorio provoca el levantamiento federal que culmina en 1820 con la disolución del gobierno nacional.
Para comprender este cuadro es importante observar los factores geopolíticos y los intereses económicos que en toda la América hispana fueron conflictivos en la organización de los estados poscoloniales. La creación del Virreinato del Plata convirtió a Buenos Aires en su gran puerto atlántico, llave de la comunicación con la metrópoli, donde se concentraba el poder comercial y político. La emancipación, proclamada en nombre de los pueblos, debía atender los intereses del conjunto, pero en el puerto único comenzaba gestarse una cabecera de puente del nuevo coloniaje de las potencias capitalistas de Europa.
En la primera década de gobiernos patrios, la orientación oscilante de los mismos obraba en frecuente discordancia con las exigencias de los frentes de combate a los enemigos. Con el horizonte histórico de las revoluciones burguesas y las ideas liberales de la época, el propósito declarado era sustituir el absolutismo colonial por un sistema representativo, pero chocaban distintas maneras de concebir los alcances de la revolución. Los patriotas decididos a movilizar y elevar a los pueblos en la guerra por la liberación tropezaron con las reticencias de los herederos de las clases privilegiadas de la colonia.
Los patriotas decididos a movilizar y elevar a los pueblos en la guerra por la liberación tropezaron con las reticencias de los herederos de las clases privilegiadas de la colonia.
En la lógica de los alineamientos políticos incidían las diferencias de la sociedad de aquel tiempo. Los dirigentes comprometidos a extender y profundizar la revolución provenían por lo general de las capas intermedias y los estratos mestizos, solidarizándose con el bajo pueblo, los campesinos y las castas en función del proyecto integrador de la nación americana; en tanto que los miembros de las familias encumbradas, que en la colonia eran sobre todo los grandes comerciantes, tendían a reconstituir una élite, identificándose más con los europeos que con las masas de indios, negros y pardos que conformaban la inmensa mayoría de la población.
Los revolucionarios
El primer núcleo revolucionario, los jacobinos porteños, cuyas figuras principales eran Castelli, Belgrano y Moreno, se lanzó a comandar la guerra con el programa delineado en el Plan de Operaciones. Si bien la autenticidad de este documento ha sido discutida, aun quienes creen que fue una falsificación, admiten que concuerda con las ideas del grupo:
Formar el «Estado Americano del Sud».
Alcanzar la «independencia, para gozar de una justa y completa libertad».
Recurrir a la violencia para afirmar «los cimientos de una nueva república».
Eliminar la esclavitud y dictar un «reglamento de igualdad de las castas» de indios, negros y mestizos.
Impulsar la insurrección de los gauchos en la Banda Oriental y tentar la conquista del sur del Brasil. Hacer concesiones tácticas a Inglaterra y Portugal para conseguir su apoyo contra España, «aunque suframos algunas extorsiones».
Costear la guerra y la creación de industrias mediante la expropiación de las minas peruanas de oro y plata, reservando su explotación al Estado.
Evitar «las fortunas agigantadas en pocos individuos».
Promover una economía nacional que permita reemplazar importaciones, prescindiendo de las manufacturas de «lujo excesivo e inútil».
Los términos del Plan de Operaciones concuerdan con las recomendaciones de Belgrano en el Consulado y en sus escritos periodísticos sobre la distribución de la tierra, el proteccionismo aduanero y la necesidad de la elaboración industrial, así como el generoso reglamento para los guaraníes de las Misiones que dictó en camino al Paraguay. Concuerdan también con los gestos y los decretos sobre los derechos indígenas que sancionaron Castelli y Monteagudo en el Alto Perú, y los dichos y los actos de Moreno acerca de la opresión de los indios y la equiparación de sus milicias con las de los criollos. El verdadero pensamiento económico de Moreno no aparece en la Representación de los Hacendados de 1809 —encargo coyuntural del virrey para flexibilizar el monopolio comercial—, sino en los artículos del Plan, o en sus advertencias de septiembre de 1810 en la Gaceta oficial, acerca de «los chiches y abalorios» que ofrecían los comerciantes extranjeros: no fuera a ser que éstos, como los cartagineses en la antigua España, apelaran a «fingirse amigos para ser señores» y «entrar vendiendo para salir mandando».
Muertos Moreno y Castelli, alejado Belgrano, reimpulsa el proyecto emancipador la Logia Lautaro, a la cual se suman algunos morenistas; pero a poco andar se separan dos fracciones: una encabezada por San Martín, quien marcha al interior a preparar la campaña de los Andes, y la otra liderada por Alvear, que instituye el Directorio y, enfrentando a Artigas, recae en las posiciones centralistas autoritarias.
En su plan revolucionario, San Martín organiza una economía estatal para proveer al ejército, incorpora a los gauchos y a los esclavos que ganarán la libertad sirviendo en sus filas, acuerda la participación y el auxilio de los indios en su campaña, y cuando completa la cruzada con el apoyo de las guerrillas indígenas, como Protector del Perú dicta la libertad de vientres, suprime la Inquisición y las discriminaciones racistas y aplica un reglamento de comercio pensado para proteger la producción local y fomentar la industria.
Artigas es la cabeza de un tercer núcleo revolucionario, que surge en la provincia oriental y se extiende por el litoral. Traicionado por el Triunvirato, rechazados sus diputados a la Asamblea de 1813 —a donde llevaban el mandato de confederación y traslado de la capital—, hostilizado luego por el Directorio, Artigas reúne a seis provincias bajo su Protectorado de los Pueblos Libres, cuya declaración de independencia se adelanta a la del Congreso de 1816. El programa artiguista, basado en la movilización de las montoneras, aliado con las comunidades indígenas, planteaba la igualdad de los hombres y las regiones, proyectaba una constitución democrática, reglamentó el comercio mediante cláusulas proteccionistas e industrialistas, y realizó una redistribución de tierras con el criterio de que «los más infelices sean los más privilegiados», incluyendo expresamente a los negros libertos, zambos, indios y criollos pobres.
En su plan revolucionario, San Martín organiza una economía estatal para proveer al ejército, incorpora a los gauchos y a los esclavos que ganarán la libertad sirviendo en sus filas.
Estos núcleos patriotas tienen coincidencias fundamentales en su compromiso radical con la independencia y la guerra de liberación, la igualdad entre las clases, la solidaridad con los pueblos indígenas y la unión americana, aunque tuvieron distintas ideas sobre la forma de gobierno. Moreno escribió en la Gaceta a favor del sistema federal, citando el caso norteamericano. Artigas reclamaba una república confederal. San Martín y Belgrano creían que el federalismo podía disgregar el Estado en ciernes y, no obstante su talante republicano, nada aristocrático, preferían una monarquía constitucional, para la cual postularon en el Congreso de Tucumán a un representante de la magnífica civilización de los incas.
Moderados y reformistas
Frente a los grupos que se pueden considerar propiamente revolucionarios, se oponen distintas facciones. En 1811, ya desaparecido Moreno, en torno a la figura tradicionalista de Saavedra, la Junta Grande influida por el deán Funes reúne un heterogéneo sector de provincianos y católicos que tiene gestos revolucionarios, pero expulsan a los restantes jacobinos y deciden enjuiciar por sus derrotas militares a Castelli y Belgrano.
Aquel sector es pronto depuesto por el Triunvirato que maneja Rivadavia, quien junto a Sarratea se orienta a reforzar el poder central y la vinculación con la política y el comercio de las potencias europeas, prefigurando el reformismo unitario, una tendencia que no debe ser confundida con la de los jacobinos morenistas, de quienes se distingue por sus posiciones decididamente antipopulares.
Tras la rectificación que impuso la Logia Lautaro, la línea de los gobernantes del Directorio —Posadas, Alvear, Álvarez Thomas, Pueyrredón y Rondeau— respalda al comienzo el plan sanmartiniano y, en las alternativas del enfrentamiento con Artigas, se inclina a acentuar el centralismo. En el período de Pueyrredón, éste llega al extremo de propiciar la invasión portuguesa a la Banda Oriental para terminar con la influencia del Protector, sanciona la Constitución unitaria de 1819 y, torciendo la propuesta de la monarquía incaica, busca establecer el reinado de un príncipe europeo. Al cabo, San Martín tiene que desobedecer al Directorio para poder continuar la campaña libertadora, mientras Belgrano comete el trágico error de acatarlo, precipitando así la disolución de su ejército en la sublevación de Arequito.
El gobierno central cae con la batalla de Cepeda, derrotado por las fuerzas de Estanislao López y Francisco Ramírez, los jefes artiguistas que acaudillan las nuevas provincias del litoral. En el Tratado del Pilar con Buenos Aires consagran la forma republicana federal con que deberá reconstituirse el Estado nacional, pagando el precio de abandonar a Artigas y perder el territorio oriental.
Esta primera etapa de vida de la república está signada por las contradicciones en la orientación del proceso revolucionario, en el cual, faltando una conducción unívoca, las disputas de partido frustraron en parte sus logros: se terminó con la dependencia colonial, pero se entreabrieron las puertas a la penetración neocolonial. Las Provincias Unidas se marginaron de la guerra de la independencia y la proyectada nación continental empezó a disgregarse. Las promesas de libertad e igualdad se cumplieron a medias y la lucha de los pueblos siguió en pie.
Unitarios y federales
Después de la llamada anarquía del año 20, los desacuerdos entre los jefes federales permitieron maniobrar a los dirigentes porteños para postergar el congreso general. Las hostilidades de Santa Fe con Buenos Aires, luego del triunfo de López en Gamonal, se resuelven con la reparación que facilitó Rosas y, fracasada la desdichada ofensiva de Ramírez, el Tratado del Cuadrilátero sella un acuerdo de las provincias del litoral para inhibir la iniciativa de Bustos en Córdoba.
Con el gobierno bonaerense de Martín Rodríguez reaparecen varios personajes del partido directorial, y Rivadavia, de regreso de una larga estadía en Europa, juega un rol decisivo en el gabinete, implementando sus reformas en el orden político, económico y cultural: derecho al voto a los hombres libres, nativos o extranjeros; supresión de los cabildos; tope máximo a los salarios; desmovilización de cuerpos militares; abolición del fuero eclesiástico y del diezmo, e incautación de bienes de las órdenes monásticas; creación de la Universidad porteña; rebaja arancelaria librecambista; fundación del Banco de Buenos Aires como sociedad privada, luego reconvertido con participación minoritaria del Estado, y de hecho controlado por los accionistas ingleses; y la concesión de tierras en enfiteusis, acaparadas por grandes terratenientes.
En este período, el partido unitario niega el auxilio que requería San Martín desde Lima, y cuando Sucre ocupa el Alto Perú, consienten que se separe de las Provincias Unidas, frustrando la integración de un gran Estado bioceánico. Se firma un tratado de reciprocidad con Gran Bretaña y se negocia el empréstito Baring. Rivadavia rehúsa apoyar la unión de las repúblicas propuesta por Bolívar, ordena masacrar a las tribus indígenas, e intenta someter militarmente a las provincias del norte. Durante su efímera presidencia, el Congreso sanciona una Constitución unitaria y aristocrática, privando del voto a los peones y soldados: extravíos que no pasarán del papel. La conducción de la guerra con Brasil para recuperar la Banda Oriental no estaba en buenas manos, y sus errores y traiciones obligaron a Rivadavia a renunciar, dejando una situación insostenible.
El gobernador Dorrego, veterano soldado de la independencia, líder del partido popular y federal porteño que enfrentó a los unitarios, acordó con López superar anteriores discordias y convocaron al congreso de Santa Fe, frustrado por la renuencia de Bustos. Presionado por el enviado inglés y por las circunstancias de crisis, Dorrego no tendrá más remedio que admitir el arreglo tejido por la diplomacia británica para segregar al Uruguay.
El golpe de Lavalle, instigado por el grupo rivadaviano, puso fin al gobierno y la vida de Dorrego, desató crueles represalias y provocó la gran insurrección de la campaña, donde los colorados de Rosas y las montoneras de gauchos e indios acorralaron a los usurpadores. López comandó la resistencia, y cuando el Manco Paz derrocó a Bustos, se levantó la furia de Facundo Quiroga para acosarlo. La guerra civil llevó a Rosas al gobierno de Buenos Aires y lo convirtió en el árbitro de la situación, a la par de los mayores caudillos del interior, López y Quiroga.
Los unitarios rompieron las reglas del sistema político y se impuso la sentencia de San Martín: uno de los dos partidos debía desaparecer. En las provincias se afirmaron los jefes federales, Juan Felipe Ibarra en Santiago del Estero, que fuera un puntal de la carrera de Dorrego, Alejandro El Indio Heredia, quien desde Tucumán se convirtió en el protector del norte, el fraile José Félix Aldao en Cuyo. Formados en los ejércitos de la independencia, eran los continuadores de la causa, sostenidos por las masas rurales en armas. En aquel tiempo, la mayoría de la población, los trabajadores y los productores, residían en la campaña, y las ciudades habían sido el reducto del comercio, la burocracia y los grandes propietarios. La contradicción que Sarmiento vio como civilización y barbarie era la lucha de los pueblos contra sus explotadores.
El sistema de Rosas
Rosas estableció una dictadura legal que empleó todo su poder contra los adversarios y, frente a los principales problemas del país, practicó una política de transacciones. Las demandas proteccionistas que planteó Ferré, respaldado por López, al discutirse el Pacto de 1831, fueron satisfechas con la ley de 1835, pero sin compartir los ingresos aduaneros. Postergando la discusión de la Constitución, mantuvo una Confederación de hecho. Otorgó enormes concesiones de tierras a los enfiteutas y a los grandes estancieros, pero también a los gauchos, colonos agricultores e indios aliados. Desalojó a la élite del poder político, aunque no de su base de poder económico. La campaña al desierto de 1833 eliminó a las tribus rebeldes y pactó con otras el trato pacífico, estabilizando la frontera.
Rosas no consintió la separación del Paraguay, que por el Tratado de 1811 se había comprometido a entrar en una confederación, y trató de lograr la reintegración del Estado oriental, apoyando a Oribe y los blancos uruguayos. Mantuvo el control de los ríos Paraná y Uruguay, rechazando la apertura internacional que pretendían las potencias mercantiles europeas y el imperio brasileño, y que también interesaba al Paraguay y a las provincias litorales. Las agresiones y bloqueos navales de Francia en 1838, apoyando las incursiones militares unitarias, y de Francia e Inglaterra unidas en 1845, buscaban franquear aquellas vías de comercio y mantener al Uruguay como base de sus negocios, impidiendo que se plegara al sistema americano.
La generación de 1837 se presentó esbozando un camino intermedio entre federales y unitarios, pero su antirrosismo los llevó a una oposición irreductible junto a los enemigos extranjeros. Sarmiento definió a los antagonistas como el partido americano frente al partido europeo. Unos se identificaban con su tierra, sus gentes y con los demás pueblos del continente, mientras los otros se ilusionaban con las luces y las promesas de progreso que irradiaba el viejo mundo.
A pesar de los conflictos que perturbaron toda la etapa rosista, la economía creció, con gran dinamismo en la ganadería del litoral y también en la producción manufacturera de todas las regiones, con un intenso comercio interprovincial que se extendía a los países limítrofes. Entre 1825 y 1851, el monto de las exportaciones se duplicó y, por primera vez en el período de la república, se equilibró la balanza del comercio exterior.
Rosas desalojó a la élite del poder político, aunque no de su base de poder económico.
Explotando las contradicciones del régimen, la conjunción de sus enemigos externos e internos consiguió al fin abatir a Rosas. Su dictadura tuvo aspectos odiosos y no es un modelo para las generaciones actuales. Pero su obra ha quedado en la historia signada por el juicio inapelable de San Martín, quien escribió con meridiana claridad en 1846 que la contienda frente a los potencias neocoloniales era «de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España», entendiendo que era una continuación de la causa de los patriotas de 1810.
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