¿Fue la Argentina un país rico? El modelo agroexportador y sus claroscuros
EZEQUIEL ADAMOVSKY
A partir de mediados del siglo XIX, en pocos años la región pampeana se transformó en una de las principales exportadoras de productos agroganaderos del mundo. Europa profundizaba su revolución industrial y, además de materias primas para sus fábricas, comenzó a demandar alimentos para una población que ya no los producía en cantidad suficiente. La aparición de buques a vapor más rápidos y de mayor tamaño permitió embarcar a bajo costo comestibles a granel.
El boom comenzó luego de 1850 con la cría de ovejas. Su lana se vendía principalmente a Francia, Estados Unidos y Bélgica y para la década de 1870 ya había superado a la carne salada y los cueros como ítem de exportación. El stock ganadero en general tuvo un enorme crecimiento gracias a las tierras expropiadas a los indios en la llamada Campaña al Desierto y en el decenio siguiente las vacas tuvieron su revancha, cuando comenzó la exportación de ganado en pie. Pero el auge mayor vino con la invención de máquinas de producir frío artificial, que permitieron embarcar carne congelada y, ya a comienzos del nuevo siglo, enfriada, especialmente a Gran Bretaña, Bélgica y Francia. Con fuertes inversiones en frigoríficos, Inglaterra dominó la producción local en los primeros años del siglo XX, antes de ser desplazada por capitales norteamericanos.
El boom ganadero se complementó con un desarrollo agrícola inédito, facilitado por el ferrocarril y por la entrada masiva de inmigrantes, que alivió la crónica escasez de mano de obra. En 1874 la Argentina todavía importaba trigo y sólo en 1880 alcanzó el autoabastecimiento, gracias a la contribución de las colonias agrícolas de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba. Veinte años más tarde se había sumado el campo bonaerense y el país ya era un importante proveedor mundial de cereales. En los primeros años del nuevo siglo, los embarques de trigo crecieron de manera exponencial y también se sumaron los de lino y maíz. Para 1910 ya representaban el 60 % de las exportaciones y la Argentina se había convertido en el tercer proveedor mundial de granos.
El comercio hacia el exterior quedó en manos de cuatro compañías ligadas a capitales extranjeros, que también fueron las que proveyeron créditos para los agricultores —manejaron los precios y las tasas para su máximo beneficio y obtuvieron ganancias enormes—. La expansión agrícola fue en parte posible gracias a la extraordinaria fertilidad de las praderas locales, que eran además muy fáciles de trabajar por ser totalmente llanas, sin árboles ni piedras. Pero también contribuyó la introducción de máquinas importadas de Canadá o Estados Unidos, que reemplazaron los métodos de arado y siega tradicionales. Carne y cereales (y lino) serían desde entonces las exportaciones principales del país.
En buena medida, el éxito de ambas se debió a que los estancieros descubrieron que podían combinar agricultura y ganadería en una misma explotación para beneficio de las dos. Mantenían el ganado en una parte de la estancia y entregaban otra parte en arriendo a un agricultor —habitualmente un inmigrante— que se ocupaba, junto a su familia, de sembrar cultivos en rotación, de modo de reponer los nutrientes del suelo: un año lino, el otro trigo y el tercero alfalfa, que quedaba al estanciero como forraje. Cumplidos los tres años los arrendatarios reiniciaban el ciclo en otro lote. De este modo, sin tener que pagar salarios, el dueño de la tierra conseguía disponer de parcelas que eran capaces de alimentar el ganado mucho más rápido que si las dejaba para una renovación natural de las pasturas.
El modelo significó que el explosivo crecimiento de la agricultura estuvo a cargo de chacareros que no accedían a la propiedad de la tierra. En 1914 sólo la mitad de las explotaciones rurales a nivel nacional eran trabajadas por sus propietarios. Salvo en algunas zonas de Santa Fe y Córdoba en las que lograron instalarse colonos europeos, la relación era todavía peor en la pampa húmeda, donde dominaban los latifundios, aunque seguían existiendo propiedades de todas las extensiones.
El crecimiento de la economía fue verdaderamente sorprendente y tuvo una de las tasas más altas del mundo. La Argentina, que cien años antes era apenas un territorio marginal del imperio español, se había transformado en un jugador de primer nivel en el mercado internacional. Luego de 1885 y hasta 1930, el país osciló entre el puesto 7 y el 14 entre las naciones con mayor PBI per cápita del mundo. Sobre ese dato se construyó un mito perdurable: que la Argentina fue un país rico y desarrollado comparable a la Canadá o los Estados Unidos de entonces, pero luego entró en una larga decadencia que la convertiría en una nación subdesarrollada. El declive, según esta visión, habría sido culpa del intervencionismo estatal del siglo XX.
La idea de que la Argentina era rica y desarrollada es en verdad un espejismo. Como mostraron recientemente Joaquín Ladeuix y Pablo Schiaffino, el crecimiento de entonces tuvo pies de barro: fue fruto de una extraordinaria coyuntura de alta demanda internacional aprovechada por una región que disponía de una enorme extensión de tierra fértil y desocupada, una mano de obra que parecía inagotable gracias a la inmigración y capitales británicos que llegaban atraídos por la oportunidad. Comparada con los países verdaderamente ricos de la época, Argentina mostraba una anomalía: tenía un PBI per cápita que era alto, pero no porque su economía tuviese bases sólidas y sustentables. El alto PBI no estaba acompañado por otro ingrediente fundamental que sí había en países como Canadá o Estados Unidos: un alto capital cultural, algo fundamental para el desarrollo económico. Las capacidades de la población, medidas en su exposición a la educación, eran muy bajas y no crecían al paso en que lo hacían en los países ricos. A pesar de que los esfuerzos del Estado no fueron pocos, el país no se educaba al ritmo de lo que su economía crecía, especialmente en lo que tiene que ver con la formación secundaria y terciaria.
Además, el modelo agroexportador tenía otros problemas que a la larga serían decisivos. Uno de los más notables fue el desequilibrio regional. El extraordinario crecimiento pampeano no se replicó en el resto del país. Algunas zonas también aumentaron su producción, pero a un ritmo mucho menor. Salta exportó animales a Bolivia y Cuyo a Chile. Luego de 1880 Mendoza y también San Juan encararon una especialización vitivinícola, mientras que Tucumán se fue focalizando en la producción de azúcar, ambas para el mercado interno. Otras economías regionales consiguieron colocar algunos productos localmente, pero en medida mucho menor. Y algunas provincias, como La Rioja o Catamarca, quedaron decididamente marginadas del auge económico y subsistieron gracias a los fondos que recibían de la nación.
El éxito de una economía exportadora de productos primarios fue tal que pocos miembros de la élite sintieron la necesidad de cuestionar el lugar que Argentina estaba asumiendo en la división internacional del trabajo.
El alto PBI no estaba acompañado por otro ingre-diente fundamental que sí había en países como Canadá o Estados Unidos: un alto capital cultural, algo fundamental para el desarrollo económico.
Algunas voces propusieron políticas industrialistas, pero fueron débiles y no consiguieron cambiar la orientación general. Así y todo, la demanda de las ciudades más grandes impulsó un modesto surgimiento de industrias, especialmente luego de que la Ley de Aduanas de 1876 impuso aranceles a algunas importaciones. La medida no tuvo fines proteccionistas —la tomaron sólo para mejorar las finanzas del Estado—, pero en cualquier caso revirtió parcialmente las políticas totalmente librecambistas que venían implementándose desde la caída de Rosas.
En estos años se advirtió un cambio en la organización y el tipo de establecimientos manufactureros. Todavía en la década de 1860, casi toda la producción se realizaba en pequeños talleres que solían combinar la fabricación con la reparación y la venta al público. Habitualmente reunían a un grupo reducido de artesanos calificados y estaban escasamente mecanizados. En general eran propiedad de un maestro artesano que trabajaba con sus propias manos junto al resto. Hacia mediados del siglo sólo existía en Buenos Aires un puñado de establecimientos grandes: los saladeros y curtiembres, una fábrica de cerveza, un aserradero mecánico, una fundición y varios molinos de vapor.
Aunque continuó el predominio de los talleres pequeños y medianos, para fines de la década de 1880 la ciudad ya estaba poblada de fábricas con energía mecánica y chimeneas humeantes, propiedad de empresarios, en las que trabajaban millares de obreros asalariados. Desde principios del nuevo siglo algunas empresas grandes, como los frigoríficos, los ingenios, las fábricas textiles y de calzado, comenzaron a introducir el método taylorista, por el que el proceso productivo se fragmentaba en una línea de montaje con tareas a cargo de diferentes tipos de trabajador, repetitivas y cronometradas por supervisores. Se buscó así aumentar la productividad pero también debilitar la capacidad organizativa de los obreros, que pasaban a ser una fuerza de trabajo más heterogénea y menos calificada, y por ello más fácilmente reemplazable.
Entre 1880 y 1914, esta serie de cambios determinó que el valor de la producción manufacturera se multiplicara por quince y la Argentina se convirtió en el país de América Latina en el que tenía mayor peso. Para entonces ya representaba una cuarta parte del producto total y abastecía tres cuartas partes de la demanda local, especialmente la de los bienes de fabricación más sencilla, como alimentos, muebles, indumentaria y vehículos; las industrias más complejas aún tuvieron que esperar. Nuevamente, el desarrollo tuvo un sesgo regional muy marcado. El abaratamiento del transporte por la red ferroviaria afectó ahora sí muy fuertemente a la producción artesanal del interior. En especial, disminuyó dramáticamente la cantidad de talleres textiles, incapaces de competir con los productos importados. Así, tanto por influjo del Estado como por el del mercado internacional, Buenos Aires y la región pampeana adquirieron un peso mucho mayor que el que habían tenido hasta entonces, y se acentuó el desequilibrio regional del país. El crecimiento de la producción en aquella región tuvo como contracara la destrucción de la producción en otras.
•• Los datos aquí vertidos proceden de investigaciones de Hilda Sabato, Fernando Rocchi, Fernando Devoto, Julio Djenderedjian, Leandro Losada, Susana Bandieri, Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo, Roy Hora, Marta Bonaudo, Lea Geler, Natalio Botana, Antonio Elio Brailovs-ky, Dina Foguelman, Joaquín Ladeuix y Pablo Schiaffino.
Impactos ambientales y políticos
La gran transformación operada en estos años también produjo un drástico cambio en el modo en que la sociedad se relacionaba con el medioambiente. La profundización del capitalismo significó que más y más tipos de bienes se volvieron bienes comercializables. La naturaleza se volvió terreno abierto para la depredación descontrolada y vertedero de los desechos y la polución que las nuevas actividades producían. En pocos años se evidenciaron efectos incomparablemente más dañinos que los que habían tenido las actividades económicas de los humanos en todos los siglos precedentes.
Uno de los primeros fue la deforestación masiva. Desde la década de 1860 se requirieron millones de durmientes para las vías de los ferrocarriles y millones de postes para alambrados y corrales en la pampa húmeda, para los viñedos de Cuyo y para otros sitios. Las nuevas máquinas de vapor y la construcción demandaron más madera. Para abastecer toda esta demanda se recurrió a la tala indiscriminada. La zona que primero y más profundamente sufrió los efectos fue Santiago del Estero. Los maravillosos quebrachales de su lado occidental fueron devastados hasta transformar en un desierto lo que antes era un espeso bosque. Sólo entre 1906 y 1915 salieron de allí 20.700.000 durmientes para el ferrocarril, lo que significó la pérdida de tres cuartas partes de lo que quedaba de forestas en la provincia. Fue un desastre para la vida de los santiagueños, especialmente los de las clases populares. Los campesinos y pastores, que dependían del mantenimiento de un delicado equilibrio entre el uso del bosque y la ganadería intensiva, se vieron acorralados. La emigración a otras provincias fue el destino obligado para miles de ellos.
La naturaleza se volvió terreno abierto para la depredación descontrolada y vertedero de los desechos y la polución que las nuevas actividades producían.
En estos años se instaló la célebre empresa La Forestal, de capitales británicos, que depredó también los bosques del norte de Santa Fe, del Chaco y de Formosa para producir tanino, con idénticos resultados. Había desembarcado tras un negociado fraudulento con el Estado a fines del siglo XIX, por el que se le permitió adquirir el 12 % de la superficie santafesina por un precio irrisorio. La Forestal llegó a poseer más de dos millones de hectáreas y se transformó en el principal proveedor mundial de tanino. Ya bien entrado el siglo XX y tras haber agotado los quebrachales, la compañía abandonó el país dejando tierra arrasada a sus espaldas. Catamarca y La Rioja padecieron asimismo rápidos procesos de deforestación.
En este período también el espacio urbano sufrió la agresión al medioambiente. En Buenos Aires se notó desde temprano. Ya a comienzos del siglo XIX los desperdicios de saladeros, curtiembres y fábricas de velas le habían dado al riachuelo el olor nauseabundo que todavía hoy tiene. El problema se agravó hacia fines del siglo con la instalación de tintorerías industriales, metalúrgicas y frigoríficos. La contaminación se expandió por entonces a otros ríos y tiempo después seguiría la polución del aire por efecto de la industria y luego del transporte automotor.
En estos años, en fin, se instaló en Argentina un modo propiamente capitalista de relacionarse con el medioambiente: el que permite la apropiación privada de los recursos naturales que pertenecen a todos —para comercializarlos o indirectamente al no pagar ningún costo por deteriorarlos— y transfiere a los sectores más bajos las peores consecuencias. El modelo agroexportador marcó de manera diferencial dos tipos de espacios: en la pampa húmeda se protegió el recurso tierra con la rotación de cultivos para que la producción fuese sustentable, pero otras regiones fueron convertidas en zonas de sacrificio, abiertas a la extracción indiscriminada de recursos. Desde entonces este patrón no hizo sino profundizarse.
Debido al sesgo liberal de los elencos gobernantes, el Estado no desarrolló en estos años instrumentos de protección para la autonomía nacional o para regular el funcionamiento del mercado.
El modelo agroexportador sometió además a la economía local a una fuerte dependencia respecto de las del norte. Los ingresos estaban atados a la exportación de unos pocos productos, por lo que cualquier cambio en los precios relativos impactaba inmediatamente. Y a largo plazo, los términos del intercambio se volverían perjudiciales: el valor de los bienes manufacturados tendió a crecer más que el de los primarios.
La Argentina dependía además de las inversiones extranjeras, en especial de las británicas, que en estos años representaron dos terceras partes del total. La mayor bonanza multiplicó las rentas del Estado, pero sus gastos crecieron a un ritmo más rápido. Como las arcas públicas se financiaban sobre todo con impuestos a las importaciones —los que se aplicaban a las exportaciones se mantuvieron en niveles muy bajos—, el Estado se inclinó a solicitar créditos internacionales, que suplieron en especial financistas de Londres. Para 1890, Argentina era el primer destino de las inversiones británicas. El país entabló con el Reino Unido un vínculo verdaderamente neocolonial, en el que ocupaba el lugar de una colonia económica informal. Algo después, con fuertes inversiones en frigoríficos y luego en otras industrias, Inglaterra y luego Estados Unidos comenzaron a captar una porción importante de las ganancias del por ahora modesto desarrollo manufacturero, que se giraron al exterior. Debido al sesgo liberal de los elencos gobernantes, el Estado no desarrolló en estos años instrumentos de protección para la autonomía nacional o para regular el funcionamiento del mercado.
La vulnerabilidad de la economía se hizo patente en dos graves crisis que golpearon al país. La primera fue en 1873. El crecimiento del decenio anterior había traído una sensación de abundancia que había impulsado a todos —el Estado y los privados— a multiplicar los gastos y abusar del crédito. La balanza comercial se fue haciendo deficitaria por el aumento de las importaciones y la crisis se desató cuando se cerró el acceso al crédito internacional. En 1873 el panorama fue de numerosas quiebras y políticas de ajuste para poder honrar los compromisos con los acreedores extranjeros, que para entonces insumían ya el 45 % del gasto público. Los intereses ganaderos consiguieron presionar al gobierno para que no aumentase los impuestos a las exportaciones, por lo que la salida fue en cambio subir las tasas que se aplicaban a algunas importaciones.
Algo similar sucedió en la crisis de 1890. Los gastos del Estado habían vuelto a crecer por la inversión en ferrocarriles y por el peso de la deuda externa. La alarma se encendió tras varios años de saldo comercial negativo, que se cubrió con más préstamos. La confianza en la capacidad de repago no tardó en flaquear y el acceso al crédito nuevamente se cortó. El presidente Miguel Juárez Celman buscó salir del brete con un nuevo ajuste fiscal y la reducción de los salarios de los empleados públicos, pero la crisis llegó de todos modos y, con ella, la caída de la producción, un mayor desempleo y la devaluación de la moneda, que terminó favoreciendo a los sectores exportadores.
La crisis de entonces fue también política y desembocó en un alzamiento parecido a los ocurridos en el pasado, pero que también fue el anuncio de los que vendrían en el futuro. Las dificultades económicas, la clausura política y la venalidad reinante —fue acaso la época de mayor corrupción de todos los tiempos— fueron hilvanando a diversos grupos de descontentos. El 1 de septiembre de 1889, mitristas y autonomistas porteños excluidos, católicos disgustados y jóvenes indignados crearon la Unión Cívica de la Juventud, convertida luego en Unión Cívica, donde despuntaron dirigentes como Mitre y Leandro N. Alem. Reclamaron una apertura política y el fin de la corrupción de esa oligarquía de advenedizos que estaba en el gobierno. El 26 de julio del año siguiente estalló la Revolución del Parque que los cívicos venían propiciando, en la que reunieron a unos 2.000 combatientes. La lucha con las tropas del Ejército duró cuatro días, hasta que los cívicos se rindieron. La cantidad de muertos no se conoce con certeza, pero pueden haber sido cerca de 300. Juárez Celman venció militarmente, pero el alzamiento le costó el cargo y poco después debió dejar el gobierno en manos del vicepresidente, Carlos Pellegrini. A partir de la derrota, los cívicos fueron ganando popularidad. Tras una fractura por la defección de Mitre, en 1891 se reorganizaron con el nombre de Unión Cívica Radical. En los años posteriores encararían una intensa lucha en pos de elecciones limpias que incluyó otros dos levantamientos armados. El primero fue en 1893 y tuvo epicentro en la provincia Buenos Aires, donde se destacó como organizador Hipólito Yrigoyen, en San Luis y en Santa Fe, donde participaron activamente los colonos europeos, en particular los suizos. El segundo, igualmente sofocado por el gobierno, fue en 1905, con episodios centrales en la Capital y en las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza.
Los cambios en la sociedad
Las élites políticas y las que detentaban el poder económico tuvieron sus desacuerdos, pero aun así en estos años estuvieron bastante imbricadas. Además de tener acceso privilegiado al oído de los funcionarios, las clases propietarias organizaron sus propias entidades para ejercer presión y marcar la agenda pública. A la Bolsa de Comercio porteña, fundada en 1854, se sumó en 1866 la Sociedad Rural Argentina, cuya influencia creció a partir del gobierno de Roca. En 1875 se creó el Club Industrial, primer antecedente de la Unión Industrial Argentina, establecida doce años más tarde. Comercio, campo e industria tenían sus voceros. Los trabajadores todavía no.
Organizadas sectorialmente, con llegada privilegiada a un Estado controlado él mismo por una oligarquía, las clases altas tuvieron luego de 1880 su momento de mayor esplendor. El país fue de ellas y las ganancias que obtuvieron, verdaderamente fabulosas. La ciudad de Buenos Aires lleva todavía hoy las marcas de esa opulencia. Las mansiones y palacios que construyeron en el barrio Norte o en Plaza San Martín contrastan con lo que habían sido las moradas de las familias decentes hasta mediados del siglo XIX, infinitamente más modestas.
El provincialismo y sencillez de las clases altas de antaño dio lugar a una verdadera alta sociedad de hábitos cosmopolitas, consumo suntuoso y gustos refinados. Su vida social, sus lujosas bodas, sus espléndidas fiestas y paseos, sus clubes exclusivos, pronto serían retratados en las revistas de la época, para mayor visibilidad del resto de la población. La alta sociedad porteña estaba compuesta por familias de tres orígenes diferentes, que grafican bien el cambio que la consolidación del Estado y del mercado había generado. Por un lado, eran familias patricias de la época colonial que habían prosperado en los negocios ganaderos, como los Anchorena o los Alvear, que hacia 1900 poseían respectivamente 635.000 y 102.800 hectáreas. En segundo lugar, familias de extranjeros que habían llegado ya entrado el siglo XIX, a veces de condición no muy brillante, pero que habían ascendido socialmente de manera veloz, como los Bullrich, los Wilde o los Luro. A ellos se agregaba un tercer grupo, formado por familias de élite del interior que habían desembarcado en Buenos Aires para integrarse a los elencos políticos, como los Paz, los Ibarguren o los Avellaneda. Unidos por vínculos matrimoniales y una sociabilidad en común, fueron el sector que mayor provecho sacó de la nación que acababa de organizarse.
Para el resto de la sociedad, las cosas fueron menos rutilantes. Durante estos años la Argentina sufrió un proceso de cambio muy profundo y desordenado que alteró drásticamente la vida social. Para empezar, hubo un espectacular crecimiento demográfico. En tan sólo 45 años, entre 1869 y 1914, la población del país creció más de un 300 %: pasó de poco menos de 1.800.000 a más de ocho millones. El aumento se concentró especialmente en las ciudades y el país experimentó un rápido proceso de urbanización. En 1869 más de dos tercios de los habitantes todavía vivían en el campo. Para principios del siglo siguiente, ya la mitad habitaba en ciudades y la proporción no dejaría de subir. Las que más crecieron fueron por lejos las de la región pampeana, en especial Buenos Aires —que pasó de 300.000 habitantes en 1880 a más de un millón y medio en 1914— y Rosario. Al finalizar la primera década del siglo XX, la Argentina era uno de los países más urbanizados del mundo, pero también uno de los que tenía su población más centralizada: más de una cuarta parte vivía en Capital y sus alrededores, en lo que ya era una de las áreas urbanas más pobladas del planeta.
La ciudad de Buenos Aires vio multiplicarse los edificios en altura y el transporte público en tranvías, entre otras mejoras. En 1913 inauguró su primer subterráneo, que fue el primero de todo el hemisferio sur y uno de los pocos que había en el mundo en ese momento.
Este crecimiento en buena parte fue consecuencia de la gran oleada inmigratoria. Entre 1881 y 1914 arribaron al puerto de Buenos Aires más de cuatro millones de personas, la gran mayoría varones jóvenes. Venían atraídos por los altos salarios que se pagaban en el país por comparación a los de sus lugares de origen y por las oportunidades que se ofrecían para quien supiera aprovecharlas. Sólo uno de cada tres volvió a su terruño. El 75 % fueron de origen español o italiano y el resto británicos, alemanes, franceses, judíos de Europa del Este, sirio–libaneses y de otras nacionalidades, también las limítrofes. Incluso llegaron pequeños contingentes de japoneses, bóeres de Sudáfrica y africanos de Cabo Verde.
La Argentina fue el país del mundo que mayor inmigración recibió por relación con su población local: en 1914 casi un tercio de los habitantes había nacido en el extranjero. También en este caso las desigualdades regionales fueron notables. Ese año cerca de la mitad de los porteños y santafesinos eran inmigrantes. También tenían un peso enorme en Mendoza y en algunos territorios poco poblados como La Pampa y Santa Cruz. Un poco menor, entre 12 y 20 %, era su aporte en zonas como Córdoba o Entre Ríos y apenas del 2 % en otras menos favorecidas, como Catamarca o La Rioja. El impacto es todavía más notable si uno considera el peso de los hijos de inmigrantes, que en los censos figuran como nativos. En 1869 casi la mitad de la población de la ciudad de Buenos Aires era extranjera —cuatro de cada cinco varones adultos—, lo que significa que, de la mitad de los que eran nativos en 1914, una porción enorme eran hijos de uno o ambos padres nacidos en el exterior y por ende, sociabilizados en la cultura de sus progenitores, al menos parcialmente. Algo similar vale para la provincia de Santa Fe. Más que inmigración, fue un verdadero recambio demográfico.
Así, al desequilibrio económico, ecológico, en cantidad de población y en urbanización se agregó una marcada diferencia étnica entre los habitantes de Buenos Aires y lo que luego se dio en llamar la pampa gringa, por un lado, y los de zonas que permanecían más claramente criollas, por el otro.
La mayor urbanización trajo un cambio en las actividades económicas y tipos de ocupación. Un porcentaje creciente de la población fue volcándose a actividades o empleos relacionados con la manufactura, el transporte, el comercio, la construcción y los servicios. Los sectores medios y los trabajadores manuales asalariados crecieron a un ritmo mayor que el del aumento demográfico general. Por todo el país se agregaron decenas de miles de pequeñas y medianas industrias —carpinterías, panaderías, sastrerías, herrerías, etc.— y se multiplicaron los establecimientos comerciales, especialmente pequeñas tiendas y almacenes atendidos por sus dueños. Las mejores oportunidades en las ramas del comercio y la industria tendieron a quedar en manos de inmigrantes; más del 80 % de los dueños de las fábricas que había en 1895 eran extranjeros.
Buenos Aires vio nacer hacia fin de siglo una verdadera sociedad de consumo, con el florecimiento de establecimientos de todo tipo, incluyendo grandes y sofisticadas tiendas como A la Ciudad de Londres, Gath y Chaves y, desde 1913, la filial de la famosa firma inglesa Harrods. Fabricantes y casas comerciales comenzaron a hacer vistosas campañas publicitarias incitando a consumir.
Los nuevos establecimientos comerciales, bancarios, ferroviarios y manufactureros y también el aparato de Estado requirieron un creciente número de empleados de cuello blanco, funcionarios y docentes y en menor medida de diplomados universitarios. Aquí los orígenes étnicos fueron más variados, con los nativos predominando en la docencia y el empleo público, los inmigrantes en los mostradores y unos u otros entre los profesionales, dependiendo de la carrera. También fueron necesarios muchos más trabajadores manuales en todos esos rubros. Luego de 1870, en Buenos Aires y en otras ciudades fue surgiendo una verdadera clase obrera, cada vez más numerosa. Entre ellos, los hubo tanto gringos como criollos; todavía en 1947 el 20 % de los obreros urbanos eran extranjeros.
En el campo, los cambios no fueron menos importantes. En la región pampeana, las nuevas explotaciones agrícolas quedaron en manos de chacareros, la mayor parte de origen inmigratorio. Vastas extensiones antes poco o nada habitadas, como la campaña del oeste y sur de la provincia de Buenos Aires, se poblaron con miles de ellos. En Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba hubo colonias agrícolas de italianos, suizos, alemanes y judíos rusos, entre otros. Misiones y otras zonas del litoral recibieron miles de colonos europeos —sobre todo alemanes del Volga, rusos y polacos— , que se ocuparon de cultivos como la yerba mate y el té. Algún tiempo después algo similar sucedió en Chaco y Formosa con el algodón, aunque en este caso los europeos coexistieron con productores paraguayos, criollos y más adelante también indígenas. Entre los peones rurales, el panorama era más variado. Una gran cantidad de trabajadores golondrina, gringos y criollos, inundaban estacionalmente la región pampeana para emplearse en la cosecha. Lo mismo vale para la esquila de ovejas allí y en la Patagonia. Se sumaban así a los peones que habitaban permanentemente. Las plantaciones de vid en Cuyo, la zafra azucarera en el noroeste y los obrajes madereros del Chaco y el norte de Santa Fe empleaban casi siempre trabajadores criollos o indígenas.
Los inmigrantes tendieron a ocupar con más frecuencia los lugares que ofrecían los crecientes sectores medios, mientras que los criollos tendieron a quedar relegados a los peores empleos.
Visto el panorama en su conjunto, los inmigrantes tendieron a ocupar con más frecuencia los lugares que ofrecían los crecientes sectores medios, mientras que los criollos tendieron a quedar relegados a los peores empleos. Como suele ser el caso en las migraciones, eran en general los más ambiciosos los que habían dejado sus comunidades para encarar la aventura incierta de la migración. Y además llegaban en promedio con mayor nivel de escolarización y más habilidades técnicas que las que poseían los criollos. Se beneficiaban también de los prejuicios que muchos empleadores tenían respecto de los nativos y del hecho de que, con frecuencia, no tenían niños o ancianos de los que hacerse cargo. No fue menor el número de los recién llegados que consiguieron ascender socialmente, algunos de manera muy rápida, y pronto se los vio ocupando lugares prominentes, no sólo en la economía sino también en el campo intelectual. Su presencia se hizo sentir en la vida cultural y política. Desde fines de la década de 1850 comenzaron a fundar asociaciones de base étnica, por país o región de procedencia, para brindarse ayuda mutua y defender los intereses de cada grupo. Para 1914 había ya 460 entidades italianas, 250 españolas, una miríada que agrupaban a otras colectividades y decenas de periódicos editados en las lenguas más variadas.
Para los criollos de condición modesta las cosas fueron difíciles. Los de la campaña bonaerense, por caso, vieron empeorar su condición de manera muy evidente. El Código Rural aprobado en 1865 significó un avance en la imposición de los derechos de propiedad en desmedro de los más pobres, para quienes se volvió ilegal cazar animales o buscar leña en tierras con dueño. La suba del valor de la propiedad hizo que fuese más complicado acceder a ella. Además, a partir de la década de 1870 se expandió la costumbre de alambrar los campos. Hubo al mismo tiempo mayores controles a la circulación de la mano de obra y se acentuó la exigencia de andar con papeleta de conchabo. Todo apuntaba a forzarlos al trabajo asalariado. Los jueces de paz tuvieron mayores poderes para hacer valer la ley y para castigar a los paisanos enviándolos a prestar servicios militares. El fin de la frontera del indio dejó a los desertores sin lugar donde escapar. Para colmo, el arribo masivo de inmigrantes contuvo el alza de los jornales. Y como los recién llegados con frecuencia se quedaban con los mejores trabajos, estaban exentos del servicio militar y recibían apoyo del Estado para instalarse, los criollos se sintieron postergados y tuvieron algunas reacciones de xenofobia. En general, estas últimas fueron de baja intensidad, salvo algunos episodios puntuales: el peor fue la matanza de 37 extranjeros que se produjo en Tandil en 1872 a manos de una partida de gauchos pobres, aparentemente animados por un curandero que les había anunciado la llegada del juicio final y los había convocado a quitarse de encima a los masones y a los gringos, a los que acusaba de ser la causa de los males de los nativos. En las zonas rurales del resto del país, la condición de los criollos no era mejor; en el noroeste las leyes contra la vagancia para reclutar mano de obra siguieron en vigencia y también hubo expresiones de xenofobia.
A pesar de las tensiones, la integración entre los recién llegados y los nativos fue relativamente cordial, especialmente si se tiene en cuenta la magnitud del aluvión inmigratorio. En el mediano plazo no persistió en la Argentina el tipo de segregación cultural y espacial entre colectividades que ocurrió en otros países. Especialmente entre las clases populares urbanas, los espacios laborales, los de sociabilidad —los cafés, las academias de baile, el carnaval— y los hábitos del cortejo reunían a personas de los más diversos orígenes. Sin embargo, la integración estuvo lejos de ser perfecta. Así como hubo xenofobia entre los nativos, también los gringos tuvieron sus prejuicios contra ellos. La evidencia de patrones de nupcialidad indica que los europeos preferían casarse con otros europeos o sus descendientes, aunque no fueran de su misma procedencia, antes que con criollos. El hecho de que les fuese mejor económicamente reforzó los estereotipos negativos que ya existían previamente contra los nativos, que los consideraban poco aptos para el progreso. En estos años, la desigualdad en la Argentina continuó estando racializada y el color de la piel siguió siendo determinante en la suerte que le tocaba a cada uno. Puede incluso que los prejuicios raciales que traían los europeos de sus naciones de origen hayan contribuido a acentuarla.
La inmigración y el aumento de los sectores medios agregaron complejidad a la vida urbana. La línea que separaba a la gente decente y la plebe dejó de ser nítida. En las ciudades desordenadas y superpobladas de la región pampeana de fines del siglo XIX ya no era evidente para todos quién era quién. Las propias clases altas porteñas se sintieron incomodadas por la presión de los advenedizos y nuevos ricos y tuvieron expresiones de xenofobia para los recién llegados. En algunos sitios se produjo incluso un recambio. En Cuyo, por caso, la pujante industria vitivinícola quedó mayormente en manos de bodegueros gringos, que se transformaron en la nueva élite local.
En estos años, la desigualdad en la Argentina continuó estando racializada y el color de la piel siguió siendo determinante en la suerte que le tocaba a cada uno.
Crecimiento y desigualdad
El crecimiento de la economía y de los sectores medios y la prosperidad que alcanzaron muchos inmigrantes llevó a algunos estudiosos a afirmar que en estos años la sociedad argentina se volvió más esencialmente igualitaria, moderna e inclusiva. Pero bien analizada, la información no da sustento a esa visión optimista. Sin duda, el crecimiento trajo al país muchas más riquezas. El mayor dinero circulante engrosó las arcas públicas y permitió grandes obras de infraestructura. Los servicios de salud y educación estuvieron al alcance de más personas y existen datos objetivos de mayor bienestar social, como la mayor alfabetización y la caída de la tasa de mortalidad. Sin embargo, las ventajas materiales y el mayor bienestar no beneficiaron a todos por igual, ni llegaron a todos los grupos sociales. Por supuesto, nada de moderno o igualitario hubo en la reducción a servidumbre de los indígenas sometidos. Y ya hemos hablado de la relativa clausura de la política y de la profunda desigualdad regional y étnica, que en estos años empeoró. Pero también se produjeron tendencias contrapuestas entre los habitantes de las regiones más beneficiadas.
Para empezar, es cierto que las nuevas oportunidades económicas dieron lugar para el ascenso social de muchas personas. Pero en general, el ascenso fue de corta distancia, entre condiciones más o menos próximas. En cambio, los de larga distancia se volvieron mucho menos frecuentes. De hecho, fue bastante más habitual que una persona que no pertenecía a la clase alta accediera a ella antes de 1880 que después de esa fecha, cuando la alta sociedad cerró sus filas y hubo una clausura muy evidente. Por otra parte, el crecimiento económico vino de la mano de una profundización de la desigualdad de ingresos entre ricos y pobres. Se calcula que hacia mediados del siglo XIX los más ricos en la región pampeana gozaban de ingresos hasta 68 veces más altos que los de los más pobres. Para 1910, esta brecha se había ampliado fabulosamente hasta alcanzar un diferencial de 933.
El crecimiento económico vino de la mano de una profundización de la desigualdad de ingresos entre ricos y pobres.
Por otra parte, el crecimiento de los sectores medios se superpuso con otra tendencia de signo diferente: la pérdida de autonomía de las clases populares. Según el censo de 1869, más de la mitad de los que las componían eran trabajadores por cuenta propia, es decir, que no estaban asalariados ni dependían de un patrón y en general poseían sus propios medios de producción. El resto eran trabajadores asalariados y del servicio doméstico. Pero en años posteriores, las oportunidades del trabajo libre disminuyeron dramáticamente, al tiempo que la casi totalidad de los trabajadores fueron empujados a convertirse en asalariados. Del crecimiento de los sectores medios puede decirse algo similar: las categorías ocupacionales que más aumentaron no fueron la de los profesionales, ni la de los propietarios de comercios o de pequeñas empresas, sino las de los empleados de cuello blanco.
En suma, se produjo en estos años un proceso por el cual una sociedad en la que casi dos tercios de la población tenía ocupaciones al menos relativamente independientes, fue reemplazada por otra en la que la gran mayoría se había transformado en asalariada y dependía de un empleador. La compulsión al trabajo asalariado significó un cambio que no podría describirse como si fuese en el sentido de un mayor igualitarismo. Por el contrario, trajo un incremento de la dependencia respecto de los empleadores y la pérdida del control de los trabajadores sobre su propio trabajo.
Finalmente, tampoco en las relaciones de género hubo mayor igualdad. Es cierto que en este período algunas mujeres pioneras se abrieron camino en ámbitos exclusivamente masculinos; las familias de la alta sociedad dieron un puñado de escritoras distinguidas y los claustros universitarios vieron graduarse a las primeras mujeres luego de 1885. Pero durante el siglo XIX la tendencia fue más bien hacia una mayor subordinación de las mujeres respecto de los varones. Tanto las leyes como los hábitos trajeron nuevas y más profundas formas de control patriarcal. Sarmiento sostuvo en este plano ideas inusuales para la época: creía en los derechos y capacidades femeninos, planteó una escolarización igual para ellas y para los varones y se asoció con Juana Manso, una mujer fuerte e independiente, la primera en desempeñar una función pública de relevancia. Sin embargo, esto no impidió que el Código Civil de 1869 estableciera la incapacidad civil de la mujer casada: no podía educarse, realizar actividades comerciales o iniciar un juicio sin la autorización de su marido, quien incluso pasaba a administrar los bienes que ella pudiera haber tenido antes del matrimonio. Eso significó una subordinación mayor que la que las mujeres habían sufrido anteriormente. Este cambio se relacionó con los que venían aconteciendo en la esfera económica. Tal como sucedía en Europa, un mundo regido cada vez más por los negocios, la competencia y el dinero generó en los varones una mayor incertidumbre respecto de su lugar social y un temor creciente por la posibilidad de perderlo. En ese escenario, el ámbito doméstico funcionó para ellos como el oasis de paz que necesitaban para poder tolerar las luchas y conflictos que marcaban la vida pública. La vida familiar se sometió mucho más al dominio indiscutido del padre. La moralidad, especialmente la de las mujeres, fue objeto de un mayor escrutinio, que llegó a ser verdaderamente obsesivo. Como también sucedía en Europa, la contracara de esta represión sexual —que obviamente fue mayor entre sectores medios y altos que entre las clases populares— fue el tremendo auge que tuvo desde entonces la prostitución, desahogo cotidiano para los varones y destino obligado para miles de muchachas de condición modesta.
La compulsión al trabajo asalariado trajo un incremento de la dependencia respecto de los empleadores y la pérdida del control de los trabajadores sobre su propio trabajo.
La desigualdad de género se vio además reforzada por obra del proceso de salarización. Las mujeres desempeñaron un papel crucial en la provisión de mano de obra para el capitalismo en expansión, tanto de manera directa como indirecta. Las labores domésticas que casi todas desempeñaban —la crianza de los niños, la atención de la alimentación y del vestido de los maridos— eran fundamentales para la reproducción y mantenimiento de la fuerza laboral. Todo ese trabajo fundamental no recibía ninguna remuneración. De él se beneficiaban los empleadores, que podían pagar salarios mucho menores a los que habrían sido necesarios si no hubiese habido mujeres trajinando gratis en las casas. Pero además, ellas también contribuyeron en forma directa, empleándose masivamente. Las que así lo hicieron fueron doblemente explotadas: no sólo no percibían un centavo por sus tareas domésticas, sino que sus salarios fueron además bastante menores a los que percibían los varones. Hacia 1895 un 15,7 % del total de la mano de obra industrial de todo el país, incluyendo obreros y empleados, eran mujeres, en su mayoría nativas, a las que se encontraba especialmente en grandes fábricas. En los ámbitos de trabajo sufrieron formas de explotación específicas y se vieron expuestas a diversas formas de acoso sexual.
Lo que sucedió en estos años debe describirse más bien como un proceso de profundización del capitalismo que no condujo a una sociedad igualitaria, sino a una honda reestructuración de las formas de desigualdad y opresión.
En fin, en muchos sentidos la sociedad anterior a 1860 y la posterior fueron verdaderamente incomparables. Para explicarlo con una imagen, más que una sociedad que evolucionó hacia otra cosa, se construyó en forma abrupta un edificio enteramente nuevo encima de la sociedad anterior, desestructurándola profundamente. Algunos de los ladrillos del viejo edificio fueron adaptados y utilizados, mientras que otros fueron puestos a un lado o desaparecieron de la vista. Viendo los cambios en su conjunto, la idea de la modernización, con la valoración positiva que lleva implícita, resulta poco apropiada. Lo que sucedió en estos años debe describirse más bien como un proceso de profundización del capitalismo que no condujo a una sociedad esencialmente igualitaria, sino a una honda reestructuración de las formas de desigualdad y opresión. Por ahora, no dejó una nación más o menos equilibrada u homogénea, sino un agregado desordenado de grupos humanos disímiles repartidos sobre un territorio con hondas fracturas económicas, ecológicas, de clase, étnicas y de género.
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