1. La política en clave nacional
Alejandro Cattaruzza
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Alejandro Cattaruzza
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La inclinación a considerar que 1930 abría una época que se extendía hasta comienzos de los años cuarenta tuvo una primera versión que circuló en la literatura de propaganda y las intervenciones plenamente políticas producidas en los años de organización del peronismo, entre 1943 y 1946. En los años siguientes al golpe de Estado que, en 1955, derrocó a Perón, esa tendencia se consolidó gracias a trabajos de investigación histórica formales y ensayos. Con todo, investigaciones llevadas adelante durante las últimas décadas, referidas a algunas cuestiones específicas, permitieron atenuar en parte la idea de un corte absoluto con la etapa previa. Ello ocurre, por ejemplo, si se atiende a procesos demográficos profundos e importantes, como la tendencia a la urbanización que mostró continuidad, o a la cuestión del tipo de partidos que libraron las contiendas políticas decisivas. Pero al momento de organizar interpretaciones amplias de la historia argentina, los historiadores suelen continuar considerando que hacia 1930 comenzaba una etapa nueva, y ello es visible en la periodización planteada en las historias argentinas que, en varios volúmenes y a cargo de diversas editoriales, se publicaron entre 1970 y el final del siglo XX.
En lo relativo a la economía, por ejemplo, tuvieron lugar procesos difíciles de desestimar. Ante la crisis de 1929, Gran Bretaña decidió restringir en 1932 las compras de carnes a los países ajenos a su dominio. El gobierno argentino intentó una negociación que tuvo su pieza central en el pacto Roca–Runciman, de 1933. Se acordaba allí, entre otras medidas, que Gran Bretaña mantendría la compra de ciertas carnes en los niveles de 1932 y que controlaría el 85 % de esas exportaciones desde la Argentina. A su vez, el gobierno argentino concedió al Reino Unido rebajas de aranceles, ventajas cambiarias y lo que se denominaba un tratamiento benévolo al capital de ese origen. El comercio entre ambos países se recuperó, mientras que el sostenido con Estados Unidos tendió a complicarse. El pacto Roca–Runciman quedó además convertido para las distintas oposiciones al gobierno en el símbolo de la entrega de la dirigencia oficialista al imperialismo extranjero. Lisandro de la Torre, senador demócrata progresista por Santa Fe, impulsó la investigación de maniobras financieras en las que estaban complicados altos funcionarios del gobierno y directivos de los frigoríficos ingleses. Ese fue el contexto del asesinato del senador Enzo Bordabehere, compañero de De la Torre, en pleno recinto. A pesar de la parcial recomposición del vínculo con el mercado europeo de productos primarios, hacia finales del período, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, el sector en expansión era, en cambio, la industria sustitutiva de importaciones, naturalmente dedicada al mercado interno; ella suministraba los bienes que no podían comprarse en el exterior. Algunos de los rasgos que habían caracterizado el funcionamiento de la economía argentina desde hacía al menos medio siglo habían, de este modo, cambiado.
Otro tanto ocurrió con un fenómeno de orden social, vinculado al anterior: el fin de la gran inmigración ultramarina, que había contribuido a forjar la sociedad argentina en etapas anteriores, impactando particularmente en la zona pampeana y en las ciudades.
Ese final abrupto que sobrevino en los años posteriores a 1930 se sintió particularmente en los sectores populares urbanos, donde las huellas de la presencia de la inmigración eran evidentes y masivas; las migraciones internas, antiguas, se intensificaron, reforzando la ya mencionada tendencia a la concentración en las grandes ciudades.
A su vez, en el mundo de la política, donde los episodios fugaces son corrientes, el derrocamiento a manos de fuerzas militares del gobierno de Hipólito Yrigoyen, electo según las reglas fijadas por la ley Sáenz Peña sancionada en 1912, reforzaba la impresión del corte profundo. Cierto es que, en la política local, los movimientos cívico–militares habían sido frecuentes en las últimas décadas del siglo XIX e incluso hasta la rebelión radical de 1905, pero desde el momento de la sanción de la ley Sáenz Peña, el fenómeno no se había repetido. Por otro lado, si bien se habían denunciado violaciones a la ley en más de una ocasión, el voto secreto y obligatorio era justamente el patrón contra el que se medía la legitimidad de una elección, la regla en nombre de la cual se denunciaba aquella violación.
El pacto Roca–Runciman quedó convertido para las distintas oposiciones al gobierno en el símbolo de la entrega de la dirigencia oficialista al imperialismo extranjero.
De este modo, aunque las continuidades existieron, parece evidente que en tres dimensiones cruciales para organizar una visión de conjunto, amplia, de la historia argentina —los aspectos macroeconómicos, los sociales y los marcos en que se desarrollaba la acción política— el hecho de elegir 1930 para abrir una nueva etapa se revela sensata.
A su vez, la cuestión de cuándo se cierra este período, circunstancia que según indica el canon ocurrió el 4 de junio de 1943, al producirse un nuevo golpe de Estado que derrocó al presidente Castillo, debe ser asumida de un modo semejante: con precauciones. En este caso, la cuestión se complica un poco más, porque el fin de la etapa abierta en 1930 se solapa con la aparición de un nuevo movimiento político y social, el peronismo, y de la concepción que se tenga de este movimiento dependerá la fecha elegida. Una vez en el gobierno el peronismo se dio una efeméride central: el 17 de octubre de 1945, cuando los trabajadores habrían forzado, movilizándose, la liberación de su líder, sellando así una alianza que se venía construyendo desde 1943. Sin embargo, el Estado peronista no olvidó el 4 de junio, una referencia más marcial y menos popular y trabajadora; esa fue la fecha en la que Perón asumió su primera y su segunda presidencia. Por otro lado, buena parte de la nueva legislación laboral fue establecida ya a partir de 1943, antes entonces del 17 de octubre de 1945 y de las elecciones de 1946.
Así las cosas, vale la pena volver a asumir la doble actitud que se planteó con anterioridad: no puede negarse la novedad que implicó el peronismo en muchos planos, que van desde la cantidad, tan vasta, de disposiciones relativas a las condiciones laborales, asociadas también al gran aumento de la tasa de sindicalización, hasta la creación de los tribunales del trabajo, desde la planificación económica hasta la ayuda social directa, desde la ampliación de derechos políticos y sociales hasta el ejercicio sistemático de la movilización popular convocada en parte por el Estado. Pero al mismo tiempo, muchos de los miembros de los elencos políticos —parlamentarios, ejecutivos, partidarios— que se aproximaron a Perón, exhibieron participación y experiencia previa, en algunos casos muy larga; basta observar los nombres del vicepresidente inicial, el radical Quijano, o de algunos de sus ministros más importantes, como los socialistas Borlenghi y Bramuglia. También muchas de las medidas peronistas recogían inspiraciones ideológicas expresadas previamente por grupos diversos. Así, nuevamente, la fecha resulta adecuada, aunque no deben olvidarse estas y otras continuidades.
Los tiempos que van aproximadamente desde el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 al del 4 de junio de 1943, pueden ser entonces vistos como un período que exhibe rasgos propios y amerita ser analizado en conjunto. Conviene también registrar que, en el nivel que nos ocupa, el de la política a escala nacional, pueden distinguirse varias etapas internas. Del golpe participaron dos sectores militares, ambos con contactos civiles: el que dirigía el general José Félix Uriburu, inclinado a posiciones conservadoras duras, que incluían argumentos nacionalistas y corporativistas, a las que se hará referencia más adelante, y el que se reunía en torno al general Agustín P. Justo, de relaciones más firmes con sectores liberales. La acción militar del 6 de septiembre no tuvo resistencias importantes, y los enfrentamientos internos dentro del radicalismo, que en 1928 había ganado las elecciones holgadamente, contribuyeron a ello.
Luego del golpe, se abrió la etapa de la dictadura de Uriburu, que se extendió hasta la llegada a la presidencia de Agustín P. Justo, en febrero de 1932. El uriburismo fracasó al intentar una salida política para su proyecto. La vocación corporativa suscitó planteos y movimientos militares —algunos quizás impulsados por el propio Justo—; la salida electoral imaginada por el gobierno como alternativa fracasó también cuando, el 4 de abril de 1931, el radicalismo ganó las elecciones en la provincia de Buenos Aires. Ambos fueron obstáculos insalvables para el gobierno, que terminó por convocar a elecciones nacionales. En muchos de los grupos nacionalistas de estirpe conservadora, la experiencia uriburista quedó instalada como un punto de referencia fuerte. Con el tiempo se fue asentando entre ellos la imagen, sin dudas excesiva, de Uriburu como un virtuoso caudillo militar, incorruptible, destinado a fundar un nuevo orden, traicionado por Justo, un liberal afecto a intervenir en el juego político sin ningún escrúpulo.
Después del 6 de septiembre de 1930, Justo operó con astucia: aprovechando las relaciones que le daba su condición de ministro de Alvear, cultivó contactos con los radicales y no sólo con los antipersonalistas, utilizó además su buen implante en sectores militares, y finalmente logró que el gobierno vetara la candidatura del radicalismo oficial, que había recaído en Alvear, a quien apoyaba también el yrigoyenismo. Es que el golpe reordenó el complejo universo radical: los antipersonalistas tenían su propio partido desde 1924, que se contó entre los apoyos de Justo; yrigoyenistas intransigentes y dirigentes cercanos a Alvear, en cambio, se mantuvieron en el partido, en tensión entre sí, pero en unidad provisoria. Ante el veto oficialista a la fórmula Alvear–Güemes, el radicalismo decretó la abstención muy pocos días antes de la fecha de la elección, que tuvo lugar en noviembre de 1931. Abstenido el radicalismo, la victoria fue de Justo y las representaciones parlamentarias de la Alianza Civil, única oposición, integrada por socialistas y demócratas progresistas, se vieron muy ampliadas.
La UCR levantaría la abstención a comienzos de 1935, pese a la oposición de los sectores denominados intransigentes. En los primeros años de la década, miembros del partido se empeñaron en promover acciones armadas contra el gobierno; algunas nunca se llevaron a cabo y otras fracasaron y fueron reprimidas. Dirigentes y ex funcionarios radicales fueron apresados o desterrados, entre ellos, dos expresidentes, Alvear e Yrigoyen, antiguos ministros y gobernadores, autoridades partidarias y hasta un intelectual ya consagrado y muy destacado cuya afiliación era reciente, Ricardo Rojas, que terminaría preso en Ushuaia. Anarquistas y comunistas, a su vez, fueron reprimidos con una dureza que incluyó la tortura, desde tiempos de Uriburu, y en el parlamento llegó a considerarse un proyecto de ley de represión del comunismo, que finalmente no prosperó. Es bueno tener presente estos datos a la hora de considerar los tonos y las consecuencias que tuvo el hacer política en aquella Argentina.
Anarquistas y comunistas fueron reprimidos, y en el parlamento llegó a considerarse un proyecto de ley de represión del comunismo.
Varias observaciones pueden plantearse a la luz de estos hechos. La primera indica que, si bien existieron denuncias de episodios de fraude con anterioridad, fue la segunda mitad de la década de 1930 la coyuntura en la que tuvo lugar el fraude electoral a gran escala contra el radicalismo, ya que entre 1931 y 1935 la UCR se abstuvo de participar. La elección presidencial de 1937 fue el episodio máximo del fraude aplicado en todos los distritos contra la candidatura radical que encabezó Alvear. El presidente surgido de esas elecciones fraudulentas, Roberto M. Ortiz, radical antipersonalista, garantizó posteriormente a su elección comicios libres en algunas ocasiones, pero su renuncia por enfermedad llevó a la presidencia al conservador Ramón Castillo a mediados de 1942. El nuevo presidente reinstauró las prácticas de manipulación del voto. Hacia comienzos de la década de 1940, el fraude era un problema político central en la Argentina.
La segunda observación se enlaza parcialmente con la anterior y apunta a subrayar la importancia que tenían los escenarios provinciales. Debe en principio recordarse que, por entonces, toda la Patagonia incluyendo la actual provincia de La Pampa, las que hoy son las provincias de Misiones, el Chaco, Formosa y, en ciertos momentos, una zona del oeste de las provincias de Jujuy, Salta y Catamarca, eran territorios nacionales, cuyos pobladores no poseían derechos políticos en el orden nacional. En las provincias, donde los ciudadanos estaban habilitados para votar autoridades provinciales y nacionales, en el propio momento de la elección, los poderes locales tenían gran influencia en los mecanismos de emisión, control y, en muchos casos, adulteración del voto. A su vez, los dos partidos de mayor caudal electoral, el Partido Demócrata Nacional y la UCR, eran antes federaciones de partidos provinciales que partidos nacionales. Así, por ejemplo, el radicalismo entrerriano participó de elecciones en tiempos de la abstención del partido nacional; levantada la abstención, Amadeo Sabbatini, radical yrigoyenista, era el candidato con claras posibilidades de ganar las elecciones a gobernador en Córdoba en 1935, una provincia de gran importancia gobernada por conservadores que no recurrieron al fraude. Y, probablemente, la posibilidad de esa victoria impulsara al gobierno de Justo a intervenir en ese mismo año la provincia de Santa Fe, gobernada por el PDP, a fin de asegurar los mecanismos del fraude en las elecciones nacionales de 1937: si Córdoba se había perdido para el fraude, Santa Fe podría reemplazarla, parecía ser el razonamiento justista.
Fraude electoral
Mecanismo de reproducción en el poder basado en la manipulación de los resultados del sufragio (única vía de acceso al poder legítima en un régimen democrático). En Santa Fe, el fraude constituyó una práctica fundamental para el partido de gobierno (el iriondismo) al garantizarle el control del Estado provincial durante la segunda mitad de la década de 1930. Algunos de los dispositivos utilizados para controlar las elecciones fueron: la modificación de la ley electoral, las intervenciones a los departamentos opositores, remoción de funcionarios, en especial jefes de policía, traslado de votantes de las provincias vecinas para asegurar el triunfo.
En el campo del oficialismo, que Justo articuló con singular habilidad, se ubicaron inicialmente tres agrupaciones: el Partido Demócrata Nacional, la Unión Cívica Radical Antipersonalista y el Partido Socialista Independiente, piezas de una inestable y circunstancial alianza conocida como la Concordancia. La Unión Cívica Radical Antipersonalista se había creado en 1924 como expresión de un antiyrigoyenismo también variopinto desde el punto de vista ideológico. El Partido Socialista Independiente, a su vez, surgió de una escisión del Partido Socialista de fines de los años veinte; suministró importantes funcionarios al gobierno justista y terminó desapareciendo en la segunda mitad de los años treinta. De los tres, el mayor caudal de votos correspondía al conservador Partido Demócrata Nacional; los antipersonalistas tenían arraigo en algunas provincias y el aporte del Partido Socialista Independiente era, desde el punto de vista de los votos, pobre. Fue la pericia de Justo, y no el peso electoral de los partidos, la que garantizó la presidencia para dos radicales antipersonalistas, él mismo y Roberto Ortiz. Los conservadores ocuparon en ambos casos la vicepresidencia, hasta que Castillo reemplazó a Ortiz, enfermo, en 1942.
En la oposición, además de los radicales, estaba el Partido Demócrata Progresista, que a pesar de su voluntad no logró torcer su condición de partido de fuerte implante provincial. También la izquierda política argentina, que tenía en el socialismo y el comunismo sus organizaciones principales, más formalizadas que las de conservadores y radicales. El socialismo tenía un importante caudal electoral en la ciudad de Buenos Aires, y cierta presencia en otras provincias, donde contaba con concejales, diputados provinciales y algún intendente. Más allá de la dimensión partidaria y electoral de la política, la presencia socialista continuaba siendo muy importante en el movimiento obrero. Allí también la militancia comunista tuvo un papel muy destacado, con núcleos de activistas y dirigentes en muchas organizaciones y llegó incluso a conducir federaciones importantes. La huelga general de 1936, amplia, masiva y con un alto grado de movilización especialmente en Buenos Aires, los tuvo como actores centrales. En la segunda mitad de la década, la estrategia de Frente Popular permitió al Partido Comunista el establecimiento de nuevas relaciones con otros sectores políticos e intelectuales, y durante la Guerra Civil española, el comunismo fue el organizador más activo y eficaz de la importante ayuda que llegó a los republicanos desde la Argentina. De todos modos, el Frente Popular no se organizó en la Argentina; los radicales eran reticentes porque se asumían al menos primera minoría electoral sin ayuda, y las prevenciones ideológicas hacia el comunismo no faltaban. El Frente Popular no pasó aquí de la organización de algunas movilizaciones conjuntas y del apoyo del Partido Comunista y del Partido Socialista Obrero, una escisión por izquierda del Partido Socialista, a la candidatura de Alvear en 1937. El Partido Socialista llevó candidatos propios.
La militancia comunista tuvo un papel muy destacado, con núcleos de activistas y dirigentes en muchas organizaciones y llegó incluso a conducir federaciones importantes.
Por otra parte, la importancia del factor militar en la ecuación política fue creciendo a lo largo de la década. El golpe del 6 de septiembre puede ser difícilmente concebido como un movimiento de las fuerzas armadas como institución; no sólo existían dos grupos de complotados, sino que además buena parte de las guarniciones estaban en manos de oficiales de estirpe radical. El golpe de 1943, en cambio, parece algo más orgánico, con una dirección asentada en el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), organización secreta de oficiales jóvenes preocupados por algunos temas comunes: la necesidad de evitar luchas internas del tipo de la que había sacudido a España; el conflicto social, que consideraban necesario resolver en atención a consideraciones de defensa nacional; la necesidad de mantener la neutralidad ante la guerra mundial, entre otros. También había crecido en las fuerzas armadas la presencia de la Iglesia. En un ambiente en que los rumores de diversos golpes en ciernes circulaban con intensidad, la decisión del presidente Castillo de anunciar que su sucesor —quien gracias al fraude tenía garantizado el triunfo— sería Robustiano Patrón Costas, un empresario conservador salteño, partidario de los aliados y de abandonar la neutralidad, parece haber impulsado la decisión del GOU de activar el movimiento. El anclaje más amplio en las instituciones del ejército no se expresó tanto en los años inmediatamente posteriores a 1943, cuando existieron luchas internas incluso entre los propios miembros del GOU, sino en el apoyo que la mayoría del ejército brindó al gobierno peronista hasta que el conflicto con la Iglesia se hizo más intenso.
Contra lo que se ha planteado en ocasiones, la vida cultural en los años treinta fue muy intensa, muy próxima a la disputa política y estuvo muy atenta a la discusión internacional. Grupos de intelectuales militantes animaron revistas y publicaciones en prácticamente todos los sectores políticos. El caso del nacionalismo se analiza más adelante; en cuanto a las izquierdas, Claridad, Actualidad, Conducta, Nervio, Argumentos, Unidad, fueron emprendimientos en que era difícil distinguir el gesto político del cultural; Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta, Álvaro Yunque, Héctor Agosti, Aníbal Ponce, Raúl González Tuñón fueron algunos de los intelectuales que allí participaron. Entre los radicales se destaca el caso de la revista Hechos e Ideas, de intelectuales como Rojas y Julio Barcos, entre otros, y de FORJA y sus Cuadernos. FORJA fue un grupo surgido de los sectores opositores al levantamiento de la abstención, creado en 1935. Militaron allí Gabriel del Mazo, Luis Dellepiane, Jorge del Río, Homero Manzi, Arturo Jauretche y, con un papel muy destacado, pero formalmente incierto, dado que no era afiliado radical, Raúl Scalabrini Ortiz. El grupo tuvo una vida muy activa en la interna radical —aunque no exhibía presencias territoriales fuertes— y en la intervención cultural, con publicaciones y conferencias; su frente universitario fue muy importante y contó con fuertes núcleos militantes, que permitieron que entre 1939 y 1940 uno de sus miembros fuera presidente de la Federación Universitaria Argentina. La agrupación se inscribía en la tradición de las políticas yrigoyenistas; la cuestión de la neutralidad desató algunas discusiones y, finalmente, ya alejados los miembros más próximos a la UCR, se disolvió en 1945. Varios de sus seguidores se incorporaron al peronismo, mientras otros continuaron su militancia en el radicalismo.
La gran mayoría de estos grupos culturales que, al tiempo, eran también políticos, se sintió llamada a la movilización intensa por la guerra civil que comenzó en España en 1936, apoyando a uno u otro bando. El objeto de todas sus intervenciones, finalmente, fue explicar el sentido último de las batallas políticas que libraban los grupos que los cobijaban; fuera para denunciar al imperialismo, apoyar la revolución, la democracia, el orden social tradicional, o uno nuevo que veían insinuarse en Roma o Berlín, los intelectuales como grupo social entendieron en los años treinta, quizás con más intensidad que en coyunturas previas, que la intervención en el debate público era una tarea que les competía casi por obligación. Esta agenda de problemas era también la que sacudía a los intelectuales en todo occidente; ella fue aquí plenamente asumida, aunque con los naturales tonos locales.
Otro fenómeno ocurrido allí, en el lugar de encuentro entre la política y la cultura, fue la expansión del nacionalismo. Con esta expresión se alude aquí a dos procesos distintos: el primero es el crecimiento de los grupos más formales y doctrinarios que pueden filiarse con posiciones que merezcan esa denominación (los nacionalistas). El segundo fue quizás menos visible y evidente, y es la consolidación y expansión de un nacionalismo menos preciso ideológicamente, más difuso, que había tenido versiones previas. Algunos de sus puntos de vista se habían naturalizado y extendido en sectores sociales y políticos vastos, y aparecían en los debates, en los diarios, en las escuelas, de modo casi espontáneo.
El primer fenómeno fue el que más ha llamado la atención de los historiadores hasta el momento. Visibles desde la segunda mitad de la década abierta en 1920, cuando se parecían mucho al conservadurismo radicalizado de viejo tipo, en los treinta esas formaciones nacionalistas se multiplicaron, crecieron en número, activaron en las calles y en el mundo de la cultura, se superpusieron a los sectores católicos, y los intelectuales y militantes de ambos mundos fueron difíciles de distinguir. El conjunto, heterogéneo, sin conducción unificada y sin mayor presencia electoral, que tampoco lo desvelaba, pasó paulatinamente del fervor antiyrigoyenista —un modo de manifestación de su carácter antipopular— al descubrimiento de las bondades potenciales de un liderazgo fuerte entre las masas. También pasó, en algunas zonas, del antiobrerismo aliado a la patronal, al intento, poco exitoso, de disputar con la izquierda la conmemoración del Primero de Mayo a fines de la década, actitud que puede pensarse vinculada a algún cambio no sólo ideológico, sino también del perfil social del reclutamiento de estas agrupaciones, aun en parte. Un cambio, entonces, hacia un tipo de nacionalismo más moderno, más propio de los tiempos de la política de masas, que, simultáneamente, se hacía más sensible al modelo fascista, e incluso al nazi en sectores más menguados.
Los intelectuales como grupo social entendieron en los años treinta que la intervención en el debate público era una tarea que les competía casi por obligación.
Uno de los enemigos centrales que se planteaban estos nacionalistas era lo que llamaban liberalismo, que en su mirada incluía lo que entendían la ruptura de las jerarquías sociales naturales, la degradación de las costumbres, la insensatez de favorecer el avance del comunismo por la vía del respeto a reglas democráticas, el cosmopolitismo. Algunas esas agrupaciones fueron antiimperialistas —en una versión poco sofisticada que reducía el fenómeno imperialista casi a la prepotencia de naciones poderosas o a la concesión de ventajas comerciales—; con muy escasas excepciones, sus agrupaciones fueron antisemitas.
En la heterogénea galaxia nacionalista se contaron, en los años treinta, la Liga Republicana y la Legión Cívica, grupos de choque integrados por jóvenes de familias de la élite social dispuestos al combate callejero, el Partido Fascista Argentino, la Comisión Popular Argentina contra el Comunismo, la Alianza de la Juventud Nacionalista, ADUNA, entre otras agrupaciones. También los periódicos y revistas Crisol, Bandera Argentina, Clarinada, Cabildo, El Pampero, Nueva Política, Nuevo Orden, Choque. Entre los intelectuales que se aproximaron al nacionalismo en alguna de sus versiones, varios de ellos muy bien instalados en el mundo de la cultura, figuran Leopoldo Lugones, Ernesto Palacio, Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren, Ramón Doll, Julio y Rodolfo Irazusta, José María Rosa, entre otros.
Lentamente, en estas franjas fue tomando forma una interpretación en parte alternativa del pasado nacional, que luego halló su nombre: el revisionismo histórico. Sus claves interpretativas iniciales están contenidas en el libro que en 1934 publicaron los nacionalistas Julio y Rodolfo Irazusta, La Argentina y el imperialismo británico. Más allá del breve tramo histórico, el libro denunciaba la deserción de los grupos dirigentes argentinos y en particular la firma del pacto Roca–Runciman, ocurrida el año anterior; la denuncia del pacto estaba muy extendida en prácticamente todo el universo político argentino ajeno al oficialismo. En 1938 se creó en Buenos Aires el Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, que terminaría siendo la más perdurable institución revisionista. Asumiendo inicialmente el papel de animador de una empresa historiográfica, el revisionismo pasó pronto a plantearse una tarea que también era política y cultural: la búsqueda de un centro simbólico alternativo para fundar una tradición política legítima, auténticamente nacional, a través de la exploración del pasado. Hallaron en los gobiernos de Juan Manuel de Rosas un punto de referencia para anclar esa tradición, frente a otros disponibles y utilizados por diversas formaciones político–culturales, entre los cuales la Revolución de Mayo, por una parte, y el complejo que constituían la producción cultural del interior rural y el gaucho, por otra, se destacaban como núcleos posibles de aquello que era específicamente argentino. Otras dos piezas del repertorio revisionista serían particularmente exitosas y duraderas: la primera, la denuncia de la existencia de una historia oficial, al servicio del poder, falsificada, ajena a los intereses nacionales. La segunda, el diseño del enfrentamiento central en la contienda historiográfica y político–cultural argentina: una historia nacional se enfrentaba, decían, a una historia liberal, que era precisamente la historia oficial y falsificada.
El segundo proceso que se mencionó más arriba es sin duda más difícil de rastrear: se trata de la extensión social de creencias que se dispersan por prácticamente todas las culturas políticas y por el funcionariado de las agencias estatales —por entonces en crecimiento—; sus huellas son también visibles en los productos de la industria cultural. Esas convicciones, cuyo núcleo indica que en la pertenencia al colectivo nacional se funda una identidad más relevante que otras posibles, que las posiciones legítimas en el presente son las que logran enlazarse con la auténtica tradición política nacional, que el Estado tiene un papel importante en el fortalecimiento de la nación, que suelen existir fuerzas externas que amenazan, o al menos complican, a la Argentina, dan el tono de fondo de muchos debates políticos y culturales. Varios procesos pueden contribuir a explicar el fenómeno. Desde antes de los años treinta, a pesar de ciertas supervivencias, el anarquismo, explícitamente crítico del culto nacional, había visto menguada su presencia en el movimiento obrero. El sindicalismo revolucionario, eficaz a la hora de conseguir avances específicos en la situación de los trabajadores, negociaba hacía tiempo con el Estado; ello no obligaba necesariamente a abandonar certezas ideológicas, pero promovía constantes intercambios con funcionarios estatales. En el caso del Partido Comunista, a mediados de la década el cambio a la línea de Frentes Populares, permitió otro tipo de enlace y diálogo con el resto del sistema de partidos nacional, como se ha señalado. La inclinación culminaría, luego de los dos años de denuncia de la guerra como interimperialista y de defensa de la neutralidad, entre 1939 y 1941, en la apropiación oficial de símbolos nacionales que el partido había repudiado en otros momentos, como la bandera y el himno.
Neutralidad
El ejército alemán invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939 desencadenando la Segunda Guerra Mundial que, hasta 1941, involucró naciones europeas. En 1941 se alteró el mapa geopolítico del conflicto a partir de dos hechos: los nazis invadieron la Unión Soviética (rompiendo pacto de no agresión), y los japoneses atacaron la base norteamericana de Pearl Harbor, provocando el ingreso de Estados Unidos a la guerra. Argentina se mantuvo neutral, a pesar de las disputas internas y la presión de Estados Unidos para unirse a los Aliados, hasta que finalmente cedió, declarando la guerra a Alemania y Japón el 27 de marzo de 1945.
Fuera de los ambientes partidarios, debe prestarse atención a los cuadros de una burocracia estatal en crecimiento. En el mundo de la educación, la impronta nacionalizadora puede rastrearse con facilidad hasta los años cercanos a 1890, cuando funcionarios educativos insistieron en la utilización de la escuela en la tarea, que entendían urgente, de forjar ciudadanos y patriotas. En los años treinta esa tendencia a reforzar la conciencia nacional —fórmula que ocultaba varios sentidos— continuó en un crescendo que culminó en tiempos de la guerra, aún antes del peronismo: movilizaciones escolares masivas, juras colectivas de lealtad a la bandera, exhortaciones del Consejo Nacional de Educación, planteadas en 1940, a que fuera «argentino el animal tipo en la clase de zoología y la planta en la de botánica». Pero también los funcionarios de YPF, de Vialidad Nacional, de Parques Nacionales, manifestaban esta predisposición a pensarse parte de reparticiones con funciones patrióticas asociadas al dominio estatal sobre el territorio nacional. Volviendo a la política, las acusaciones de asumir posiciones antiargentinas o antinacionales eran cruzadas entre prácticamente todos los sectores, en particular a fines de los años treinta y comienzos de los cuarenta; los acusados, claro, se defendían reclamando para sí la condición de auténticos argentinos y culpando a sus adversarios, en espejo, de haber desertado de las filas nacionales. La precaria y tosca fórmula del buen nacionalismo, para distinguirse del otro, el malo, era de uso corriente.
También los funcionarios de YPF, de Vialidad Nacional, de Parques Nacionales, manifestaban esta predisposición a pensarse parte de reparticiones con funciones patrióticas asociadas al dominio estatal sobre el territorio nacional.
El golpe de 1943 tuvo lugar, entonces, en un universo político agitado. La continuidad de la neutralidad, que además de asuntos ideológicos involucraba cuestiones de Estado, era un asunto en discusión intensa; el fraude era a su vez visto como evidencia de la crisis política y a ello se sumaban casos de corrupción muy sonados y las denuncias de entrega al capital inglés. La principal oposición, el radicalismo, estaba también en crisis: había perdido elecciones en distritos donde no había habido manipulación; su jefe, Alvear, había muerto a comienzos de 1942. Otro político importante, Justo moría a principios de 1943. Allí tuvo lugar el golpe del 4 de junio de 1943; revelando lo convulsionado del contexto, varios grupos diversos pensaron que se trataba de su propio golpe.
A luz de los argumentos expuestos, se hace necesario revisar algunos planteos. Uno de ellos es el que sostiene la imagen clásica, tan reiterada, de la existencia de un enfrentamiento central librado por dos bloques político–ideológicos cerrados: el régimen contra los radicales, los nacionales contra los liberales, los coloniales contra los antiimperialistas, la izquierda contra la derecha y demás alternativas. La escena política de los treinta se parece más a una multitud de enfrentamientos librados por muchas agrupaciones, tradiciones ideológicas y grupos político–culturales, de bordes poco nítidos, cambiantes, en muchas ocasiones con fuertes anclajes locales, que además compartían con sus adversarios políticos fragmentos ideológicos significativos. Es posible que, en algunas coyunturas, en la segunda mitad de la década y a medida que se aproximaba el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los bloques se estabilizaran algo, pero manteniendo gran parte de su heterogeneidad. Así, la irrupción del peronismo trazó sin dudas una nueva línea central para el conflicto político, pero la trazó sobre un universo de agrupaciones, formaciones intelectuales, grupos culturales, abigarrado, confuso, incierto. Eso permite explicar por qué razón tantos radicales, nacionalistas, comunistas, sindicalistas, socialistas y conservadores formaron en el peronismo, y por qué otros tantos se ubicaron del lado del antiperonismo.
La escena política de los treinta se parece a una multitud de enfrentamientos librados por muchas agrupaciones, tradiciones ideológicas y grupos político–culturales, de bordes poco nítidos, en muchas ocasiones con fuertes anclajes locales.