Acerca de caudillos y líderes populares
MARIO D. ANDINO
Juan Domingo Perón se inscribe nítidamente entre los líderes de base popular que han jalonado la historia latinoamericana, como lo testimonia la temprana emergencia del caudillismo poscolonial, donde conductores de perfil político–militar encabezaron las luchas por la emancipación y las tensiones regionales desatadas ante la organización de las nuevas naciones. Sin embargo, si bien esta tradición puede pensarse con alguna vigencia cultural, no puede aplicarse en todos sus parámetros para caracterizar a líderes como Perón, ya que él mismo forma parte de los procesos de modernización impulsados por un Estado–Nación consolidado. En este caso, el liderazgo requiere de una lectura sociopolítica contemporánea, para su consideración como un fenómeno de perfil autocrático, personalista o carismático, entre otras definiciones.
Acerca de caudillos y líderes populares
En la tradición hispanoamericana ciertos líderes fueron designados con el término caudillo, del bajo latín capdellus (en lat. caput), en referencia a: el que, como cabeza y superior, manda la gente de guerra. El uso es válido extenderlo a quien dirige un grupo o comunidad, no necesariamente en tiempos de conflicto armado. En la historiografía argentina, el término se aplica a los líderes que, con alcance regional o provincial, como José Artigas, Facundo Quiroga o el tardío Ricardo López Jordán, encabezan sus propias milicias en la convulsionada sociedad rioplatense, entre el derrumbe hispano–colonial y la consolidación del Estado–Nación. Con posterioridad se siguió hablando de caudillos, caciques o punteros para denominar la red de jefes locales subordinados a jefaturas partidarias de mayor alcance, con el fin de asegurar resultados electorales en los diferentes distritos. En este contexto, el español Sánchez Viamonte los considera un cierto tipo primitivo de dirigente político que, mediante la demagogia o la presión, impone su voluntad a correligionarios incondicionales (2000).
Las valoraciones contrapuestas se vinculan con el debate sobre la organización política y la modernización. En forma peyorativa, la historiografía liberal difunde los términos pluralizantes caudillaje o caudillismo, registrados como argentinismos que designan a líderes de mala ley que ejercen el poder en forma arbitraria. Domingo Faustino Sarmiento vio en ello un poder arcaizante emergente del inculto paisaje rural, en el marco de su diferenciación orgánica entre ciudad y campo, civilización y barbarie. Décadas después, desde su progresismo positivista, José Ingenieros fue terminante al afirmar que la palabra caudillo designa «el ejercicio de la autoridad simplemente personal, con independencia de toda representación de intereses colectivos»; en sus términos: «bárbaros» seguidos por «masas rurales iletradas» que carecen de la legitimidad y legalidad de las instituciones republicanas (Piccirilli, 1953).
Influenciado por el historicismo romántico, Juan Bautista Alberdi justificó a los caudillos como emergentes de una sociedad amenazada. En polémica con sus adversarios sostuvo:
«¿Qué hacían los pueblos para luchar contra España y contra Buenos Aires, en defensa de su libertad amenazada de uno y otro lado?… No teniendo militares en regla, se daban jefes nuevos, sacados de su seno... De ahí la guerra de recursos, la montonera y sus jefes, los caudillos; elementos de la guerra del pueblo, guerra de democracia, de libertad, de independencia. Antes de la gran revolución no había caudillos ni montoneras en el Plata. La guerra de la independencia los dio a luz, y ni ese origen les vale para obtener perdón de ciertos demócratas». (Alberdi, 1912)
Desde el denominado revisionismo histórico argentino, corriente vinculada al nacionalismo antiliberal y, en casos como Vicente Sierra o José María Rosa, asociados a un perfil cultural católico e hispanista, se reivindicó a los caudillos como continuadores de una tradición política cuyo antecedente serían los nobles señores cristianos que lideraron la reconquista ibérica. Particularmente fue exaltada la figura del gobernador Juan Manuel de Rosas como paladín nacional, enfrentado al imperialismo anglofrancés, liberal y anticatólico.
En forma estructural, Francois Chevalier concibe al caudillismo como expresión hispanoamericana de la gran revolución que derribara al absolutismo en las naciones del norte, reconociendo en ello características socioculturales diferentes. Sin ocultar el tono afirmativo interroga:
«… ¿estos fenómenos no serían típicos también de una fase de transición entre las estructuras de antiguo régimen y otras más modernas? ¿De las grietas o de la ruptura de un equilibrio tradicional? ¿Del injerto también de ideologías democráticas y seudorrepúblicas parlamentarias en sociedades esencialmente rurales, tradicionales, hasta arcaizantes?» (Chevalier, 1983)
Cabe preguntarse por la supervivencia de la tradición en los liderazgos populares contemporáneos: tanto Hipólito Yrigoyen como Juan Domingo Perón fueron considerados auténticos caudillos por muchos seguidores. Sin embargo, tipificar tales figuras como proyección histórica de anteriores liderazgos de base rural–regional, previos a la construcción del Estado, puede resultar un enfoque anacrónico. En estos casos, la edificación del poder se concreta en el marco de un Estado–Nación consolidado y con nuevos actores sociales en proceso de modernización: una clase propietaria tensionada entre el campo y la industria, estructuras partidarias masivas, una clase obrera con creciente organización, la corporación militar interviniendo en el poder.
En los contenidos educativos del primer peronismo se incluye el procerato y las efemérides de la historiografía liberal, mientras que al designar a los estatizados ferrocarriles se recurre a nombres como Sarmiento, Mitre o Roca, relegando las valoraciones caudillistas del revisionismo. El líder no deseaba ser confundido con un caudillo del pasado, sino más bien revestido con la impronta de una Nueva Argentina, perfilada en el cambio social sobre una base industrial.
Puede decirse que el personalismo o la conducción autocrática se canalizan bajo nuevas modalidades. Hipólito Yrigoyen está aún vinculado a la tradición de cierto caudillismo paternalista, propio de los pueblos o los suburbios bonaerenses, aunque su actitud de preferir la comunicación individual o de pequeños grupos, evitando estrados y multitudes, lo convierte en un ejemplo atípico. Por su parte, Perón se vincula con el estilo predominante en el período de ascenso de los partidos de masas: con la plaza multitudinaria, el discurso sonoro y la difusión multiplicada en forma masiva por los medios de comunicación.
Más que parecerse a los viejos caudillos, los perfiles parecen afines a los liderazgos carismáticos en el sentido weberiano, como expresión de poder en momentos de transformación social. En este escenario: ¿cómo se perciben a sí mismos?, ¿cuál es el sentido que otorgan a su propio poder? Algunas respuestas pueden encontrarse al revisar los propios términos de los protagonistas.
En diciembre de 1920, el hasta entonces jefe indiscutido de la Unión Cívica Radical, advierte a Marcelo T. de Alvear acerca del riesgo que implica su pretensión de disputarle la conducción:
«En toda empresa la hora de la victoria es la hora difícil, por cuanto es aquella en que el orden espontáneo de las jerarquías de la acción entusiasta se derrumba por el mismo hecho de haber alcanzado el fin; es la hora del timonel en que es necesario ordenar de nuevo la falange sobre escalas de valores desconocidos, hacia una obra de porvenir en la que nadie todavía ha podido revelarse. Pues bien, sólo existe una norma práctica: distinguir los que ejercen con autonomía su propio querer, de todos aquellos que no tienen otro valor que el de ser instrumentos adecuados. De estos últimos he hecho las palancas múltiples de mis propios gestos, reservando los primeros para la obra mucho más alta de fecundación de la opinión pública». (Del Mazo, 1984)
Con su prosa un tanto oscura y metafórica, Yrigoyen recuerda el orden espontáneo, vale decir, la legitimidad de su conducción. Una vez alcanzado el poder es necesario reordenar las filas y debe hacerlo el mismo timonel, capaz de diferenciar entre seguidores sumisos y aquellos que manifiestan cierta autonomía. Deja entender sutilmente a Alvear que lo considera uno de esos espíritus autónomos, y que lo tiene en reserva para una obra mayor; lo sujeta con el elogio pero le advierte que aún no ha llegado su hora, lo que enfatiza empleando un tono bíblico:
«… se imaginará cómo me impresionan sus divergencias, que me son tanto más sensibles, cuanto una de mis confortaciones consiste en la idealidad de nuestras consagraciones públicas… Si aquellos mismos que siempre han llevado la bolsa de buen grano de las mieses futuras, vacilan hoy: ¿quién sembrará mañana el campo de las multitudes?» (Del Mazo, 1984)
Juan Perón se ha pronunciado sobre la conducción desde sus clases magistrales en la Escuela Superior Peronista, durante su segundo mandato presidencial. Al modo de un maestro frente a sus discípulos, el general lector de filósofos fija pautas para la acción:
«La habilidad del conductor está en percibir el problema, en captar cada uno de sus factores en su verdadero valor, sin equivocar ninguno de los coeficientes que, con distinta importancia, escalonan las formas principales y las formas secundarias del hecho. Captado el problema en su conjunto, elaborado por el propio criterio y resuelto con espíritu objetivo y real, el hecho se penetra; el análisis lo descompone, la síntesis lo arma y el método lo desarrolla». (Perón, 1988)
Sin embargo, la metodología racional de inspiración cartesiana es contrapuesta a la dimensión emocional, una faceta gravitante en su relación con los seguidores. Aclara que:
«… a menudo el hombre no tiene tiempo de recurrir al raciocinio, y en este caso lo salva la intuición. Si tiene tiempo, es mejor que analice su propia intuición con un método racional. Uno puede distinguir a lo largo de la historia hombres intuitivos y hombres racionalistas». (Perón, 1988)
Importa tanto la razón como la emoción, asegura el líder, pero enseguida aquieta el entusiasmo de quienes intentan seguir sus pasos, advirtiendo con aire profético que no todos llegarán al sitial deseado:
«Nosotros no decimos que puede ser función de la escuela el formar conductores, porque los conductores no se hacen. Desgraciadamente, los conductores nacen, y aquel que no haya nacido, sólo puede acercarse al conductor por el método. El que nace con suficiente óleo sagrado de Samuel, no necesita mucho para conducir». (Perón, 1988)
Las condiciones naturales para el mando legitiman al Gran Conductor, quien marca su distancia respecto de los seguidores: pueden capacitarse pero no todos poseen el don singular del carismático. ¿Quién se atreve a dudar que el líder que les habla desde el estrado es el único poseedor de ese óleo sagrado? Sean considerados caudillos, carismáticos, autócratas o populistas, estas figuras suelen percibir su propio mando como algo único y no se muestran dispuestos a compartirlo.
Al concluir el siglo XX, interpretando la persistencia del estilo personalista, Guillermo O’Donnell acuñó el concepto de democracia delegativa, en alusión a gobiernos democráticos que respetan las libertades básicas pero imponen un presidencialismo subordinante de los poderes legislativo y judicial. El resultado: empleo abusivo de los decretos o justificación de excepcionalidad en las decisiones ejecutivas por razones de emergencia económica. Si bien el concepto procuró tipificar los liderazgos que implementaron las reformas neoliberales en los años 90, fue empleado luego para calificar los gobiernos post–neoliberales o neo–populistas que alcanzaron el poder desde Venezuela hasta la Argentina (O’Donnell, Iazzetta y Quiroga, coord., 2011).
Más allá de las diferentes interpretaciones, la lejana sombra del caudillismo parece proyectarse sobre el presente de la singularidad latinoamericana, como un rasgo persistente de su identidad cultural, quizás emergente de sociedades desequilibradas que no encuentran respuestas en la institucionalidad republicana ortodoxa.
Última actualización