Elementos normativos en tensión durante el proceso de consolidación del Estado Provincial

ERIC AMSLER

Durante la segunda mitad del siglo XIX, Santa Fe, al igual que el país, vivió un proceso de consolidación del Estado, de su estructura jurídica e institucional, en un contexto local y nacional de grandes transformaciones sociales y políticas. El inicio del nuevo proceso de institucionalización se puede ubicar en la sanción de la Constitución Nacional de 1853. A partir de entonces y hasta el final del siglo, la constitución santafesina fue modificada en seis ocasiones —en los años 1856, 1863, 1872, 1883, 1890 y 1900—, más que cualquier otra provincia argentina. A continuación, se comentarán algunas de las principales discusiones políticas, jurídicas e institucionales que se dieron durante el tiempo señalado, y cómo fueron resolviéndose en cada una de las reformas constitucionales o legales llevadas a cabo en la provincia.

La distribución de poderes en los órganos de representación

En la constitución provincial de 1856 el poder ejecutivo se encontraba en cabeza del gobernador que era elegido por un órgano legislativo unicameral integrado por dieciséis diputados: seis por Santa Fe, seis por Rosario, dos por San Jerónimo y dos por San José. La elección de un poder (ejecutivo) a través de otro (legislativo) hacía peligrar los principios republicanos y de división de poderes que se encontraban en boga en ese entonces, consolidados por la carta nacional de 1853.

La reforma de 1863 introduce respecto al esquema antes señalado dos cambios de importancia. El primero fue que el ejecutivo no sería más electo por la cámara de representantes, sino que lo designará una junta de electores elegidas por la ciudadanía. La Junta tenía como único fin la elección y proclamación del gobernador.

El segundo modificó el sistema de integración de la cámara de diputados. Quitó los representantes fijos por departamento e introdujo el sistema proporcional de un diputado por cada dos mil habitantes o fracción no menor a mil. Esta forma de representación proporcional favoreció a las ciudades con mayor población como Santa Fe y Rosario, quedando postergada la representación política del interior provincial.

La Comisión de reforma de la constitución de 1872 en su presentación ante la Convención provincial expresó que «aunque las reformas que propone no sean numerosas, son sin embargo trascendentales», y así lo eran. Respecto al esquema de gobierno la constitución de Simón de Iriondo introdujo la figura del vicegobernador como integrante del poder ejecutivo y su representante en la legislatura provincial.

Pero el más importante de los cambios fue respecto al poder legislativo, al que dividió en dos órganos, la cámara de diputados y la de senadores. En clave de distribución del poder, el sistema bicameral introducido, buscaba equilibrar la balanza al establecer una Cámara con sistema de representación proporcional, que favorecía a las dos grandes ciudades de la provincia, y la otra Cámara con representación igualitaria de los departamentos de la provincia, ámbito donde las zonas más postergadas podrían tener más gravitación política.

Esta cuestión también fue discutida dieciocho años después en el seno de la convención reformadora del año 1890, bajo la conducción provincial de José Gálvez. En esa ocasión, el convencional por la ciudad de Rosario, Carrasco, objetó la representación igualitaria departamental en el Senado, aseverando que la única representación legislativa justa era la que otorgaba la representación proporcional a la población de cada departamento. El convencional por La Capital, José Galiano, defendió la actual representación en el Senado al decir que «todos estos, (los departamentos) en el orden político–administrativo, son iguales, y deben concurrir de la misma manera a la formación de las leyes». De esta forma, entendía la importancia de equilibrar las posiciones de poder entre los departamentos más poblados y activos económicamente, y aquellos menos favorecidos, y el Senado era el ámbito adecuado. Esta última fue la posición que finalmente se impuso y que se mantiene hasta estos días.

Entre la autonomía municipal y la centralidad provincial

El artículo 5 de la Constitución Nacional de 1853, convocaba a las provincias a dictar sus propias constituciones «de acuerdo a los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional», y disponía específicamente que la misma debía asegurar el «régimen municipal».

El conflicto en establecer el régimen municipal residía en que al otorgar derechos y atribuciones a las municipalidades disminuía el grado de control e intervención por parte del estado provincial.

La carta provincial de 1856 determinaba que se debían establecer en todos los departamentos la institución de la municipalidad, cuyo régimen «será materia de una ley orgánica donde determinarán sus atribuciones y objeto». Además en su artículo siguiente, si bien dotaba al ejecutivo provincial del poder de inspeccionar y vigilar la administración comunal, disponía que éste no podía ejercer intervención formal en sus decisiones.

Durante este período no se sancionó la ley orgánica de municipalidades mencionada, pero sí se sancionaron las de creación de municipalidad de Rosario en 1858 y Santa Fe en 1860. En ambos casos se encontraron integradas por un concejo de diez municipales elegidos directamente por los vecinos, pero presididos por el jefe político de la ciudad, que era designado por el gobernador.

La constitución de 1872 modificó totalmente la institución, inclinando la balanza para el lado de la autonomía municipal. Establecía que las municipalidades eran independientes de todo otro poder en sus funciones propias, y que el gobierno estaría integrado por un concejo deliberante y otro ejecutor, ambos elegidos directamente por los vecinos del municipio. El mismo artículo establecía la elección popular también para el cargo de juez de paz del municipio. Además, en ese mismo año se sancionó la primer ley orgánica de municipalidades.

La reforma de 1883 mantuvo la línea de su antecesora. Sólo modificó el concejo ejecutivo municipal suplantándolo por un intendente ejecutor unipersonal. Aunque en este año se subió el mínimo de habitantes para constituirse en municipalidad a cinco mil, lo que generó una fuerte resistencia en ciudades como Esperanza y San Lorenzo, teniendo la provincia que verse obligada a retrotraer el mínimo a dos mil habitantes.

La reforma constitucional de 1890 significó un duro embate contra las aspiraciones de las municipalidades. El gobierno de José Gálvez, buscando recuperar la centralidad provincial, propició el carácter electivo del poder ejecutivo municipal, quien pasó a ser nombrado directamente por el gobernador, limitando las elecciones a los representantes del concejo.

El proyecto había generado un fuerte debate en el seno de la Convención donde varios convencionales de renombre rechazaron enfáticamente la propuesta. Uno de ellos fue el convencional por Rosario, Carrasco, el que explicaba que en caso de aprobarse la reforma planteada «todo el régimen municipal vendría a reducirse a compeler al pueblo por medio de los municipales elegidos por él a entregar su dinero para que lo administrase un funcionario lleno de facultades, nombrado por el Gobernador de la Provincia».

Finalmente, luego de dos días de debates, se terminó aprobando la reforma por veinte votos contra siete. La elección del intendente por el ejecutivo provincial se mantuvo durante casi tres cuartos de siglo —con la interrupción breve de la entrada en vigor de la constitución de 1921— hasta que recién la reforma de 1962 recuperó los derechos electorales para elegirlos por parte de los vecinos de las municipalidades.

Inmigración y derechos políticos

Para entender la importancia de este tema, basta con decir que la corriente inmigratoria en la provincia fue una de las más altas del país, llegando a significar casi la mitad de la población total de la provincia. En 1858 del total de habitantes que eran 41.261, sólo el 10,4 % era extranjero (4.304), pero ya en 1887 el 38 % lo era (84.215) hasta llegar en 1895 al 41,9 % (166.487). En algunos departamentos como San Martín y Castellanos, los extranjeros llegaron a representar el 60 % de la población. Es de imaginar por tanto la trascendencia de la cuestión de los derechos políticos de los inmigrantes extranjeros.

El artículo 25 de la Constitución Nacional de 1853 expresaba claramente el programa político principal de la clase dirigente. El gobierno «fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes». Este artículo proviene de Juan Bautista Alberdi, fiel representante de la llamada Generación del 37, quien entendía que el progreso nacional dependía de poblar las tierras del país con inmigrantes, principalmente europeos, y para ello se les debía garantizar el goce de los mismos derechos civiles que un nacional.

Si bien la constitución provincial de 1856 poco decía expresamente, su artículo 5 estableció que sus habitantes quedaban sujetos a los mismos derechos que reconocía la carta nacional, y además incorporó un artículo especial que estipulaba que «los extranjeros domiciliados en Santa Fe son admisibles a los empleos municipales y de simple administración».

En esta sintonía, la comisión de reforma constitucional de 1863, durante la gobernación de Patricio Cullen, tenía como principal objetivo que la nueva constitución sea un modelo de libertades y garantías para las personas «a fin de atraer pobladores y capitales alagados (sic) por los inmensos beneficios que les brinda». En el capítulo que incorpora, destinado a los derechos, deberes y garantías constitucionales, introdujo el artículo 18 que establecía que «no se dará en la provincia ley alguna o reglamento que haga inferior la condición civil del extranjero a la del nacional, ni le imponga mayores cargas».

La constitución provincial de 1872 fue más allá de los derechos civiles y, además de consagrar la autonomía municipal y la elección directa de sus representantes, otorgó a los extranjeros los derechos políticos a ser «elector y elegible para los cargos municipales y concejiles en el modo y forma que la ley determine». Por lo que, si bien no participaban del proceso electoral de autoridades provinciales, les otorgaba total igualdad política en la elección de autoridades locales.

Pero así como la constitución de 1890 restringió las autonomías municipales quitándole el derecho a elegir a su intendente, también eliminó el derecho al voto al extranjero, paradójicamente dejándolo habilitado para ser elegido, pero no elector de los comicios municipales. Esta supresión provocó una importante resistencia de los inmigrantes extranjeros en pos de recuperar el voto y otros derechos.

En el recinto de esa convención reformadora se alzaron las voces opositoras a la propuesta, las que destacaban tanto la obligación constitucional de fomentar la inmigración europea, como la importancia del aporte fiscal que hacían los extranjeros, se preguntaban: «¿contribuimos nosotros a fomentar esa inmigración e iremos en contra de ella, si empezamos por negar al extranjero un derecho que le acuerda la razón y la justicia? Si empezamos por negarle el sufragio, que a no ser indecoroso sostendría que le corresponde por compra hecha a un alto precio abonando todos los impuestos establecidos por el Gobierno comunal».

Diez años después, bajo la gobernación de Bernardo Iturraspe, se produjo la reforma constitucional de 1900 que otorgó nuevamente el derecho a participar en las elecciones municipales a los extranjeros de cada localidad, cumpliendo con la demanda no sólo de los colonos sino de uno de los nuevos actores políticos de la época, la Unión Cívica Radical.

Bajo la gobernación de Iturraspe, se produjo la reforma constitucional de 1900 que otorgó nuevamente el derecho a participar en las elecciones municipales a los extranjeros, cumpliendo con la demanda no sólo de los colonos sino de uno de los nuevos actores políticos de la época, la Unión Cívica Radical.

El radicalismo y el rol transformador del derecho electoral

Las elecciones provinciales de 1894 por varios motivos marcaron un antes y un después en la vida electoral santafesina.

Hacía poco meses que la revolución radical había depuesto al gobernador galvinista Juan Manuel Cafferata, en lo que sería un importante éxito del joven movimiento, logrando fuertes repercusiones no sólo a nivel provincial sino nacional. Como respuesta, el gobierno central intervino la provincia, impidiendo el control del poder público por parte del gobierno revolucionario, llamando a elecciones.

Para enfrentar al Partido Autonomista que representaba al galvismo, aliado con el oficialismo nacional, se constituyó la Unión Provincial integradas por elementos del viejo iriondismo y mitrismo, pero cuyo actor descollante fue la Unión Cívica Radical, que luego de la revolución de 1893 se presentaba por primera vez en la provincia como opción electoral.

La creación por ley de diciembre de 1890 de 18 departamentos y la distribución de las mesas electorales generaba un esquema donde el peso político del centro–norte santafesino era mayor que el del centro–sur. El norte tuvo mayor cantidad de sufragios, mayor representatividad legislativa y mayor cantidad de electores para gobernador.

Hacia esta época los procesos electorales ya no eran dominados por el uso de la fuerza y la violencia entre agrupaciones, sino que el oficialismo conservador utilizaba todo tipo de herramientas fraudulentas para cumplir con el formalismo del elegir a las autoridades.

La ley electoral vigente era del 22 de agosto de 1871, y había sido sancionada durante el gobierno de Simón de Iriondo, más de veinte años atrás. En ese entonces, la provincia tenía cuatro veces menos de habitantes que en 1894 y una muy inferior participación política.

Disponía que los vocales de las mesas electorales iban a ser elegidos por el presidente de mesa entre los primeros ciudadanos que concurrieran a sufragar. De esta forma el Partido Autonomista, que ya dominaba los presidentes de mesa, organizaba el proceso de tal forma que todos los nombrados vocales también sean del mismo signo político. Esto garantizaba el dominio de las mesas electorales, posibilitando, por ejemplo, que muchos de los votantes manifiestamente opositores sean rechazados por las autoridades de mesa impidiendo que sufraguen.

Asimismo, la mayoría de los fiscales de la Unión Provincial fueron rechazados debido a que no habían sido autorizados por el entonces interventor de la provincia. Además durante las elecciones, y a pesar de los innumerables esfuerzos que hizo la UCR previamente ante las autoridades nacionales —principalmente ante el entonces ministro del Interior, Manuel Quintana—, el gobierno nacional no envió veedores que escrutaran el proceso electoral.

Para completar el panorama en el interior de la provincia, los extranjeros, en general opositores al galvismo y de tendencias radicales, a partir de la Constitución de 1890, no tenían derecho a la participación electoral. En la zona rural, donde los opositores tenían muy poca institucionalización, se hacía uso de la policía para que acompañen a los peones rurales.

La fórmula oficialista resultó vencedora consagrando a Luciano Leiva como gobernador por 6.514 votos contra 2.125 de la coalición opositora. En la provincia residían en ese entonces 397.188 personas de los cuales 230.369 eran argentinos, de los cuales votaron sólo el 2.1 %, lo que deja a las claras la escasa representación electoral.

Las críticas de la opinión pública y de los opositores no tardaron en llegar, tanto desde el ámbito provincial como desde el nacional. Por ejemplo, en la Cámara de Diputados de la Nación, el entrerriano y radical Francisco Barroetaveña, en plena discusión con el santafesino José Ignacio Llobet, dijo que «podrá haber habido elecciones en orden y guardando ciertas formalidades externas; pero no hay en aquel Estado argentino ni sombra de la libertad de sufragio».

Ante la fuerte repercusión de las críticas, el propio ministro del Interior reconoció las irregularidades aunque culpó a la ley electoral al decir que «las irregularidades que se imputan no tienen que ver con coacción de parte de la intervención nacional; sólo se acusan vicios de educación política de la cual la intervención no es responsable, como así mismo de los errores de la ley electoral que la intervención no estaba llamada a corregir».

Finalmente en su discurso de traslado del mando a Leiva, el mismo interventor saliente Zapata expresó que «la ley electoral de Santa Fe requiere de una inmediata reforma».

La reforma pretendida no iba a llegar hasta 1904, en la que se dicta una nueva ley electoral en el marco de lo normado por la reforma constitucional de 1900 que preveía que la Legislatura sancione una normativa donde se otorgara el voto a los extranjeros, se regulara las funciones de las mesas de inscripción de electores y de recepción de votos, las condiciones del escrutinio público y, fundamentalmente, el voto secreto.

De todas formas, la cuestión de la tensión por la falta de representación política de los nuevos actores sociales era un tema cada vez más complejo por el poder conservador. La aparición de nuevos partidos políticos, las revoluciones radicales y los altos niveles de población inmigrante, requerían cada vez con más fuerza la modificación del sistema electoral. Esta realidad existente en Santa Fe era reproducida también en el resto de las provincias y en el ámbito nacional.

El gobierno nacional, durante la presidencia de Roca en 1902, elaboró un proyecto de reforma electoral que establecía un sistema por circunscripción uninominal para la elección de diputados, modificaba el sistema de inscripción en los padrones, estipulaba la edad para votar en 18 años e implementaba el voto secreto. Este proyecto fue aprobado aunque en el Senado, a instancia de Pellegrini, fue quitado el carácter secreto del voto. Dos años después, la ley fue derogada volviendo al sistema anterior.

A nivel provincial, Santa Fe modificó su ley electoral en 1904 implementando el voto secreto, como ya indicamos. La misma era un importante avance frente al sistema electoral hasta entonces vigente, aunque no alcanzó para evitar el abstencionismo radical en las elecciones de 1906.

Pero a principios de 1912 fue sancionada en el Congreso Nacional la ley 8871 implementando el voto libre, obligatorio y secreto. En ese momento la provincia se encontraba intervenida por el gobierno central desde hacía poco menos de un año. El presidente Roque Sáenz Peña estaba decidido a ampliar la representación electoral y por eso tomó medidas tendientes a garantizar la libertad de sufragio en las elecciones provinciales.

Si bien las elecciones a gobernador convocadas no eran regidas por la ley nacional sino por la ley provincial de 1904, habida cuenta el cambio de posición política del gobierno nacional, la UCR decidió presentarse. Resultó victoriosa la fórmula radical Menchaca–Caballero con 25.000 votos, contra 20.000 de la Fórmula Conservadora y 17.500 de la Liga del Sur. Un adelanto de lo que iba a ser la victoria radical a nivel nacional, poco después.

En ese mismo año, con el acuerdo de la oposición, la legislatura provincial sancionó una ley electoral que completa la de 1904 y termina de adaptarse a la nueva ley nacional. Adoptó el padrón nacional como registro cívico en el ámbito provincial, y estableció el voto obligatorio en su artículo 7 al decir que «todo elector tiene el deber de votar en cuantas elecciones provinciales fueren convocadas en su departamento».

Estado provincial y religión: un caso paradigmático

Gran parte del eje constitucional del Estado Nacional naciente, y de los Estados provinciales también, fue el de su relación con la religión y la relación entre el Estado y la Iglesia Católica, institución de gran peso, especialmente en la provincia de Santa Fe. A nivel nacional, la Constitución de 1953 no zanjó la diferencia entre liberales y conservadores, y es por ello que en el mismo texto se encuentran principios secularistas —por ejemplo, libertad religiosa absoluta— y a la vez principios confesionales —como el sostenimiento del culto católico apostólico romano—, ambos en franca contradicción.

Pocos gobernadores han sido expresión tan fiel del programa político liberal e inmigratorio como Nicasio Oroño. Un corondino ligado a la familia Cullen que comenzó siendo jefe político de Rosario en 1855, y luego de una larga trayectoria que incluyó los cargos de convencional constituyente provincial, diputado nacional y gobernador delegado, se convirtió en gobernador de la provincia, por el Partido Liberal en el año 1865, luego de una reñida y violenta elección.

La mayor parte de sus actos de gobierno se dirigieron a «abrir las puertas al progreso», lo que significaba poblar la «superficie desolada y desierta» de la provincia con colonos, preferentemente europeos, aunque también de provincias y países cercanos. En lo que respecta a la legislación de su gestión, claramente puede observarse este programa de gobierno.

Oroño concebía a la educación pública no sólo como el lugar formativo académico de los santafesinos, sino también como la herramienta integradora y centralizadora en una provincia tan heterogénea. Durante su mandato se multiplicaron el número de escuelas, y en junio de 1866 se sancionó la primer ley de educación primaria obligatoria, la que disponía «en todos los centros de población donde puedan reunirse diez alumnos se establecerá una Escuela de primeras letras» y que «los padres, patrones y tutores de los niños están obligados a mandar a éstos a las Escuelas públicas».

Asimismo, sancionó el Código Rural de 1867, norma que estableció parámetros claros y precisos del ámbito rural y comercial principalmente, como el de unificar las pesas y medidas usadas para el intercambio de ganados, cueros y demás mercancías.

Pero pronto algunas de las leyes que propulsó comenzaron a generar tensiones con uno de los poderes más tradicionales y fuertes de la provincia, la Iglesia Católica. El primer conflicto se dio en su afán por fomentar la educación y la agricultura, cuando propuso crear un colegio agrícola en San Lorenzo, utilizando las instalaciones del Convento de San Carlos. Las autoridades eclesiásticas llevaron sus quejas a la Nación, lo que finalmente frenó el proyecto.

Las dos leyes que generaron la fuerte crisis institucional se aprobaron en el breve lapso de quince días, la ley de cementerios y la ley de matrimonio civil, el 16 y 25 de septiembre de 1867 respectivamente. La primera declaraba que todos los cementerios correspondían a las municipalidades donde se encontraban ubicados y ya no iban a ser administrados por la Iglesia. La segunda establecía que al margen de cualquier consagración religiosa, el único matrimonio válido legalmente era el que se celebra ante el organismo estatal correspondiente.

Ambas leyes fueron pioneras a nivel nacional en cuanto al proceso de secularización de dichas actividades, mediante la asunción por parte del Estado brindando un servicio público, igualitario y gratuito al entero de la población, sea nacional o extranjera, católica o no.

La legislación constituía no sólo un acto de equidad para todos los habitantes de diferentes religiones consagrando la libertad de culto, sino también un plan político de promoción de la inmigración extranjera, tal como lo mandaban la constitución nacional y provincial.

La reacción de la Iglesia fue feroz, y la encabezó el obispo de Paraná José María Gelabert y Crespo, que llegó a excomulgar no sólo al gobernador sino a la legislatura provincial en pleno. Declaró que «el matrimonio civil era contrario al cristianismo, a la Iglesia Católica, y al equilibrio de la sociedad».

A pocos meses de sancionadas las leyes, en diciembre de 1867, comenzó la revuelta que depuso a Oroño como gobernador, aunque volviendo a la escena pública rápidamente como senador nacional en febrero de 1868. Luego, la derogación de las leyes reseñadas y la vuelta atrás con el proceso de secularización.

Recién casi veinte años después, a nivel nacional, se dictarían las llamadas leyes laicas que consolidarían los principios liberales, y a nivel provincial fue treinta años después, en 1899 con la creación del Registro Civil durante la gobernación de Bernardo Iturraspe.

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