Santa Fe entre la revolución y la autonomía
Por Alejandro Damianovich
La revolución en Buenos Aires
Por el poder y la libertad
La revolución ocurrida en Buenos Aires en mayo de 1810, no fue, como tantas expresiones de la resistencia americana, una reacción de los débiles contra los poderosos. Por el contrario, fue una comunidad poderosa la que desalojó del gobierno a un virrey débil y desteñido, a quien ya no sostenía la antigua amenaza de la represión imperial. La metrópoli estaba ausente desde que estalló la guerra europea en medio de un colosal reacomodamiento de fuerzas entre los imperios centrales, desencadenado por la revolución francesa de 1789 y su prolongación napoleónica que trajo como consecuencia la expansión de Francia por casi toda Europa, incluyendo España y Portugal.
Buenos Aires, con unos 43.000 habitantes, de los cuales la cuarta parte eran esclavos, era una ciudad en franco crecimiento desde mediados del siglo XVIII. Potenció su desarrollo al transformarse en sede de los virreyes desde 1776, puerto de ultramar habilitado por el Reglamento de 1778 y asiento de la Real Audiencia desde 1783. Esta conciencia de ser capital del reino prendió fuerte en los porteños y se va a mantener a la hora de discutir con los otros pueblos —entre ellos Santa Fe— los límites de su participación política en medio de la revolución, cuando desde Buenos Aires se fijó un esquema centralista de gobierno que proyectaba en el tiempo la lógica borbónica que organizó el régimen de las gobernaciones intendencias en detrimento de las ciudades y sus cabildos.
El poder de la ciudad–puerto se puso a prueba con la invasión inglesa de 1806. Con el apoyo de Montevideo pudo desalojar a las tropas de ocupación —1500 hombres— y ponerse sobre las armas para esperar y rechazar, en 1807, a la verdadera invasión de 12.000 hombres transportados en una flota que fue descripta como una ciudad en medio de la mar.
Estas fortalezas pusieron a Buenos Aires en una posición inmejorable para administrar con autonomía la crisis que sobrevino después de la invasión de Napoleón a España y la captura del rey Fernando VII, a quien se le había jurado fidelidad en América luego de que su padre Carlos IV hubo abdicado ese mismo año.
Antes de analizar de qué manera se vivió esta crisis en Santa Fe, conviene describir el proceso de apropiación de poder político que inició Buenos Aires cuando le tocó afrontar con sus propios recursos las invasiones inglesas, proceso que se fue desarrollando en los años siguientes a lo largo de cuatro momentos centrales y respondió al propósito de preservar los intereses locales en medio de la crisis generalizada del imperio español y del reacomodamiento de fuerzas de las potencias europeas, ocurrido como consecuencia de la revolución francesa y las guerras continentales que produjo.
Primera apropiación de poder: el derrocamiento de Sobremonte
El primer paso hacia la apropiación de poder político regional por parte de Buenos Aires se dio tempranamente. Un cabildo abierto despojó al virrey Sobremonte de sus atribuciones militares en agosto de 1806 y uno similar le quitó sus funciones políticas en febrero de 1807, ya que la élite porteña cuestionaba su accionar frente a las dos invasiones inglesas.
El gobernador de Potosí denunció estos hechos como escandalosos y vaticinó que vendrían tiempos en que la jurisdicción y superioridad de los altos funcionarios dependería del visto bueno de los pueblos y de sus cabildos.
La conciencia de ser «capital del reino» prendió fuerte en los porteños y se va a mantener a la hora de discutir con los otros pueblos.
Estas cosas ocurrían en Buenos Aires mucho tiempo antes de mayo de 1810 y estaban reflejando el inicio de un proceso local de apropiación del poder regional. Las caras visibles de esta nueva fuerza, consolidada después de la partida de los ingleses, eran el alcalde Martín de Álzaga y el virrey interino Santiago de Liniers, los héroes de la reconquista y la defensa. Habría que definir después qué sectores dentro de la ciudad serían los más beneficiados con estos cambios. La oportunidad de hacerlo se presentó el 1º de enero de 1809 cuando el sector que respondía al alcalde Álzaga intentó derrocar al nuevo virrey Liniers y apropiarse de su poder, antes que lo hicieran otros. La causa judicial que se les inició fue caratulada como intento de independencia. Aunque la mayoría de los insurrectos eran españoles, había en el grupo algunos criollos como Mariano Moreno y es posible que su conexión en Santa Fe fuera Francisco Antonio Candioti.
Segunda apropiación de poder: el sostenimiento de Liniers
El cambio de alianzas experimentado por la corona española había llevado a Liniers a una situación difícil. Los franceses, hasta entonces aliados de España, capturaron al rey Fernando cuando ya tenían en territorio español instaladas las tropas de ocupación. Los ingleses, hasta ese momento enemigos, pasaron a ser los mejores amigos de la nación. A impulsos de estos cambios es que se programó el derrocamiento de Liniers en Buenos Aires, ya que, por ser francés de nacimiento, era sospechado de preparar el reconocimiento de José Bonaparte, coronado rey de España por su hermano el emperador. Las tropas criollas, comandadas por Saavedra, sostuvieron al virrey para evitar que los europeos de Buenos Aires, militarmente más débiles, se apropiaran de un poder que aquellos deseaban reservar para sí y simplemente tomarlo cuando llegara el momento oportuno.
El sostenimiento de Liniers por parte de los criollos de la ciudad constituyó en realidad, contra lo que pudiera parecer a primera vista, una verdadera apropiación de poder, aunque menos visible que la que hubieran logrado los conspiradores de Álzaga de haber prosperado su intento. El virrey quedó ligado irremediablemente a las fuerzas que lo sostuvieron y a las que ya no podía disolver.
Queda claro que, a estas alturas, el estado imperial español ha perdido el monopolio de la fuerza física en Buenos Aires, elemento que desde la teoría política se considera central para la existencia misma de cualquier estado. Los cuerpos militares criollos, creados para rechazar a los ingleses, no se disolvieron después de la emergencia y van a constituir una fuerza inquietante para los funcionarios españoles. No obstante, son leales, más de lo que los españoles de Álzaga hubieran querido. Le permiten al nuevo virrey Cisneros hacerse cargo de sus funciones en julio de 1809, aun cuando pudieron haberlo rechazado, y, cuando este lo ordena, van a reprimir a los revolucionarios de Chuquisaca sin ningún reparo. Esperan simplemente el momento oportuno —el de las brevas maduras— para apropiarse de un poder que ya sienten como propio. Mientras tanto, obtienen del débil virrey Cisneros la apertura del puerto al comercio con los ingleses, cuyos barcos abarrotados de mercancías esperaban en las balizas del Río de la Plata.
Tercera apropiación de poder: el derrocamiento de Cisneros en mayo de 1810
Cuando se supo en Buenos Aires que las tropas francesas dominaban toda la península, excepto Cádiz, y que había desaparecido la Junta Central de Sevilla, última autoridad europea reconocida aquí, la élite criolla de la ciudad resolvió destituir al virrey Cisneros en el transcurso del cabildo abierto del 22 de mayo de 1810. Eran apenas 250 vecinos quienes deliberaban en el salón de acuerdos capitular, entre funcionarios, militares, eclesiásticos, comerciantes y universitarios, pero había gente en la plaza y muchos esperaban en los cuarteles.
La resolución fue clara, aunque los votos ofrecían algunas variantes. El virrey cesaba por la desaparición de quien lo había designado —la Junta Central de Sevilla— y el cabildo debía organizar una junta de gobierno, como las que se habían levantado en España tras la captura del rey, cuya soberanía quedaría preservada.
Los cuerpos militares criollos, creados para rechazar a los ingleses, no se disolvieron después de la emergencia y van a constituir una fuerza inquietante para los funcionarios españoles.
No estaba en juego la monarquía, cuya legitimidad nadie negaba en esos días, ni la independencia de una nación por entonces inexistente. Para constituir un gobierno autónomo, Buenos Aires se arrogaba el derecho a tomar la iniciativa sin esperar la opinión de los otros pueblos del virreinato. Pero el cabildo ensayó una fórmula temeraria: la nueva junta estaría presidida por el mismo Cisneros, a quien acompañarían Saavedra, Castelli y dos españoles. La designación iba acompañada de un reglamento que contiene algunas concesiones y garantías políticas, pero la maniobra no reflejaba la verdadera relación de fuerzas existente por entonces en Buenos Aires. De allí que las presiones, que incluían un cierto rumor de pueblo cuartelero, se extremaron para que la junta fuera reemplazada por otra el día 25 de mayo, en la que estaban representados los sectores favorables al cambio, incluyendo a aquellos que habían ensayado antes otras salidas a la crisis, como los alzaguistas —Moreno, Larrea y Matheu—, los carlotistas —Belgrano, Paso y Castelli— y las milicias de Saavedra que aportaban el poder de la fuerza física y algo de calor popular que pronto molestaría a ciertos revolucionarios ilustrados.
Cuarta apropiación de poder: el desconocimiento de la Regencia de Cádiz
La más importante apropiación de poder se dio cuando la Junta decidió no reconocer, el 8 de junio de 1810, al Consejo de Regencia de España e Indias constituido en Cádiz, aun cuando dejaba abierta la posibilidad de un reconocimiento futuro que nunca llegaría. Esta es la medida política más revolucionaria de aquellos días e implicaba, por primera vez, ignorar a una autoridad central que, si bien había surgido con títulos dudosos entre las ruinas de la metrópoli, era reconocida por las cortes de Inglaterra y Portugal y a la que estaban jurando fidelidad los virreyes de México y Perú y los gobernadores y cabildos de muchas intendencias y ciudades, incluyendo a Montevideo, Córdoba y Asunción, ciudades que resistirían a la junta porteña.
La decisión se dio en medio de un conflicto con la Real Audiencia de Buenos Aires, tribunal que juró fidelidad al Consejo de Regencia secretamente y cuya integración se mantenía sin cambios. El resultado fue la expulsión de los magistrados que la integraban y la del ex virrey Cisneros, embarcados todos por la fuerza el 22 de junio con rumbo a Canarias. La nueva audiencia fue conformada con jueces partidarios de la Junta. A espaldas de la Junta y en acto secreto, el cabildo de la ciudad reconocería también al Consejo de Regencia el 14 de julio. Cuando se supo, en octubre de ese año, Moreno impulsó la idea de que los capitulares fueran fusilados, como ya había ocurrido con Liniers y los regentistas de Córdoba, a lo que Saavedra se opuso. Se les aplicó una suave pena de destierro. Al fin y al cabo no eran funcionarios peninsulares sino caracterizados vecinos de Buenos Aires.
Quedaba planteada la guerra civil entre los partidarios de la Junta de Buenos Aires, ampliada en diciembre de 1810 con los diputados de los pueblos, y los seguidores del Consejo de Regencia de Cádiz que confirmó la convocatoria a las Cortes del Reino con la participación de diputados americanos. Unos y otros competirían al grito de ¡Viva el rey Fernando!, aunque ambas entidades, la Junta y el Consejo, como pronto se vería, estaban animadas por similares ideas liberales y rivalizarían en lo revolucionario de muchas de sus medidas. Se disputaban los mismos espacios de poder en la región y la Regencia reclamaba la subordinación de la Junta de Buenos Aires. Bien mirado el conflicto, era una guerra entre insurgentes liberales, por lo que las dos corrientes, la rioplatense y la gaditana, se merecerían la condenación real a la hora del regreso, en 1814, del amado y desgraciado Fernando VII, que volvió más retrógrado y absolutista que nunca.
Santa Fe y los sucesos de Mayo según los historiadores locales
Los historiadores de Santa Fe plantearon dos representaciones principales en relación con la revolución de mayo de 1810 y con el rol desempeñado por Santa Fe en esos días. Manuel Cervera y Juan Álvarez, que escribieron hacia el centenario, realizaron un análisis menos comprometido con el mito fundacional, instituido en los libros clásicos de Mitre y López, si lo relacionamos con el que hicieron los historiadores del sesquicentenario, Leoncio Gianello y José Rafael López Rosas, quienes mostraron a los santafesinos inflamados de un espíritu patriótico que llevaba a Candioti a despojarse de su fortuna en aras de la patria y a los blandengues de la ciudad a inmolarse por la causa revolucionaria frente a los realistas del Paraguay.
En su trabajo, Juan Álvarez nos muestra un proceso en el que se dibujan las apetencias políticas y los conflictos de poder. Con otras palabras, habla de redistribución del poder. Ninguna idea se había exteriorizado en el sentido de aprovechar la coyuntura para independizarse de Fernando VII. Vacante el gobierno, se aprontaban los candidatos. El párrafo parece reflejar las ideas de Alberdi y muestra claramente el sentido que tuvo la revolución en tanto movimiento de apropiación del poder por un sector dirigente porteño.
Manuel Cervera dedica un mayor desarrollo al relato de las alternativas revolucionarias y, aunque incurre en algunas reflexiones algo oscuras, asombra en ocasiones por la modernidad de ciertos juicios. Si bien señala que estaba en el ánimo de algunos el propósito de la revolución y la independencia, reconoce que lo ocurrido el 25 de mayo no fue en sí mismo un hecho revolucionario, en tanto la Junta se comprometía a sostener la religión, las leyes vigentes, la prosperidad y sostén de esas posesiones y la más constante fidelidad y adhesión a Fernando VII. Destaca que fue el mismo Cisneros quien pidió el acatamiento del interior a la autoridad de la Junta y el envío de sus diputados. Cuando advierte que el 26 de mayo la Junta pasó de ser Provisoria de la Capital para autotitularse Provisional de las Provincias del Río de la Plata, Cervera puntualiza: «Es el primer paso a la absorción del poder». Más adelante agrega:
«La Junta y los hombres dirigentes de Buenos Aires, siguieron una política tortuosa y de falsas declaraciones; sostenía a Fernando VII y propendía a la independencia; se declaraba realista y perseguía a los representantes del rey, como sucedió en Montevideo y el Paraguay; clasificó a sus vecinos por sus opiniones políticas; desterró al virrey y a los que votaron el sostenimiento de esta autoridad el 22 de mayo; introdujo la delación servil y dictó una ley de sospechosos; no dio al país el gobierno que prometió, ni monárquico, que hasta 1828 persiguieron algunos hombres dirigentes de Buenos Aires; implantó un gobierno local, que se quiso hacer aceptar, y provocó los localismos de los pueblos».
Cervera caracteriza al proceso revolucionario como un hecho político, en tanto los hombres de Buenos Aires se esfuerzan por participar del poder o influir en su distribución, procurando reservarse la parte del león. «La revolución de Mayo fue pues, un movimiento comunal con tendencia a un cambio político general en el virreinato, que debía llevarse por las armas». En la representación de Cervera, el pueblo está ajeno a lo que ocurre en las alturas del poder y en los dominios de la élite social.
La construcción de Leoncio Gianello responde en cambio a la misma concepción romántica que moviera a Vicente Fidel López a escribir La gran semana de Mayo. No solamente atribuye al partido patriota la intención de construir «un futuro que todos ignoran y todos preparan», según la expresión de Halperin, sino que le adjudica al pueblo una participación decisiva, sin advertir el rechazo que lo popular inspiraba en los mismos revolucionarios. El único conflicto que sobresale es entre patriotas y realistas, ignorando las complejidades que el proceso conlleva en tanto conflicto por la redistribución del poder. En su Historia de Santa Fe, el planteo es el mismo: en su discurso campea la idea fundacional, el concepto de patria moderno transportado a aquellos días, el móvil libertario, el espíritu democrático, la unanimidad de los pueblos, la nacionalidad ya definida.
Contemporáneamente a Gianello, y también con motivo del sesquicentenario, José Rafael López Rosas niega el carácter local y municipal de la revolución de mayo en Buenos Aires y asegura que Santa Fe, como otras provincias, preparó la revolución nacional, no solamente en el orden de las ideas, en la difusión de la propaganda revolucionaria o en algún apoyo aislado, sino organizando un verdadero alzamiento.
Las agitaciones políticas de 1809
Santa Fe era la ciudad más antigua de las tres que formaban la Gobernación Intendencia de Buenos Aires. Las otras eran Corrientes y la mismísima capital del virreinato, fundadas también en el siglo XVI. La gobernaba su cabildo y un teniente de gobernador, casi siempre elegido de entre los vecinos, que representaba al poder central. Contaba con una población de unos cinco mil habitantes y su economía era esencialmente ganadera y mercantil. Si bien su comercio y tráfico fluvial se había reducido notablemente con la abolición de su privilegio de puerto preciso en 1780, todavía distribuía parte de la yerba y el tabaco paraguayo, exportaba cueros por el puerto de Buenos Aires, contribuía al abastecimiento de carne de la capital del virreinato y aportaba seis mil mulas anuales a la gran feria de Salta.
La crisis de la Monarquía y el advenimiento de la modernidad conmovieron el mundo de las ideas de la ciudad, como ocurrió por entonces en todo occidente. Los cambios amenazaban los valores religiosos y políticos aceptados, poniendo en riesgo la hegemonía de la Iglesia y de la Corona, y papeles impresos con máximas infernales llegaban en todos los correos. En este contexto algunos historiadores han visto indicios de que se estaba preparando una insurrección en la ciudad, en marzo de 1809.
Si bien no existen pruebas documentales que indiquen que esto fuera así, no es posible descartar, siguiendo determinados indicios, que algunos cabildantes y vecinos estuvieran vinculados políticamente al proyecto insurreccional del alcalde de Buenos Aires Don Martín de Álzaga. El destacado comerciante español lideraba el partido de los sarracenos o republicanos, constituido mayoritariamente por europeos, y se propuso derrocar al virrey Liniers el 1º de enero de 1809, en un evidente intento de apropiación de poder que procuraba anticiparse al avance de otros sectores o prevenir la injerencia de otras potencias, ante una España ausente y preocupada por su propia supervivencia frente a la invasión napoleónica.
Los cambios amenazaban los valores religiosos y políticos aceptados, poniendo en riesgo la hegemonía de la Iglesia y de la Corona, y papeles impresos con máximas infernales llegaban en todos los correos.
La versión tradicional indica que en marzo de 1809 habría ocurrido en Santa Fe un movimiento subversivo que motivó el envío de tropas y tres barcos de guerra por orden del virrey Liniers. En casi todos los trabajos referidos al tema se completa la crónica con referencias a la llegada de los pliegos de la princesa Carlota Joaquina, recibidos en Santa Fe el 6 de febrero de 1809; a la resistencia de los vecinos a ocupar cargos capitulares, expresada el mismo 1º de enero; al trato irrespetuoso al que fueron sometidos los cabildantes salientes; a la negativa de parte del clero a jurar fidelidad a la Junta Central de Sevilla; a la circulación de impresos subversivos y la correspondiente réplica del teniente de gobernador Gastañaduy, y al proceso iniciado contra José Toribio Villalba, único imputado en relación con la temida insurrección santafesina.
En relación con la supuesta insurrección, lo único que está probado es que el cabildo de la ciudad negó que algo ocurriera en Santa Fe y que las tropas, unos quinientos hombres, efectivamente llegaron en tres barcos y se mantuvieron aquí hasta mediados de abril. También está probada la relación comercial y epistolar existente entre Álzaga y algunos vecinos importantes de Santa Fe, como Agustín de Iriondo y Francisco Antonio Candioti. Algunos contemporáneos, como el socio peruano de Candioti, Juan del Valle Ponga, creían además que tales vínculos se daban también en términos de afinidad ideológica y política, para el caso de Candioti, como surge de su correspondencia privada.
Esto sugiere que el éxito de Álzaga en la expulsión de Liniers hubiera sido aplaudido desde Santa Fe. Para marzo, cuando el teniente de gobernador de la ciudad, Prudencio María de Gastañaduy, recela de algún acontecimiento, los ánimos pudieron haberse excitado frente a la noticia de que el gobernador de Montevideo, Francisco Javier Elío, había liberado a Martín de Álzaga de su prisión en Río Negro impuesta por el virrey Liniers. Pero en ese momento, Candioti ya se encontraba en Salta atendiendo sus negocios del comercio de mulas. Hay que decir que la documentación oficial de la época no contiene ninguna referencia al hecho de que en Santa Fe hubiera ocurrido alguna novedad, siempre interesante en el caos de intrigas e intercambios epistolares que llenan colecciones documentales tan densas como Mayo Documental.
l fracaso del intento de Álzaga del 1º de enero, que demostró el respaldo militar del que Liniers disfrutaba en Buenos Aires, no podía alentar otro movimiento contra el virrey en marzo, en una pequeña ciudad sin recursos y tan próxima a la capital como lo era Santa Fe, a no ser que contara con el apoyo decidido de Elío, materializado en hombres, armas y dinero. Pero eso ya hubiera constituido una guerra civil que ninguno de los protagonistas se animó a desatar y no hay indicios que nos lleven a sospechar una combinación entre Elío y los santafesinos. De cualquier manera, la noticia de la liberación de Álzaga, ocurrida en febrero de 1809, pudo despertar alguna excitación y alarmar a Gastañaduy.
El motivo por el cual el virrey Liniers envió, en marzo de 1809, las tropas comandadas por Posadas a Santa Fe, parece estar vinculado a su enfrentamiento con Elío y la Junta de Montevideo, a quienes el segundo jefe de la expedición llama, con precisión técnica, el enemigo. No era la primera vez que Liniers movilizaba tropas en prevención de una ruptura armada con aquel gobernador. Por su parte, el teniente Gastañaduy hace también referencia explícita a la posibilidad de un avance de tropas desde Montevideo y transmite el rumor de que ya habría algunas en Paysandú. Elío había dado pie a estas alarmas al disponer el desembarco en el puerto de Río Negro de la fragata de guerra Diamante, con la que rescató a Martín de Álzaga y sus compañeros de prisión.
El hecho de que llegaran a Santa Fe y a Rosario, por correo, papeles subversivos, no indica que hubiera en esta ciudad un partido o un grupo revolucionario. Si se los leía era por el interés que despertaban, en cuanto reflejaban los conflictos y las amenazas de la hora. En el espíritu de Gastañaduy tales papeles y tales ideas liberales significaban una amenaza al orden establecido y a las ideas que sustentaban a la monarquía de origen divino. Así lo manifestó en un largo oficio dirigido al virrey en el que desarrollaba sus ideas absolutistas.
Por otra parte, estos papeles parecen responder a las ideas de otro partido, no a las de los conspiradores del 1º de enero, ni a las de Elío, Lué o Candioti. El santafesino, lejos de impugnar a la monarquía, se preocupa en sus cartas y en sus participaciones en el cabildo por la suerte de la península, alerta contra los franceses, se proclama buen vasallo y reprocha a quienes, por puro patriotismo, ponían en peligro la sustentación de los derechos de su legítimo soberano. A la hora de la revolución, escribirá a Saavedra expresando su adhesión a la revolución y a la Junta instalada a favor de «nuestro amado y desgraciado el Señor Dn. Fernando VII». Las inquietudes santafesinas de 1809, en tanto se ven reflejadas en la correspondencia de Candioti, pertenecen al conjunto de sucesos y maquinaciones rioplatenses que crecieron en oposición al virrey francés. Los hechos de Santa Fe, aun cuando no hayan pasado de un sordo malestar que preocupó al teniente de gobernador, pudieron ser resabios del motín de Álzaga, como lo planteó el historiador Manuel Cervera, casi cien años después.
El hecho de que llegaran a Santa Fe y a Rosario, por correo, papeles subversivos, no indica que hubiera en esta ciudad un partido o un grupo revolucionario.
Santa Fe ante la revolución porteña
Los sucesos de mayo de 1810 indican una nueva instancia de apropiación de poder de parte de Buenos Aires, dirigida esta vez por el sector de españoles americanos. Santa Fe está pendiente de todo lo que ocurre y, aunque está prevenida contra la gran ciudad–puerto, con la que ha competido por décadas por el control del tráfico fluvial del Paraná, de cuyo monopolio ha sido despojada en 1780, sabe que las definiciones políticas que permitirán enfrentar la gran crisis de la monarquía provendrán de la capital virreinal. Por ello, sus dirigentes alentaron el éxito de la revolución de Álzaga en 1809, temiendo que Liniers apoyara la dominación francesa, y se sumaron prontamente a la revolución de mayo en 1810, frente al temor de un vacío de poder. No pasaría mucho tiempo sin que Santa Fe reclamara mejores reglas de juego en el proceso de redistribución del poder regional y comenzara a ver en Buenos Aires una nueva fuente de dominación. El mismo Candioti, que parece fue partidario de Álzaga y luego benefactor de Belgrano, sería el conductor del proceso autonomista y primer gobernador de la provincia en 1815. Álzaga y Liniers ya habían caído en medio de aquellas luchas.
Un mundo que se derrumba
Los profundos cambios ocurridos en Occidente a partir de la revolución francesa de 1789, conmovieron profundamente el mundo de las ideas de los santafesinos. De entre sus dirigentes, uno de quienes más sufrió estas transformaciones, a las que debió adaptarse, fue precisamente Francisco Antonio Candioti, un hombre que centraba su universo de valores en torno a la Iglesia y a la Monarquía, ambas en crisis a principios del siglo XIX.
En 1809 había reafirmado su vasallaje al rey Fernando cuando hubo vecinos que hicieron circular la voz de que era él la cabeza de la supuesta sublevación en ciernes. Es por ello que el sospechado, que era por otra parte alcalde de primer voto del cabildo local, señaló en su defensa en plena sesión capitular y por propia iniciativa, que a tamaña sugerencia oponía su pedido de que se le graduara como buen o mal vasallo de «nuestro amado monarca que Dios conserve», decía.
Candioti subrayaba en su defensa su fidelidad a la figura del monarca, a cuya mención convenía decorar con expresiones de amor incondicional, apelando a su condición de buen vasallo, que era la que legitimaba a los hombres ante el poder y ante los semejantes.
En sus expresiones vertidas en la sesión del Cabildo, asentadas en el acta correspondiente al 4 de diciembre de 1809, Candioti deja claramente establecida su posición frente al caso en que patriotismo y vasallaje resultaran condiciones antinómicas. Ante la situación de aquel momento, Candioti destaca la intención del virrey Cisneros de «serenar los ánimos dislocados y fuera de su juicio [que] por un puro patriotismo se preparan a un caos de confusiones y laberintos: objeto que debe ser de la mayor atención en los superiores, pues las circunstancias del día no permiten semejantes escabrosidades ni embolismos, sino antes bien procurar por todos los medios la paz, quietud y tranquilidad de los pueblos, que reuniendo las ánimos de los individuos que los componen a un solo fin y objeto, y con una misma causa, sean capaces de hacerse respetables en las demás naciones en sustentación de los derechos de su legítimo soberano».
El patriotismo al que Candioti se refiere no es todavía el patriotismo revolucionario. En el mismo texto se refiere al síndico procurador de la ciudad como buen ciudadano y patriota, porque reclama que se continúe con la investigación sobre la recelada conmoción santafesina de principios de año. El patriotismo es por aquellos días el sentimiento de lealtad a la ciudad, a la república como cosa comunal. Por ello se llamaba a los vecinos principales padres de la república.
En cambio, la idea de nación, que aparece también en el texto de Candioti cuando se refiere a las demás naciones como oposición a la propia, apunta a una concepción más extendida que la que se desarrollaría después de la revolución. La nación es inseparable de la idea de la monarquía, entendida ésta como la vasta extensión del dominio soberano del monarca: España y las Indias. Es decir, la semántica al uso en aquellos días atribuía a la idea de patriotismo una acepción reducida y a la de nación una ampliada, si las comparamos con las que comenzarán a desarrollarse después de la revolución.
Las ideas del absolutismo monárquico, que tendrían su rebrote europeo tras la caída de Napoleón y que la Iglesia Católica sostendría hasta la época de León XIII, como se desprende de diversas encíclicas papales, estaban seguramente incorporadas en la mentalidad colectiva de los vasallos rioplatenses, especialmente entre los más católicos, como era el caso de Candioti, ya anciano para aquellos días en que los cambios venían a desbaratar su mundo y su fortuna.
El patriotismo al que Candioti se refiere no es todavía el patriotismo revolucionario. El patriotismo es por aquellos días el sentimiento de lealtad a la ciudad, a la república como cosa comunal.
Acordes con el absolutismo predominante, las ideas de vasallaje del teniente de gobernador de Santa Fe, Prudencio María Gastañaduy pudieron volcarse al papel en un documento oficial para decir, tras denunciar la circulación de impresos anónimos en la jurisdicción, que los buenos vasallos estaban obligados a guardar al rey y a sus representantes la fidelidad más sumisa y obediente, y a creer firmemente que el poder que posee el monarca no le viene del pueblo sino de Dios. Mediante un encadenamiento de vínculos de subordinación establece que la sumisión debida al rey era extensiva a la Junta Central de Sevilla, que lo representaba, y al virrey y demás funcionarios, en cuanto eran a su vez el brazo ejecutivo. Por lo tanto, desobedecer a estos equivalía faltar a Dios, quien había otorgado el poder al monarca. De allí que, faltar a los deberes del buen vasallo equivalía a pecar, pues se violaban principios consagrados de la religión.
La semana de mayo en Santa Fe
Mientras en Buenos Aires tenían lugar los sucesos que llevaron a la caída del virrey Cisneros, entre el 18 y el 25 de mayo de 1810, en Santa Fe se estaba desarrollando un proceso muy diferente: el último capítulo de la política colonial, que, curiosamente, apuntaba a participar de alguna manera del gobierno de la monarquía, aunque fuera en medio de la crisis planteada por la invasión napoleónica a la península.
El 2 de mayo se había realizado la elección del caracterizado vecino Francisco Tarragona para integrar la Junta Central de Sevilla, cuerpo gubernativo que a esas horas ya no existía, pues se había disuelto a sí misma ante el avance francés y se había constituido en su lugar el Consejo de Regencia de España e Indias, organismo que intentaría integrar las diversas partes de la monarquía en un pie de igualdad bajo principios revolucionarios liberales.
Esta elección fue aprobada por el virrey Cisneros y el 28 de mayo se conoció en Santa Fe la resolución respectiva. O sea que mientras en Buenos Aires el virrey había sido desplazado de sus funciones, el Cabildo de Santa Fe se notificaba de la aprobación de una elección que parecía fortalecer los vínculos entre las Indias y la metrópoli. Es de suponer que Tarragona habrá celebrado esta confirmación y que probablemente estaría preparando su viaje a España para sumarse al gobierno general del Imperio, o de lo que quedaba de él.
Poco duró esta situación, pues el 5 de junio se conocía en Santa Fe la noticia oficial de la destitución de Cisneros y de la conformación de una Junta Provisional de Gobierno. La circular del 27 de mayo requería a las ciudades del virreinato que eligieran diputados para sumarse a la Junta a medida que fueran llegando a Buenos Aires. Ya veremos de qué manera Tarragona será ratificado por los vecinos como su representante.
Cambios y continuidades
La noticia de que en Buenos Aires se hubiera creado una Junta de Gobierno a nombre del rey Fernando, no contenía en sí misma una idea de ruptura en relación con la pertenencia de estas tierras a la monarquía española ni con la idea de subordinación al monarca cautivo. Solamente estaba indicando que Buenos Aires había decidido administrar por sí misma la profunda crisis en curso y que, a la vez que requería a los pueblos el acatamiento a su autoridad, los convocaba a participar del gobierno central, aunque en manifiesta desventaja numérica en relación con la cantidad de vecinos porteños que integraban la Junta Gubernativa.
Pero se notaba en las disposiciones de la Junta un nuevo tono político que rompía de alguna forma con el antiguo régimen social y político, cuando estaban profundamente incorporados a la mentalidad colectiva de los rioplatenses los contenidos simbólicos de la etiqueta al uso, asuntos que lejos estaban de ser meras formalidades, sino que reflejaban el disfrute de posiciones prestigiosas ganadas a lo largo de la vida como vasallos ejemplares, que se habían traducido en cargos concejiles, especialmente alcaldes y regidores, u oficiales de la Real Hacienda.
Véase lo que ocurrió en Santa Fe en los primeros días de la revolución, cuando tuvo lugar el cabildo abierto convocado para elegir el diputado que representaría a la ciudad en la Junta, conforme al texto de la circular del 27 de mayo. En el congreso del 9 de junio de 1810 se puso en tela de juicio las formas exteriores en que las personas, al menos la clase dirigencial, se mostraban ante los demás, quedando seriamente lesionadas las prácticas antiguas.
En este tipo de reuniones, los vecinos invitados se ubicaban en el recinto de acuerdo a su jerarquía social. En esta oportunidad se vieron alterados, en primer lugar, el alcance de las invitaciones, que fue ampliada a jóvenes de buena familia pero solteros, y luego el orden tradicional de prelaciones, por lo que algunos padres de la república quedaron postergados frente a uno de aquellos jóvenes, el maestro de artes José Elías Galisteo. Esto último no se reducía a una disputa de honores. El orden de las ubicaciones determinaba el de la votación, cosa que podía comprometer el sistema de influencias, ya que los primeros en formular su voto, por ser los más prestigiosos socialmente, solían condicionar el de los restantes.
La consecuencia fue la impugnación del acto y la formulación de una consulta a la Junta sobre cómo debía llevarse a cabo. La respuesta, inspirada por Mariano Moreno aunque firmada por Saavedra, indicaba que la reunión debía realizarse sin etiqueta alguna ni orden en los asientos. Con ello se esperaba poner remedio a los males que acarrearía a la causa del rey y del estado tan peligrosa dilación. Nótese la intención de Moreno al dirigirse a personas que se presentaban a sus ojos como conservadores, es decir como buenos vasallos, intención que guarda consonancia con los preceptos que volcará después en su Plan de Operaciones. Sabiendo que para ellos la legitimidad del poder real es por entonces incuestionable, les recuerda que la causa de la revolución, que puede entenderse como la causa del estado, es la causa del rey, frente a la cual se confunde.
El cabildo abierto se realizó al fin el día 2 de julio y se eligió al principal impugnador del intento anterior, Francisco Tarragona, quien en pocos días había pasado de ser representante electo por la ciudad ante la Junta Central de Sevilla, para pasar a ser su diputado en la Junta Gubernativa que funcionaba en Buenos Aires a partir del desplazamiento del virrey. Luego de su designación prestó juramento ante el Cabildo, prometiendo «usar bien y fielmente su cargo, conservar la integridad de esta parte de los dominios de América a nuestro amado soberano, el Señor Don Fernando Séptimo y sus legítimos sucesores, observar justamente las leyes del reino y procurar todo aquellos que sea en beneficio de esta ciudad». En nada hubiera cambiado la fórmula de su juramento si en vez de ir a sumarse a la Junta de Buenos Aires hubiera partido para España a integrar la Junta Central de Sevilla, máximo órgano de gobierno de la monarquía en crisis.
La sumisión reverencial al monarca parece haber sido una característica común en Santa Fe. Se evidencia, como ya señalamos, en los dichos de su principal dirigente, Francisco Antonio Candioti, de diciembre de 1809 y de agosto de 1810, y se nota que la Junta utiliza en sus comunicaciones a los santafesinos la mención a la soberanía de Fernando VII como una estrategia dirigida a inspirar confianza.
La sumisión reverencial al monarca parece haber sido una característica común en Santa Fe. Se evidencia en los dichos de su principal dirigente, Francisco Antonio Candioti
Así lo hace cuando señala que la pronta elección del diputado «redundará en beneficio de la causa del rey y del estado», y cuando el 23 de junio de 1811, el teniente de gobernador Ruiz, que era español, pone en funciones a la Junta Subalterna que él mismo presidía, lo hace, según dice, «para sostener unidos los derechos del rey y de nuestra causa».
El estandarte real era objeto de la mayor atención y reverencia, como se aprecia a raíz de los festejos del 25 de mayo de 1811. En un informe del teniente de gobernador Ruiz, destaca «la pompa y solemnidad con que se verificó el paseo del Real Estandarte en los días 24 y 25 de mayo». Unos meses antes, en enero, los regidores del Cabildo de Montevideo, quienes se supone que eran los verdaderos realistas, se atrevieron a solicitar al recién llegado virrey Elío que suprimiera el paseo del Real Estandarte, porque las cortes de Cádiz habían declarado que las provincias indianas eran jurídicamente iguales a las metropolitanas.
El recalcitrante conservador que era Elío, ordenó que se realizara el paseo, pero las cortes dieron la razón al Cabildo un año después. Este tipo de gestos nos llevan a reflexionar sobre los verdaderos posicionamientos de los actores de entonces, enfrentados, no entre patriotas y realistas, sino entre quienes apostaban a proyectos divergentes y antagónicos para enfrentar la crisis de la monarquía, sin dejar de ser revolucionarios tantos los rioplatenses como los gaditanos y sus seguidores de América. Entre unos y otros, los absolutistas fanáticos como Elío combatirían a todos, llegado el momento.
Santa Fe pide ser gobernada por un vecino
Hasta aquí los santafesinos siguen constituidos como buenos vasallos, aun cuando la ciudad reconoce enseguida la autoridad de la Junta de Mayo, presentada ante ellos como protectora de los derechos del poder de su majestad Fernando VII. Destituido el teniente de gobernador Gastañaduy, los santafesinos piden a la Junta que lo reemplace con un vecino de la ciudad. El 24 de julio surge una primera propuesta que, sostenida por cuarenta vecinos, eleva los nombres de Juan Francisco Echagüe, Pedro Morcillo Bailador y José Antonio Echagüe. Al día siguiente se moviliza otro sector que propone el nombre más a propósito para el cargo: Francisco Antonio Candioti, ausente todavía en Salta. Lo apoyan vecinos prestigiosos, a los que se suman el diputado electo Tarragona y el teniente de gobernador interino, Pedro Tomás de Larrechea.
Todo es inútil. La Junta ya ha nombrado al coronel español Manuel Ruiz y marcha a cumplir con su misión. A pesar de las justificaciones formales que la Junta ensayó, la política centralista y de sometimiento de Buenos Aires hacia el interior, quedaba sancionada, como pronto los santafesinos podrían comprobar en medio de una guerra que enseguida estalló en el litoral y que costó a la ciudad parte de su juventud y muchos de sus recursos para intentar hacer efectivo el poder de Buenos Aires en Asunción y en Montevideo. Entre tanto Candioti ha regresado a Santa Fe desde Salta y escribe a Saavedra y a la Junta el 11 de agosto de 1810:
«Hace poco tiempo que he llegado a esta ciudad, mi amada patria, de la de Salta; y me he llenado de sumo gusto, y complacencia al ver el grande entusiasmo, que tiene todo este pueblo por la instalación de la Exma. Junta Provisional Gubernativa de la que V.E. es presidente, que me lisonjeo de ser hijo de un suelo, cuyos habitantes han reconocido con toda madurez y premeditación la legitimidad de su instalación a favor de nuestro amado y desgraciado el Señor Dn. Fernando VII; y como yo no he hecho hasta ahora manifestación alguna por hallarme ausente, siguiendo el buen sistema de mis conciudadanos me ofrezco en esta ocasión para todo aquello que penda de nuestro arbitrio para afianzar las ideas y miras de V.E. y de la Exma. Junta, cuyas sabias y prudentes determinaciones serán ciegamente obedecidas por este su más atento y seguro servidor, que con la más sincera voluntad queda puesto a las órdenes de V.E. y besa su mano».
A su paso por Santa Fe en marcha hacia el Paraguay, el general Belgrano escribiría a la Junta, refiriéndose a Candioti:
«es un patricio honradísimo, me ha ofrecido todos los auxilios, que pendan de sus facultades, y además merece el concepto y respeto de este vecindario, como V.E. sabe».
Con respecto a Agustín Iriondo, escribía Belgrano en la misma carta a la Junta:
«vecino de esta, y acaso el más inteligente en los intereses de este vecindario, y el de toda la jurisdicción: es de nuestra causa porque es amante del bien público, del que tengo yo pruebas desde que fue diputado del Consulado».
Pero la revolución desbarataba el mundo de Candioti. Sus pilares más sólidos descansaban en la legitimidad de la monarquía y en la religión. Consideraba a la primera como una unidad nacional a la que pertenecían y se constituía como sujeto bajo las formas del vasallo incondicional y del católico íntegro, que en uno de sus testamentos declararía a su alma como única heredera. Gran protector de la orden de Predicadores, entendía que los invasores franceses representaban la herejía de la revolución, en lo que coincidía con sus corresponsales del Perú.
El imperio de Candioti también dependía de la unidad de los dominios del rey en América. Cubría con sus negocios un área inmensa desde Buenos Aires hasta Lima y hasta Quito, y por el río hasta el Paraguay. Sus estancias se extendían por grandísimas extensiones de Santa Fe y Entre Ríos y se reproducían en ellas sus cabezas de ganado vacuno y mular por millares anualmente. Tenía apoderados, cobradores, socios y dependientes en todos los puntos del circuito vinculado al tráfico de mulas, su generosa fuente de onzas de oro, y había construido una casa en Salta para instalarse en ella durante parte de cada año. Sus numerosos hijos naturales administraban sus dilatadas estancias y los numerosos puestos, mientras en su casa de Santa Fe vivían, al amparo de una numerosa servidumbre, su esposa y sus dos hijas legítimas. Más de sesenta esclavos y cientos de peones constituían su fuerza laboral aplicada a la cría y al comercio de mulas, con sus interminables viajes hasta Salta, a la explotación del cuero, al comercio de frutos de la tierra y de géneros de Castilla, y a la navegación de su barco, que iba y venía hacia Buenos Aires y hacia el Paraguay.
El imperio de Candioti también dependía de la unidad de los dominios del rey en América. Cubría con sus negocios un área inmensa desde Buenos Aires hasta Lima y hasta Quito, y por el río hasta el Paraguay.
Todo se desmoronó en 1810 al estallar la guerra. El comercio de mulas con el Alto Perú quedó interrumpido y Candioti, por primera vez en los últimos veinte años, no viajó a Salta en 1811. Nunca más lo haría. El virrey del Perú confiscó sus bienes y acreencias que sumaban muchos miles de pesos en oro y plata, y sus deudores se sintieron dispensados de pagar en medio de la guerra. Sin embargo, Candioti dio muestras de asumir una actitud activa a favor de la revolución, aun cuando, poco a poco, fue alimentando sus reservas en relación con la política centralista de Buenos Aires y elevó cartas al gobierno central, quejándose del despotismo de sus representantes en el gobierno de Santa Fe.
En diversos documentos se expresará en términos acordes con el nuevo discurso revolucionario y algunas cartas que se conservan de su correspondencia privada muestran entusiasmo en sus corresponsales al anunciarle noticias de la guerra en el Alto Perú. Uno de sus sobrinos Aldao no perdió oportunidad de destacar en la cubierta de una carta el nuevo grado de su tío: teniente coronel de la Patria.
Continuidad de la élite dirigente santafesina tardocolonial en el poder durante la revolución
La obra de Halperin dejó de lado la idea hasta entonces predominante de que el proceso de Mayo fue impulsado por un grupo social dotado de conciencia revolucionaria que aspiraba a desligarse del lazo colonial para su posterior desarrollo. La militarización de Buenos Aires y la crisis de la monarquía habrían creado las condiciones para que la élite porteña tomara la delantera y se dispusiera a asegurarse el control de la situación en la región. Esta élite, señala Halperin, no era una clase terrateniente, por entonces poco relevante en Buenos Aires, sino eminentemente mercantil. Una burguesía mercantil.
El caso de Santa Fe, como el de casi todas las provincias, está marcando significativas diferencias, como puede inferirse de la lectura de Revolución y Guerra y confirman investigaciones locales como las de Griselda Tarragó. Los lazos, que Halperin considera como extremadamente tenues, existentes entre la élite revolucionaria porteña y el sector productor rural —clase terrateniente—, fueron muy fuertes en Santa Fe. Es más, no se trata de lazos entre mercaderes y hacendados, sino que la mayoría, si no todos, cumplen con ambos roles, aunque las circunstancias adversas producidas por la abolición del puerto preciso han producido una mayor inclinación hacia la ganadería.
La clase dirigente santafesina, Candioti, Vera, Echagüe, Iriondo, Aldao, Larrechea, era eminentemente terrateniente y arraigadamente mercantil. Durante los cuarenta años en los que Santa Fe disfrutó del privilegio de puerto preciso —1740–1780—, y antes también, la clase dirigente santafesina se enriqueció con el comercio de los frutos paraguayos desembarcados en sus muelles obligadamente. El espíritu comercial fue desarrollado entre los santafesinos con especial atención, y todos intervenían en el tráfico de yerba, tabaco y algodón.
El monopolio portuario santafesino le fue cuestionado por Asunción y por Buenos Aires. Ambas ciudades lograron su abolición en 1780, por lo que la caída del comercio en Santa Fe fue drástica en muy poco tiempo. La clase dirigente local, se concentró entonces en sus campos y en sus ganados, desarrollando la cría vacuna para el mercado de Buenos Aires y multiplicando sus envíos de recuas de mulas a la feria de Salta.
Esta situación generó una revalorización de la tierra y una reconversión de las actividades económicas que se desplazaron del comercio a la ganadería como principal recurso productivo. La consecuencia fue que la clase dirigente santafesina de 1810 era predominantemente ganadera, aunque no hubiera dejado de ejercer el comercio en una menor escala.
Candioti, como ya señalamos, tenía sus representantes en Asunción, Corrientes y su apoderado en Buenos Aires, y su barco iba y venía por el río traficando mercancías. Pero la fuente de sus onzas de oro era el comercio de mulas y, en menor medida, la producción de cueros, especialmente provenientes de su estancia entrerriana de Río Hondo. Para el caso de Manuel Ignacio Diez de Andino, sus estancias de Gualeguaychú y de San Miguel en el Carcarañá, le ofrecían su principal fuente de ingresos, cuando su padre y su abuelo habían sido principalmente comerciantes. La liquidación de los latifundios jesuíticos en ambas bandas del Paraná había contribuido a ampliar las posesiones inmobiliarias de los vecinos de Santa Fe a partir de 1767, pero fue durante las dos últimas décadas del siglo XVIII y primera del XIX que se vio claramente la preeminencia de las actividades ganaderas por sobre las mercantiles.
Tan acendrada estaba la tradición comercial que el doctor Pedro Aldao, uno de los primeros abogados santafesinos, poseía su barraca y desarrollaba importantes transacciones en Córdoba. Pero su hermano Luis era uno de los administradores de estancia de su tío Candioti. Lo mismo hacía el doctor Pascual Diez de Andino, heredero de una familia de varias generaciones de mercaderes, al punto que en uno de sus viajes de negocios a Asunción, realizado en 1820, fue capturado por el gobierno de Francia y no regresó.
Esta clase dirigente de Santa Fe, ganadera y mercantil, recibirá un duro golpe a sus intereses con la revolución, pero se mantendrá en su rol dirigencial local, procurando minimizar los daños producidos por el tránsito de los ejércitos hacia el Paraguay, hacia Montevideo y hacia el Alto Perú, con fuerte impacto sobre las existencias ganaderas vacuna y caballar, más los impuestos patrióticos, los saqueos ribereños de los de Montevideo, la interrupción de las vías de comunicación terrestre y fluvial y la pérdida de vidas humanas.
No hay cambios ni redistribución del poder dentro de la sociedad santafesina. Apenas si se insinúa un avance generacional de algunos jóvenes que rompen con los formalismos en el Cabildo Abierto de junio y generan las protestas de los patricios celosos de sus prerrogativas. Candioti, que fue sostenido varias veces para que fuera designado teniente de gobernador desde 1810, era uno de los Padres de la República de larga actuación en medio siglo de vida colonial.
La continuidad de la élite en el mando y control de la ciudad es tan evidente que solamente admite la excepción de Estanislao López en 1818, cuando el poder militar adquiere preeminencia por sobre cualquier otro en medio de la guerra contra Buenos Aires. Si Tarragona es elegido diputado a la Junta Central de Sevilla el 2 de mayo de 1810, cuando gobierna Cisneros todavía y no se conoce la noticia de la caída de este organismo metropolitano, su designación como diputado a la Junta de Buenos Aires al siguiente mes, parece una ratificación de un mandato. Si el doctor Carvallo fue propuesto también para diputado a la Junta de Sevilla, se le renovará la confianza del vecindario en octubre de 1812 cuando es elegido diputado a la Asamblea de 1813. Todavía en 1815 se disputan el cargo de teniente de gobernador Tomás de Larrechea y Francisco Tarragona, los votados para ir a Sevilla a participar del gobierno metropolitano cinco años antes.
El centralismo de Buenos Aires desde el inicio de la revolución (1810–1815)
Si bien Santa Fe se sumó a la empresa revolucionaria desde el primer momento, ya manifestó su resistencia a las prácticas centralistas porteñas en octubre de 1811 y noviembre de 1812, momentos de tensión y aprontes de resistencia. La demanda para que el teniente de gobernador de la ciudad fuera santafesino nunca fue atendida y se enviaron seis coroneles para que administraran la jurisdicción entre 1810 y 1815.
Esta clase dirigente de Santa Fe, ganadera y mercantil, recibirá un duro golpe a sus intereses con la revolución, pero se mantendrá en su rol dirigencial local.
Seis coroneles para una dominación
El primero de la lista fue el español europeo Manuel Ruiz que se hizo cargo de sus funciones el 18 de agosto de 1810. No pudo evitar el recelo de los santafesinos por ser peninsular y porque su nombramiento significó el desaire de los candidatos propuestos por la ciudad, entre los que resonaba el nombre de Francisco Antonio Candioti. Sin embargo, Ruiz se ganó el respeto local y quedó en la ciudad después de finalizar su gestión en febrero de 1812. A él le tocó auxiliar a Manuel Belgrano, primero en su expedición al Paraguay y después en la construcción de las baterías de Rosario. Durante su mandato funcionó una junta subalterna, que Ruiz integró en compañía de dos vecinos, órgano creado por el gobierno central que despertó gran resistencia y que funcionó en permanente conflicto con el Cabildo.
El coronel Juan Antonio Pereyra vino en segundo término. Aunque no descuidó la defensa de la ciudad, se comportó como un tirano desde que asumió el mando el 14 de febrero de 1812, lo que dio lugar a permanentes quejas del Cabildo ante el triunvirato, mientras se profundizaba el resentimiento hacia Buenos Aires. Fue reemplazado por el coronel Antonio Luis Beruti —el de las cintas de la semana de mayo— a principios de diciembre del mismo año. Como sus antecesores, se ocupó de guarnecer de las riberas frente a los desembarcos de tropas españolas de Montevideo.
Beruti fue reemplazado en junio de 1813 por el coronel Luciano Montes de Oca, quien tuvo que enfrentar los primeros movimientos militares de Artigas, el caudillo oriental que ya había roto con Buenos Aires, sobre todo después de que fueran rechazados sus diputados a la Asamblea del Año XIII. Actuaba también en la ciudad como comandante de la guarnición, el coronel Eduardo Holmberg, a quien se le ordenó operar contra Artigas, pero fue vencido en El Espinillo por las tropas de Eusebio Hereñú, que respondían al Protector. Se desencadenaba la guerra civil cuando aún estaba en pleno proceso el enfrentamiento con el poder militar español.
Como consecuencia, el director Posadas comisionó a Francisco Antonio Candioti y a Fray Mariano Amaro para conferenciar con Artigas. El resultado de tales tratativas no produjo ningún acercamiento, pero sirvió para conectar a los dos líderes rioplatenses.
A Montes de Oca le siguieron los coroneles Ignacio Álvarez Thomas y Eustaquio Díaz Vélez, como representantes del Directorio en Santa Fe. El paso del primero fue breve y el segundo, que asumió en mayo de 1814, extremó los aprontes defensivos de la ciudad, pues aunque ya había caído el poder español de Montevideo, el avance artiguista sobre Entre Ríos era incontenible. A principios de 1815, la concentración de tropas artiguistas en Paraná hacía que se esperara el estallido de la revolución en Santa Fe.
Aprontes de insurrección en 1811 y 1812
La ciudad había vivido, en octubre de 1811, un clima de insurgencia que encontró afinidades con una parte de un ejército porteño en tránsito hacia Montevideo. En un informe especial de noviembre de 1811, elevado por el comisionado del triunvirato, Ventura Bedoya, se describe la situación: «Las agitaciones de esta ciudad han sido obra de algunos espíritus inquietos y revoltosos que no faltan en todos los pueblos». Agrega que se llegó a decir que «el gobierno se ha opuesto a la libertad de los pueblos; que el gobierno y los principales cargos están en manos de europeos», lo cual constituye a su entender «un ridículo reparo». Estos asuntos,
«expuestos a la discusión y examen de la plebe, se hizo conversación del día y asunto de congresos nocturnos, a los que presidían algunos señores de la primera jerarquía, quienes autorizaban con sus votos el común sentir de los sastres, zapateros y demás chusma de gentes»
La situación pudo haber sido grave para el triunvirato, ya que Bedoya agrega en su informe:
«Apoyaban este modo de pensar las tropas [al mando de Juan Florencio Terrada] que estaban destinadas a la Banda oriental —y me consta— les ofrecían auxilio, dando por sentado el consentimiento de los jefes, que suponían de su parte. Y hubo oficial que tuvo la osadía de proponer el plan de la revolución a uno de los generales».
Prosigue Bedoya, según la transcripción de José Rafael López Rosas:
«Ilusionados con tales ofrecimientos se atrevieron algunos a salir al descubierto con su pretensión, [...] inquietaron al vecindario con amenazas de degüello y de saqueo; y llegaron a la osadía de dirigirse a V.E. [el Triunvirato] con un anónimo que llenó de cuidados a esa superioridad».
Luego hace una especie de diagnóstico sobre los posibles vecinos que pudieran merecer la designación de gobernador de la plaza. Sobre Candioti deja entrever que aglutina a los opositores del triunvirato en Santa Fe. ¿Eran opositores al triunvirato porque apoyaban a Saavedra y a la Junta, o eran, más ampliamente, opositores al gobierno centralista de Buenos Aires?
La orden recibida por el ejército para que regresara a Buenos Aires, luego de la firma del armisticio con el virrey Elío, produjo el cese inmediato de la agitación santafesina de 1811. No es posible dejar de relacionar estas inquietudes con el levantamiento de los patricios, ocurrido el 7 de diciembre en Buenos Aires, Motín de las trenzas, justamente cuando regresaron de Santa Fe dos divisiones de ese regimiento.
Sea como fuere, los santafesinos no estaban conformes con la forma en que Buenos Aires se apropiaba del poder de los virreyes sin reconocer a los otros pueblos el derecho a la autonomía, opinión que el comisionado Bedoya consideraba un ridículo reparo. Al cabo de un año, en noviembre de 1812, estaban de nuevo al borde del levantamiento, pronunciados contra el autoritario gobierno de Pereyra y las asfixiantes contribuciones patrióticas que exigía a los vecinos.
En una comunicación del cabildo dirigida al triunvirato, que publica José Luis Busaniche, se lee:
«La tiranía, la arbitrariedad más refinada y un despotismo que no conoce otro límite que el antojo, son las cualidades que se encuentran reunidas en nuestro Jefe, don Juan Antonio Pereyra, y crea V. E. [el Triunvirato] que en nada se diferencia de los antiguos mandones [españoles], sino antes bien los aventaja en el desembarazo y desenfreno con que atenta todo género de violencias y de escandalosas tropelías».
Y en otra se lo muestra como un déspota,
«opuesto y contrario a la libertad que V.E. nos ha hecho entender nos corresponde y que con tanta energía proclaman por todas partes. Libertad soñada cuando un tirano maneja las riendas de un gobierno». Para finalizar describiendo a los santafesinos como «un pueblo justamente resentido de atentados tan escandalosos, y de una opresión que aventaja en sumo grado a la que experimentaba bajo la dominación de los mandones del Gobierno antiguo [el español]».
Santa Fe y la opción artiguista. Ruptura con Buenos Aires e independencia
Mientras crecía en Santa Fe el disgusto frente al centralismo de Buenos Aires, tomaba forma en la Banda Oriental un nuevo proyecto revolucionario que se presentaba como alternativo para Santa Fe y que en muchos sentidos era superador con respecto al de mayo de 1810. Este proyecto era el que puso en marcha José Gervasio Artigas y sus líneas fundamentales quedaron fijadas en las instrucciones dirigidas a los diputados que representarían a la Banda Oriental en la Asamblea de 1813.
Tales principios apuntaban a la declaración de la independencia, el dictado de una constitución, el sistema republicano de gobierno, la organización federal de los pueblos y una serie de reformas sociales inclusivas.
La ciudad de Santa Fe se inscribió en esta nueva opción y recibió el apoyo de Artigas para su pronunciamiento federal, opción que debió defender con las armas ante sucesivas invasiones porteñas durante los siguientes cinco años. Podrá parecer exagerado que hablemos de independencia a la hora de caracterizar el pronunciamiento de Santa Fe del 24 de marzo de 1815. Sin embargo, la ruptura con Buenos Aires dio lugar a un estado autónomo que reunía en sí mismo todos los ingredientes de la soberanía de un estado independiente.
Se arrió la bandera española y se enarboló la de la libertad, que era la de Artigas, celeste, blanca y celeste en franjas horizontales, aunque las celestes tenían en su centro sendos listones rojos, que simbolizaban, según expresión del propio Artigas, la sangre derramada en la causa por la independencia de España.
Este acto se repitió en todos los centros del artiguismo, en puntos diversos de la Banda Oriental, Corrientes y Entre Ríos, y no quedan dudas de que estaba significando la total y definitiva independencia de España, aunque también de Buenos Aires. Por eso un traslado de la primera ley dictada por la Soberanía, que fue el primer intento de poder legislativo de Santa Fe, termina con una significativa fórmula del escribano: «Autorizamos esta copia en Santa Fe, a 17 de mayo de 1815, primer año de su libertad e independencia».
Hay que tener en cuenta estos hechos para comprender que los pueblos del protectorado artiguista ya se consideraban independientes cuando se reunieron en el Congreso del Arroyo de la China a mediados de ese año, y que la declaración del Congreso de Tucumán fue tardía desde su punto de vista, aunque no por ello menos significativa.
En Santa Fe, como dijimos, el levantamiento se produjo el 24 de marzo de 1815, día en que fue desplazado del mando el coronel Eustaquio Díaz Vélez, que era apenas sostenido por 200 hombres del ejército porteño. Apremiado por los indios de San Javier y por grupos de paisanos reunidos al norte de la ciudad, el último teniente de gobernador porteño no pudo sostenerse. Artigas se encontraba con tropas en Paraná y era inminente el cruce de Hereñú para sublevar la ciudad, y aunque hubo intentos de parlamentar, Díaz Vélez ya tenía decidida la partida, según había comunicado al Directorio.
El desembarco de Hereñú se produjo el 20 de marzo y el 23 el Cabildo de la ciudad recibía los atributos del mando. Al día siguiente la ciudad era tomada por los artiguistas, mientras la indiada de San Javier asolaba la campaña, lo que fue lamentado por los santafesinos durante muchos años. Aunque debió entregar todo su armamento, el coronel porteño y sus hombres se embarcaron el 28 de regreso a Buenos Aires.
El 2 de abril el Cabildo nombra gobernador a Francisco Antonio Candioti y los festejos se prolongan durante varios días. De inmediato, se pone en contacto con el gobernador de Córdoba, José Javier Díaz, surgido del pronunciamiento artiguista de esa provincia del 31 de marzo, y ambos gobiernos nombran comisionados para coordinar una política común frente al Directorio.
Los pueblos del «protectorado artiguista» ya se consideraban independientes cuando se reunieron en el Congreso del Arroyo de la China a mediados de ese año.
Artigas se encuentra en Santa Fe entre el 14 y el 23 de abril en respaldo del nuevo gobierno. Durante su interinato, Candioti dispone una colecta para atender las necesidades más urgentes, refuerza los fuertes ante el desborde general de los indios que dominan la campaña y disponen de todo el ganado de la provincia, arreado en sus correrías, por lo que la ciudad era abastecida desde Paraná.
El 26 de abril el pueblo se reúne en la Aduana y nombra gobernador titular a Candioti, constituyéndose también una Junta de Representantes, que inicialmente se llamó Soberanía, compuesta por los clérigos de mayor jerarquía de la ciudad, tres ciudadanos y un secretario. Esta Junta, que es el más antiguo antecedente del poder legislativo en la provincia, fue el origen de muchas disputas por los celos que despertó en el cabildo, y porque sus miembros demostraron estar más interesados en recomponer las relaciones con Buenos Aires que en fomentar los vínculos con Artigas.
La convocatoria al Congreso de Tucumán y la crisis de 1815
Luego de estos sucesos, al iniciarse el mes de abril de 1815 tuvo lugar en Buenos Aires el derrocamiento del director supremo Carlos María de Alvear. Inmediatamente se dictó un nuevo Estatuto y se convocó a un Congreso a realizarse en la ciudad de Tucumán. Los desvíos del gobierno en materia diplomática y la fuerte presión militar de Artigas, a cuya liga se había sumado Santa Fe, habían movido a un sector del ejército, encabezado por el general Álvarez Thomas, a sublevarse en Fontezuelas. El líder del movimiento pasó a ser el nuevo director en medio de expresiones de adhesión a Artigas.
En el momento de la convocatoria al Congreso se encontraban en marcha dos procesos revolucionarios enfrentados entre sí, en medio de un contexto internacional adverso a los proyectos independentistas sudamericanos. Junto al Paraguay, los pueblos del Río de la Plata eran los únicos que todavía sostenían, entre las dudas y vacilaciones de muchos actores, la causa de la independencia. Había caído en 1814 la revolución chilena en Rancagua y la venezolana en Úrica, mientras que unos pocos insurgentes todavía combatían en el sur de México. El resto de Hispanoamérica respondía al rey Fernando, repuesto en el trono luego de seis años de ausencia. Ese mismo año caía Napoleón definitivamente en Waterloo, dejándonos en los cuernos del toro, según expresión del director Posadas.
La crisis de 1815
La renuncia del director Posadas en enero de 1815 llevó al cargo a su sobrino Carlos María de Alvear, de 26 años, que se había prestigiado con la toma de Montevideo. A pesar de este antecedente, Alvear no era la figura indicada para la hora, cuando se temía un inminente avance español sobre diversos puntos de Hispanoamérica.
Mientras los hombres más decididos, como San Martín y Artigas —este último en pleno enfrentamiento armado con Buenos Aires—, seguían alentando la idea de la independencia, otros estaban dispuestos a negociar un nuevo trato con el rey Fernando.
Esa era la misión aparente de la embajada que Posadas había enviado a Europa en 1814. La integraban Sarratea, Belgrano y Rivadavia, quienes debían distraer con expresiones de obsecuente vasallaje al rey español, mientras se tramitaba el protectorado de Inglaterra. Todas las misiones fracasaron pero, afortunadamente, no hubo expedición. Había pesado la toma de Montevideo mucho más que la diplomacia claudicante.
El paso más temerario en este sentido lo dio el propio director Alvear en enero de 1815. Envió a Río de Janeiro una misión a cargo de Manuel José García, que tenía por objeto ofrecer a la Corona Británica el Río de la Plata como protectorado. Pero la propuesta no tuvo ningún resultado, ya que Inglaterra acababa de firmar un tratado de alianza con el rey Fernando VII en julio de 1814, por el que la primera se aseguraba una amplia apertura comercial que retribuía con una estricta neutralidad.
La convocatoria al Congreso de Tucumán
En este contexto marcado por las vacilaciones del directorio alvearista, la guerra abierta con la Liga de los Pueblos Libres que se extendía a Santa Fe y a Córdoba, y las asechanzas de una invasión española, se produjo un giro aparente con la revolución de Álvarez Thomas. De esta forma, en lo que pareció al principio ser un movimiento de aproximación a Artigas, Buenos Aires daba muestras de recuperar el curso de la revolución y para ello convocaba a los pueblos a un congreso a realizarse en Tucumán.
El efecto fue positivo, pero la alianza con Artigas se imposibilitó ya que hubo un hecho que preocupó grandemente a Buenos Aires: el puerto de Montevideo se encontraba ahora en manos del Protector, quien no aceptaba la propuesta del Directorio para que la Banda Oriental fuera independiente. La competencia entre ambos puertos dentro de un mismo territorio nacional era inadmisible para Buenos Aires. Este factor sería suficiente para que, mientras se preparaba la declaración de la independencia de España en el Congreso, se tramara la entrega de la Banda Oriental a los portugueses.
Declaración formal o grito emancipatorio
A la hora de proclamar ante el mundo su existencia soberana, los pueblos del Río de la Plata adoptaron dos procedimientos diferentes en el tiempo que corre entre enero de 1815 y julio de 1816.
El bloque que respondía a Buenos Aires, denominado Provincias Unidas del Río de la Plata, seguiría el modelo norteamericano, por lo que produciría una declaración de independencia, al modo de la de Filadelfia, el 9 de julio de 1816, en el transcurso de un Congreso General realizado en Tucumán y convocado en medio de un replanteo revolucionario que venía a recuperar las consignas independentistas relegadas durante los gobiernos de Posadas y Alvear.
El otro bloque, que se identificaba bajo el nombre de Liga de los Pueblos Libres y al que pertenecía Santa Fe, prefirió atomizar la realización de gestos y actos emancipatorios, arriando la bandera española en cada uno de los pueblos que la integraban, proclamando la libertad de cada una de estas entidades históricas, e izando en ellas la bandera tricolor de Artigas: azul, blanca y roja. Cumplido este gesto, que significaba en los hechos la independencia, una reunión general decidiría los pasos a seguir en relación con los otros pueblos rioplatenses, incluyendo la posibilidad de sumarse al congreso convocado por el nuevo director supremo Álvarez Thomas, quien también arrió la bandera española del fuerte de Buenos Aires y mandó izar la azul y blanca de Belgrano en abril de 1815.
La consumación de la independencia del conjunto de la liga artiguista era un hecho desde antes que se iniciara la reunión, porque los pueblos ya habían sellado su libertad previamente. Como el modelo de Estado que se defendía era el de Confederación, bastaba con los pasos ya concretados en cada territorio. Lo siguiente era una alianza entre pueblos libres en paridad de condiciones, que debían dictar sus constituciones particulares y consensuar la constitución general.
Es por ello que Artigas, el 24 de julio de 1816, respondió al director Pueyrredón, quien le había comunicado la declaración independentista de Tucumán, que la Banda Oriental ya hacía más de un año que había hecho lo propio, cuando «enarboló su estandarte tricolor y juró su independencia absoluta y respectiva». El 13 de enero de 1815 se había izado por primera vez esta bandera en el cuartel de Artigas de Arerunguá, y el acto se replicó después en Corrientes, el 17 de enero; el 1° de marzo en Entre Ríos desde el Arroyo de la China; el 24 de marzo en Santa Fe; el 26 del mismo mes en Montevideo, y el 17 de abril en Córdoba.
Artigas explica el proceso en carta al gobernador de Corrientes en febrero de 1815 cuando señala que no había dejado de fomentar sus temores
«la publicidad con que mantiene [Buenos Aires] enarbolado el pabellón español. Si para disimular este defecto ha hallado el medio de levantar con secreto la bandera azul y blanca, yo he ordenado en todos los pueblos libres de aquella opresión, que se levante una igual a la de mi cuartel general [...] signo de distinción de nuestra grandeza, de nuestra decisión por la República y de la sangre derramada por sostener nuestra Libertad e Independencia».
El Congreso de Oriente: ¿Pre congreso o contra congreso?
Más allá del enfrentamiento y la guerra que predominó entre ambos bloques de provincias en 1814 y 1815, la reunión de la Liga de los Pueblos Libres en el Arroyo de la China, no fue un acto que pretendiera presentarse como alternativo al Congreso de Tucumán. No fue un contra congreso, si no que más bien aparece como un pre congreso, necesario para que estas provincias, que ya habían proclamado su independencia en actos individuales, consideraran la situación regional planteada tras el derrocamiento del director Alvear y las expectativas favorables creadas en torno a la figura y las promesas del nuevo mandatario general Ignacio Álvarez Thomas, quien, al igual que el Cabildo de Buenos Aires, había reivindicado la figura de Artigas y alumbrado la posibilidad de un acercamiento entre los dos bloques.
Pero el Directorio envió ante Artigas a los comisionados Blas Pico y Francisco Rivarola, que le propusieron la independencia de la Banda Oriental, dejando librada a Entre Ríos y Corrientes la decisión de integrarse al nuevo estado. Este tema era el principal asunto que debía tratar el Congreso de Oriente el 29 de junio de 1815, en el que Santa Fe estaba representada por Pascual Diez de Andino, cuyas instrucciones apuntaban a preservar la autonomía de la provincia y a organizar un sistema de federación para el gobierno general, agregándose también las instrucciones que Artigas había entregado a los diputados orientales que debieron participar de la Asamblea de 1813.
Aceptar la independencia que se le ofrecía a Artigas desde Buenos Aires, implicaba dejar de lado el proyecto integrador que el caudillo defendía a toda costa. La evidente intención de Buenos Aires era excluir del territorio de las Provincias Unidas al puerto de Montevideo, por entonces en poder de Artigas, para anular la competencia de su tráfico dentro del mismo espacio nacional. Que Montevideo fuera un puerto extranjero, ya fuera en manos de Artigas o, en su defecto, en poder de Portugal —Brasil.
La decisión del Congreso de Oriente fue rápida. Se enviaría una embajada de cuatro diputados a Buenos Aires para negociar un arreglo. Aún se creía en las buenas intenciones del poder surgido de la revolución de abril. Pero el Directorio ratificó la propuesta de Pico y Rivarola, mientras los diputados artiguistas ofrecieron la paz entre ambos bloques para salvar la integración. Fracasaron, y mientras eran demorados en Buenos Aires, se preparaba la invasión a Santa Fe, espacio que el Directorio no estaba dispuesto a negociar. Como paso más cómodo del Paraná, debía cerrarse a los productos que pudieran entrar por Montevideo u otros puertos de la Banda Oriental.
El Congreso de Tucumán
Desde mediados de 1815, las provincias eligieron sus diputados, en respuesta a la convocatoria cursada el 17 de mayo. Había que votar uno por cada quince mil habitantes o fracción no menor a siete mil quinientos, en lo que el sistema se diferenciaba del seguido para elegir a los que asistieron al Congreso de Oriente, menos preciso, en los que unos congresistas representaban a pueblos y ciudades, y otros a provincias, como en el caso de Córdoba y Santa Fe.
Estuvieron presentes en Tucumán, además de la provincia homónima, Buenos Aires, Mendoza, San Juan, San Luis, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, Salta, Jujuy, Córdoba —participó de ambos congresos—, Charcas, Cochabamba y Chichas, las tres últimas provincias del Alto Perú.
Aceptar la independencia que se le ofrecía a Artigas desde Buenos Aires, implicaba dejar de lado el proyecto integrador que el caudillo defendía a toda costa.
La situación militar era complicada tras la gran derrota de Sipe–Sipe del 29 de noviembre y había inquietud política en Salta donde el general Güemes había declarado su autonomía el 22 de marzo de 1816.
No participó el Paraguay, independiente desde 1811, ni las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y la Banda Oriental, reunidas por su cuenta un año antes en el otro congreso, el del Arroyo de la China, y que ya se consideraban independientes desde que habían arriado la bandera española en sus territorios antes que Buenos Aires.
Entre luces y sombras, el Congreso de Tucumán marcó un hito en la historia de América y es un referente en la identidad nacional de los argentinos. Produciría una declaración de independencia que quiso incluir a toda América hispana, funcionó como poder legislativo hasta 1820 y dio, ya trasladado a Buenos Aires, el Reglamento de 1817, único estatuto que, aunque unitario, tuvo vigencia real, de 1817 a 1820, sobre una parte del país antes de la constitución de 1853. No pudo imponer la constitución centralista de 1819, avaló secretamente el avance portugués y consintió ensoñaciones monárquicas. Pero la acción de San Martín llevó su proclama independentista por media América.
Por sus serias contradicciones cayó junto al Directorio en Cepeda en febrero de 1820. Chocó con la realidad que negaba, el otro país, el federal y republicano de los pueblos libres que habían arriado en 1815 el pabellón español en nombre de esa libertad, en momentos en que los temores a las represalias del rey Fernando habían inmovilizado a los hombres de Buenos Aires.
Nueva toma de Santa Fe por Viamonte. Muerte de Candioti
Buenos Aires no estaba dispuesta a perder a Santa Fe porque su posición geográfica le permitía controlar el paso del Paraná. Si quedaba en manos de Artigas, y este disponía además del puerto de Montevideo, el cruce del río por Santa Fe permitiría la introducción de productos importados hacia todo el territorio por una vía distinta a la del puerto de Buenos Aires.
El nuevo directo supremo Álvarez Thomas, que había sido interinamente teniente de gobernador de Santa Fe por poco tiempo, daba muestras de adhesión a Artigas, quemando en la plaza los bandos que se habían publicado antes en su contra. Sin embargo, desde el primer momento estaba planeando enviar tropas a Santa Fe para apartarla de su protectorado y reincorporarla a su jurisdicción.
Ingenuamente, el Cabildo y la Soberanía solicitaban armas a Buenos Aires y Mariano Vera se trasladaba a esa ciudad para respaldar el pedido. El alejamiento de las tropas de Artigas había dejado a Santa Fe indefensa frente a los indios.
También habían viajado a Buenos Aires varios diputados del Congreso de Oriente, entre ellos Diez de Andino. Llevaban las comunicaciones emitidas por el cuerpo dirigidas al director supremo. Todavía se creía que era posible llegar a un acuerdo y participar del Congreso de Tucumán. Pero los enviados fueron recluidos en un buque de guerra para que no pudieran comunicar a Artigas que se estaba preparando la marcha de un ejército para recuperar a Santa Fe.
Mientras tanto, el anciano gobernador Candioti, de 72 años, estaba enfermo y pedía al Cabildo y a la Soberanía que designaran un suplente. La Soberanía se apresuró a designar a Francisco Tarragona, próximo a los intereses de Buenos Aires, de quien Candioti desconfiaba. El gobernador nombró entonces como delegado al alcalde de primer voto Pedro Tomás de Larrechea.
El 24 de agosto llegaban los primeros barcos con mil quinientos soldados invasores, que desembarcaban el mismo día. Se esperaban otros cuerpos que venían por tierra. El 27 fallecía Candioti y las tropas invasoras, junto a la mínima guarnición local, le rindieron homenajes. Fue sepultado en el Convento de Santo Domingo.
La ciudad recuperaría su libertad pocos meses después y seguiría formando parte de la liga artiguista, siempre en guerra contra el Directorio, hasta su definitiva caída en 1820.
Última actualización