5. Mujeres y dominación colonial
MIRIAM MORICONI
El común clamor de las mujeres
En los primeros meses de 1772, en una temporada de sequía que afectaba a la producción agraria y, con ello, a la provisión de alimentos básicos de la economía local, algunas personas intentaban nuevas empresas para garantizar su sustento y otras defendían más que nunca el trabajo que habían conseguido retener desde hacía tiempo. En este ambiente, coincidiendo con la organización de rogativas a San Gerónimo para paliar esta crítica situación, llegaron al cabildo de Santa Fe solicitudes para abrir nuevas panaderías. Habían coincidido en el mismo interés unos panaderos franceses, al parecer recientemente llegados de Buenos Aires, que prometían fabricar pan de buena calidad, del tamaño y peso acostumbrado en la ciudad.
Lo que debió haber sido un mero trámite en el marco de los asuntos que normalmente gestionaba el cabildo, se convirtió en un problema judicial que requirió la consulta en las Leyes de Indias y al gobernador Juan José de Vértiz. ¿El motivo?: la oposición de un grupo de mujeres que accionaron conjuntamente.
Si la presencia de los panaderos franceses puede parecernos disruptiva en el imaginario del paisaje colonial santafesino, más perturbadora debe haber resultado a sus coetáneos la presentación de estas mujeres manifestando una preocupación puntual frente a la posibilidad de que se los autorizase a instalar panaderías.
Además, no se trataba de mujeres protestando por el aumento del precio del pan. El memorial de las mujeres, informado por un formato de intervención corrientemente utilizado para poner sobre tablas del ayuntamiento los reclamos firmados por varones, enunciaba esta condición de género al tiempo que planteaba una acción concreta en defensa de un oficio fuertemente generizado: estas mujeres eran panaderas.
El reclamo constituyó una alerta en el seno del recinto capitular ya que, de concederles las licencias a los panaderos franceses, no solo se les quitaría a ellas el único ingreso con que contaban para el sustento de sus familias, sino que podría alterar el precio del pan.
Las panaderas de Santa Fe no sólo estaban planteando los inconvenientes que suponía la competencia comercial en el mercado local. Frente a los varones galos con fama de alta calificación en el oficio, ellas advirtieron que la competencia podía agravar la precaria condición que las atravesaba como mujeres a cargo de la economía familiar. Con estos argumentos imploraron el amparo que las autoridades estaban obligadas a brindar a la comunidad y, en primer lugar, a ellas como pobres. El Memorial de las Mujeres, como se nombró al petitorio que presentaron en el Cabildo, apuntaba directamente a la expulsión de los extranjeros. Pero el tema que ellas plantearon no era fácil de resolver. Las opiniones de los capitulares se dividieron entre quienes sostenían el deber de acudir a las mujeres por desvalidas y por ser panaderas conocidas y quienes pretendían conceder la licencia a los panaderos franceses, aunque extranjeros, reconocidos en su oficio.
El clamor de las mujeres agitó la calma de aquel abrasador febrero santafesino generando un enfrentamiento en el seno del cabildo. El Alférez Real José de Vera Mujica, invocando las Leyes Recopiladas para Indias sobre expulsión de extranjeros, adujo que la principal prohibición no comprendía a quienes desempeñasen «oficios mecánicos útiles a la república», sino a los «tratantes», en particular a los que residieran en pueblos marítimos. Por lo tanto, protegía a los franceses cuyo oficio los convertía en personas útiles. En tanto panaderos, no sólo producirían un alimento básico y necesario sino que habrían de comerciarlo en la ciudad, y por esto último, también estaban amparados por otra ley, de las mismas Recopiladas, que los ponía a salvo de las Justicias, Concejos, personas particulares u ordenanzas que le impidieran la libertad para comerciar «mantenimientos, bastimentos y vianda» por todas las Provincias de las Indias.
Se opusieron a esta moción el Regidor, el Regidor decano y el Fiel ejecutor que, apoyándose en el informe del Procurador General, reconocían en «el común clamor de las mujeres» el peso de la tradición: el tiempo y la costumbre inmemorial de la ocupación de las panaderas. Aducían que desde la vieja a la nueva fundación de la ciudad, muchas familias se habían mantenido a expensas de esta «corta ocupación» de las mujeres y, agregaban: «sin que se encuentre la menor tradición» de parte de aquellos panaderos que fundaban su solicitud en la necesidad de «abastecer a la ciudad de pan bueno, y bien cocido».
A falta de abogados en la ciudad, el Regidor decano propuso que se ordenase la inmediata expulsión de los panaderos y que se enviase el expediente al gobernador Vértiz.
El Fiel ejecutor, a pesar de que acordaba en negar la licencia, objetaba la expulsión de los extranjeros porque las leyes los protegían. Es posible que desde nuestras miradas contemporáneas interpretemos la defensa de los panaderos franceses y el perjuicio de las panaderas en clave de las desiguales condiciones abrigadas en la relación de género. Sin embargo, es preciso señalar que la defensa de las panaderas no estuvo exenta de conceptos acuñados en la matriz de la economía local, entendida como economía moral bajo la autoridad del pater familiae —padre de familia—. Quienes se manifestaron a favor del informe del Procurador General sobre favorecer a las mujeres que tradicionalmente habían producido el pan que consumían en Santa Fe, lo hicieron movidos por estas mismas ideas. Como expresó el Regidor decano que buscó satisfacer el reclamo de las panaderas, lo hacía «como hijo de la patria, como Padre de ella». Y el Fiel ejecutor —Juan Francisco Aldao— que avalaría la protección de las mujeres, también antepondría el rol de pater familiae que le concernía como guarda de los abastos en la economía local.
Recordemos que quienes propendían a conceder las licencias solicitadas, alegaban la utilidad de contar con la experticia de los panaderos franceses por la carencia, la mala calidad del pan y el perjuicio que esto causaba en la salud pública. Convenir esto, hubiera significado admitir su mal desempeño como fiel ejecutor. Por esta razón, en las explicaciones que pedía al Alférez Real, la prioridad era salvar su pellejo. Aldao desechaba el argumento del Alférez enrostrándole que habiéndose alimentado hasta entonces del que se fabricaba en la ciudad, no se había enfermado, ni a nadie le había sentado mal, ni había oído decir que alguien se hubiera muerto por la mala calidad del pan. Y, antes que atribuir estas buenas condiciones de la provisión al buen arte de las panaderas, se erigía como buen servidor a su comunidad haciendo explícito su beneficio de inventario: «pues los fieles ejecutores no han dejado de tener cuidado en ello».
El Justicia Mayor, transitoriamente, suspendió la expulsión de los franceses y, en cumplimiento de lo acordado por la mayor parte del cuerpo capitular, remitió los testimonios al Gobernador que quedó a cargo de la resolución del conflicto.
Como suele suceder, a las y los historiadores no siempre nos asiste la suerte de encontrar los documentos precisos que, como requiere este caso, constituyan la prueba fehaciente de aquella esperada resolución. Si al menos se pudiera constatar la permanencia o salida de la ciudad de los panaderos franceses, esto nos hubiera dado algunas pistas sobre el dictamen del Gobernador. Pero no hay rastros de estos varones. Por el contrario, y esto es algo excepcional, las huellas que han subsistido son las de las mujeres panaderas. Hay indicios sobre que el clamor de las mujeres obró a favor de aquéllas.
En otra temporada estival, esta vez en el año 1808, cuando el sostenimiento de la guerra exigía más y nuevas recaudaciones, se trató en el Cabildo sobre los gravámenes a determinados productos, entre estos los que alcanzarían a la venta de pan. En esta ocasión, los miembros del cabildo, casi involuntariamente, certificaron que tanto la producción como la venta de pan seguían en manos de mujeres. Mientras que las autoridades consentían que se gravase la comercialización del trigo en grano y del trigo que molían los tahoneros, admitieron que resultaría imprudente gravar el pan: «por no haber panadería, porque este abasto lo benefician las mujeres, y por lo general, las más pobres».
En el subrepticio proceso de generización de la producción de pan, que tiende hilos desde la comunidad asentada en el primer sitio fundacional hasta la Santa Fe de la Vera Cruz en los últimos años coloniales, podemos rastrear los sucesivos mecanismos que minorizaban a las mujeres. Si bien en este caso las mujeres no se vieron privadas de este excepcional monopolio en la producción de pan, el mismo no fue considerado un oficio, ni siquiera un trabajo. La fábrica de pan en manos de varones, como se expuso, portaba el estatuto de oficio mecánico y oficio útil. En cambio, en manos de mujeres era apenas una corta ocupación. Los conceptos adjudicados al trabajo según la relación de género no eran expresiones despojadas de implicaciones en el modo de inserción de las mujeres a la esfera de la producción. Por el contrario, sedimentaban mecanismos de descalificación y exclusión. Con estos mismos argumentos se las sustrajo de la consideración gremial, pues no se trataba de mujeres titulares de una licencia de panadería, como la solicitada por los panaderos franceses y las acostumbradas para habilitar tiendas y pulperías, sino de panaderas. En una sociedad corporativa, estar dentro o fuera de una cofradía, una parroquia o un gremio, marcaba diferencias. Que las mujeres no participaran de esta faceta corporativa de su actividad productiva, les significó una identidad específica y diferenciada: no fueron titulares de licencias de panadería, como en cambio lo fueron otras mujeres que tuvieron licencias de pulpería, aunque muchas por herencia de sus maridos difuntos. Estas eran panaderas a secas.
Los conceptos adjudicados al trabajo según la relación de género no eran expresiones despojadas de implicaciones en el modo de inserción de las mujeres a la esfera de la producción. Por el contrario, sedimentaban mecanismos de descalificación y exclusión.
Arrinconadas en esta corta ocupación, se las mantenía en la condición jurídica de persona miserable y, por lo tanto, sujetas a la protección paternal de las autoridades y exentas de las cargas y gravámenes a su producción.
Puede objetarse que la calificación de cortedad atribuida a la producción de pan estuviera asociada al costo y ganancia de lo producido y no, necesariamente, a un dispositivo de género. En tal caso, podemos rebatir la carga de la prueba: sin gravámenes, sin pago de licencias, sin cualificación de oficio mecánico, el pan, indudablemente, era más barato. Pero todas las instancias de abaratamiento del producto estaban garantizadas si quienes lo producían eran las mujeres. Los varones no habrían podido, ni tal vez querido, producir en esas condiciones.
Esto puede explicar el interés de la mayor parte del cuerpo capitular por reservarles el monopolio de un alimento de primer orden. Posiblemente, las autoridades que defendieron a las panaderas, lo hicieran conscientes de verse beneficiados como consumidores y como varones encargados del sostén de la familia, ya sea de las que les concernía por lazos de sangre o de aquellas que, por ausencia de autoridad masculina, se arrogaban como autoridades políticas.
Panaderas: detrás de este simple término enunciado en plural reverberan imágenes esclarecedoras de la condición de género en la sociedad colonial. Esa palabra arrojada en esa suerte de proscenio del patriarcado santafesino que era el Cabildo, con el suficiente y exacto impulso del clamor grupal, surtió un efecto comparable al de las ondas que produce una piedrita al rebotar en el agua. En el primer arrojo nos mostró que quienes amasaban y cosían el pan que alimentaba a la población de la ciudad de Santa Fe eran mujeres. En un primer rebote, puede leerse que este alimento básico lo hacían las menos favorecidas económicamente, de manera individual, en sus casas mientras, seguramente, desempeñaban las demás ocupaciones que le deparaba la desigualdad de género. Otro rebote del clamor expresado en aquel memorial de las mujeres es el que alude a la acción conjunta de un colectivo inexistente en el cotidiano vivir; carente, por excluido, de derechos de agremiación, pero capaz de autoconvocarse y cobrar vida frente a una situación amenazante o percibida como amenaza.
Quizás esas ondas que las mujeres han dejado en los archivos son tenues y efímeras para quienes pretenden ver retratos nítidos, leer grandes epopeyas u oír sordos ruidos de corceles y de aceros. O quizás, desde una lucha que nos concierne hasta el presente, el clamor de las mujeres siga allí como prenda de un juego de sapitos, apostando a mayor cantidad de rebotes y a la potencia de la piedra antes de que se sumerja en las lóbregas aguas del patriarcado.
Un niño y tres mujeres o África en Santa Fe
El cuadro expuesto en una sala del Museo Histórico Brigadier Estanislao López10 retiene en lienzo y óleo lo que la pluma y la tinta en los archivos: una expresión situada de la colonialidad. Tan potente y persistente como la más estudiada dominación hispánica sobre la población indígena, pero negada cada vez que se teme nombrar con la esclavitud aquello que conecta presente y pasado de Santa Fe con el Atlántico negro.
Los retratados son dos y a esto refiere puntualmente la cartela: La negra y el niño. El marco dorado, sin embargo, no puede sujetar la cadena de relaciones con las líneas y entrelíneas de los amarillentos folios que se acumulan en la ciudad desde 1573 y documentan el racismo. Opacado e infructuosamente dulcificado con expresiones como etnicidad o cultura, el racismo es inherente a la conquista y colonización y es lo que hace posible la esclavización de tantas personas a lo largo de tanto tiempo. La negritud o la mala raza, como escribieron las autoridades santafesinas en sus gestiones cotidianas, es la marca indeleble de la esclavización de las africanas y los africanos que llegaron a esta tierra. Ocultar el color, el dolor y la sangre evitando la palabra raza es negar la opresión y al mismo tiempo las sucesivas resistencias, huidas y luchas de las negras y los negros y de quienes, a partir de reconocerse con esa etiqueta que les asignaron, pueden hoy reivindicarse como afrodescendientes. Y tan grave como ocultar, es pensar que hay un solo modo de mostrar y representar.
La negritud o «la mala raza», como escribieron las autoridades santafesinas en sus gestiones cotidianas, es la marca indeleble de la esclavización de las africanas y los africanos que llegaron a esta tierra.
¿Qué muestra, qué oculta, qué nos dice y qué se dice de La negra y el niño? La representación de niños y niñas en una sociedad patriarcal solicitan la referente mujer. Pero en esta imagen, el contraste de los colores de la piel de la mujer negra que sostiene a un niño blanco evocan, al menos a otras dos ausentes en la tela: la primera es la artista, la segunda es la madre biológica.
La artista
La obra, según reza la cartela, ha sido atribuida a Sor Josefa Díaz y Clucellas. Josefa nació en Santa Fe de la Vera Cruz el 13 de abril de 1852. A los dos días de su nacimiento su madre Mercedes Clucellas y su padre Diego Dias, un armador del puerto santafesino, la bautizaron en la iglesia matriz con el nombre de Josefa Raymunda Hermenegilda. Según informan quienes tuvieron noticias de su entorno más íntimo, el trato cotidiano comprimió aquel ampuloso nombre, en el más cariñoso de Pepa. No deja de ser oxigenante repasar la vida de Pepa Díaz sobre todo cuando se estudia la de otras mujeres que vivieron en la misma ciudad antes o incluso en su tiempo. Basta con observar a la mujer por ella misma retratada en aquel cuadro para imaginar los obstáculos que entonces se presentaban a las mujeres que además de la marca del género, portaban la de la raza. O a otras mujeres que, aun estamentalmente beneficiadas, debían soportar la mácula de la bastardía heredada de sus madres solas y solteras. Sólo con asomarse al registro bautismal que siguió al de Pepa, podemos saber de Petrona, hija natural de una mujer noble que contrajo matrimonio después de haberla parido y bautizado.
A diferencia de estas y de muchas otras mujeres, Pepa pudo pintar. Y al desplegar su subjetividad en un arte, que desarrolló con evidente talento y maestría, pudo adquirir bienes simbólicos que le reportaron un reconocimiento social, en aquel tiempo excepcional para las mujeres, inclusive para las de su clase. Como nos ha hecho pensar su contemporánea inglesa Virginia Woolf respecto de las escritoras, quizás Josefa pintó esos cuadros sin disponer de dinero y un cuarto propios, como en su tiempo habrán tenido, su maestro italiano Héctor Facino, su coterráneo Juan Cingolani, o los prestigiosos Augusto Ballerini o Prilidiano Pueyrredón, entre otros. Tal vez intuyendo que, como mujer, ciertos vínculos podrían constreñir su inspirada pasión eludió por largo tiempo los mandatos sociales que la sumían a la tutela masculina. Pepa no se casó y, muy tardíamente, recién a los 42 años, optó por la vida consagrada. Había muerto su padre y esto explica que al ingresar a la Congregación de las Hermanas Adoratrices lo hiciera con su madre y dos criadas mulatas. En ese entonces, ya hacía tiempo que Josefa Díaz y Clucellas y sus obras habían traspuesto las puertas de la casa natal y las de su ciudad. En 1871 había participado de la Primera Exposición Nacional de Córdoba con cuatro obras realizadas a los 17 años y era acreedora de una medalla de oro que el gobernador Simón Iriondo le ofreció en honor al talento, gloria y estímulo.
Es posible que el sacerdote que ofició la ceremonia de bautismo, sus padrinos que, por el parentesco espiritual cuidarían de adoctrinar a la pequeña o su abuelo que la sostenía mientras sobre su cabecita vertía el agua bendita, pudieran figurarse su destino de monja. Pero es casi imposible que imaginaran la artista que fue Josefa, a quien también se le atribuye un retrato de Justo José de Urquiza.
En las biografías de la pintora y en las historias del arte se la menciona con la identidad religiosa, es decir anteponiendo Sor a su nombre.1 Sin embargo, el cuadro La negra y el niño, compuesto en 1873, corresponde a la etapa previa a la clausura, cuando sus pinceles eran inspirados por temas costumbristas, mayormente profanos, y aún no tenían la impronta religiosa que tomarían durante su vida conventual. Sin ser una naturaleza muerta, como las más conocidas y analizadas actualmente, este retrato es afín a la pintura caracterizada como hogareña, que suele afiliarse a las tradiciones holandesas y flamencas. Este rótulo, algo tramposo para la historia social, no debe acogerse sin reservas. La escena cotidiana e intimista plantea un tema que no consigue encubrir los ribetes de la politicidad contenida en el ambiente doméstico.
Las apariciones de la madre ausente
Josefa, en parte motivada por el idéntico y temprano interés en retratar escenas de la vida cotidiana y mujeres, como consta por la mención a La mulata y el niño o por Una china del Chaco —salvada a la memoria por el único registro de haber figurado entre las obras presentadas a la Exposición de 1871— y en parte por encargo, pinta a ese niño llamativamente blanco en el regazo de esa mujer negra.
Con ese contraste tiende sobre el lienzo la sospecha del vínculo que une a los retratados. Son los colores de sus pieles, como anticipamos, los que echan en falta a otra mujer ausente: la madre biológica del niño.
No hay modo de que desde el imaginario colonial santafesino de finales del siglo XIX, esta mujer negra representase a la madre del niño blanco. La cartela ha privilegiado informar sobre el vínculo de paternidad: Afroamericana sosteniendo a Antonio Crespo, hijo del Gobernador Ignacio Crespo. La des–subjetivación de la mujer negra, sólo nominada en un caso por la etiqueta racial y luego por la cultural, se explica por los cánones pigmentocráticos vigentes en el tiempo de la composición del cuadro que tornan insondable su nombre y filiación. ¿Pero por qué se omite el vínculo con el niño? ¿Y por qué se omite el nombre de la madre biológica? Esta última omisión es doblemente curiosa, ya que en la ficha museográfica puede constatarse que la fuente de ingreso de la obra es una donación de Telma Picazo de Crespo: esposa de Ignacio y madre de Antonio, varones presentes en imagen y texto para quien sea que visite el Museo.
La antropóloga Rita Segato, cautivada por una escena similar de un cuadro exhibido en el Palacio Real de Petrópolis, reflexionó sobre las implicancias subjetivas de la doble maternidad ejercida por las amas de leche negras y las madres biológicas, oculta en los relatos de la historia brasileña pero presente en un mito de origen yoruba. Algo conecta aquella realidad histórica del imperio luso brasilero con esta historia.12 Omitir los nombres y los vínculos de las mujeres con el niño es un modo de eludir la problemática de la doble maternidad.
Las nodrizas negras o el maná de la esclavitud
El racismo, al tiempo que inventa la raza, construye su tabú. El tabú racial ha vedado hasta el presente un conocimiento certero sobre las exactas funciones de amamantamiento de estas nodrizas que asistieron largamente a las familias. Lo que el cuadro consigue capturar es la continuidad colonial de aquel vínculo. Podríamos asegurar que la niñera sosteniendo al protagonista del retrato no ha sido consultada sobre su deseo de aparecer en escena. Ni los arreglados detalles de su vestuario ni sus pendientes y anillo de color oro pueden distraernos la atención de su mirada apocada. Su aparición connota el estatus social de la familia de ese a quien cría y de quien, a su vez por los lazos invisibles de la paternidad del niño, es su criada. El corredor afectivo entre niño y nodriza no puede ocultar el trasfondo intacto de la esclavitud, de subyugación de amas y amos hacia sus criadas. Con el ocultamiento de la doble maternidad invisibiliza los mecanismos de subalternización que se operaba por el género en ambas mujeres comprometidas con sus cuerpos: una al gestarlo y parirlo, la otra al amantarlo y criarlo. Gestación y crianza enuncian la negación del doble trabajo reproductivo de las mujeres. En La negra, además, se enuncia la interseccionalidad de género y raza como agravante de la subalternización y legitimante de la esclavización. La sustracción de Telma Picazo no atenúa sus potenciales recursos de hacer valer su ascendiente social y racial frente a la niñera. Lo que no puede negarse es que ambas quedan del lado de la pata corta de la historia. Mientras que es posible acceder por cualquier medio a la biografía del gobernador Antonio Crespo, pues su vida pública como granadero, juez y político facilita consignar lugares y fechas de viajes, negocios, cargos y honores; poco o nada se recuerda del ámbito en el que discurría la ocupación de estas mujeres a cargo de las tareas domésticas. No hay cronología que retenga las fechas en que fueron cocinados los alimentos, fueron puestas las mesas, servidos los platos y lavada la vajilla, bañados y vestidos los niños, cuidado los enfermos o tendido las camas. El tiempo insumido en estos trabajos no pagos no es tan fácil de contabilizar como el tiempo que insumían los viajes o el plazo de vigencia de los cargos redituables que desempeñó Crespo antes y después de ser gobernador.
En esta pintura del siglo XIX late parte de la historia renga detrás de la cual se desliza sutilmente la artillería del patriarcado colonial.
En este punto cobra relevancia histórica el tiempo en que la artista pinta La negra y el niño. Se impone repasar que en 1873 el decreto de libertad de vientres de la Asamblea del Año XIII no había llegado a conmover los intereses esclavistas. Para el caso analizado, a lo sumo pudo haber incidido en la condición jurídica de la niñera. Su negritud puede provenir de padres manumitidos y, aun así, resultaría inadmisible presentarlos como migrantes libres de algún lugar del África. ¿Cuándo llegaron? ¿Serían descendientes en línea directa de quienes entraron como producto de la trata activada desde el inicio de la dominación borbónica? Felipe V había concedido a la Compañía de Guinea el derecho a vender esclavos y desde entonces aumentó la llegada de buques negreros al puerto de Buenos Aires, una de las plazas de aprovisionamiento de los esclavistas santafesinos.13 También es factible el completo desarraigo y desvinculación filial de la criada, producto de una adquisición como pieza por remate, venta o intercambio, lo que delataría la transgresión a —o la impostura de— los arrebatos abolicionistas que se sucedieron con la prohibición rosista del comercio y tráfico de esclavos en 1837 y 1840, respectivamente.
En esta pintura del siglo XIX late parte de la historia renga detrás de la cual se desliza sutilmente la artillería del patriarcado colonial.
Como sea que esa mujer haya llegado a ese ambiente familiar, aquel instante cuando, deteniendo la rutina, alguien la llamó a una habitación en la que la hicieron sentarse y tomar al niño blanco para que en esa pose pasara a la posteridad, escapó de la intimidad para conectarse con los sucesos de la vida social. La privacidad del acto guarda relación con las verdaderas dimensiones de la abolición de la esclavitud por la Constitución de 1853. Las aboliciones prescriptas, la liberación de algunas esclavas y la presencia de mujeres negras en el servicio doméstico son parte de ese terreno movedizo del período constituyente en el que no era conveniente sumar confusión sobre quién era quién. Una negra liberada seguiría siendo negra y si se la representara con un niño blanco lo sería como criada. El pincel de Josefa buscó, de algún modo, no dejar dudas sobre el lugar reservado a quien aupaba al niño y abrió un tajo en su delantal como una incisión por donde se cuela el pasado de esta mujer negra y el de todas las negras y mestizas esclavizadas que sirvieron en la crianza.
Algunos relatos históricos han operado con la escritura, de modo similar al de Josefa con su paleta. Al tiempo que han abordado el tema de la esclavitud, han pintado una convivialidad en el seno de las familias en las que servían estas mujeres, despojada de la violencia ínsita en una relación mediatizada por concepciones racistas. ¿Cómo sustraer el abuso, la coacción, en la mirada de la negra que sugiere estar en un lugar no deseado? Se trata de modos de representación en los que el pasado convocado desde lo biográfico, familiar o local puede prestarse a construcciones equívocas de la memoria colectiva. Es por eso que el tema reclama contextualizaciones múltiples que conecten las experiencias subjetivas con lo global que aún nos atraviesa con sus espectros discriminatorios. La exhibición de esta obra en un espacio público es una excelente oportunidad para penetrar en esa acumulación de vidas no narradas o para ingresar desde el conocimiento histórico a los debates actuales y su contribución al desarrollo de políticas comprometidas a dar batalla contra los persistentes estereotipos de clase, raza y género.
La virgen como huaca
La frágil imagen de rostro blanco ovalado, larga cabellera, mirada calma, facciones serenas, cuerpo delgado y brazos abiertos, carga un niño y porta un rosario cuyas cuentas, en algún tiempo fueron de cristal. Por sus características formales, corresponde al tipo de las llamadas imágenes de bulto, lo que la distingue de otros modelos que proliferaron en el siglo XVIII, reconocidos como imágenes de vestir.
La materia inerte de esta figura no difiere de la que caracteriza, por ejemplo, a una piedra que podría estar cubierta con lanas o textiles de colores. Sin embargo, desde el imaginario dominante, forjado con valores y representaciones de la matriz hispano–católica colonial, suele figurarse a la primera como imagen sacra y a la última como una huaca.
De acuerdo con el clérigo Cristóbal Albornoz que en el siglo XVI se dedicó a identificar huacas en el virreinato del Perú, huaca o guaca hacía referencia tanto a los lugares de culto como a los ídolos, a toda figurilla de personas o animales que los indígenas llevaban consigo como cosa sagrada con fines de culto.
¿En de qué difieren entonces las huacas de las imágenes sagradas del cristianismo?
Los Padres de la Iglesia y las sucesivas autoridades eclesiásticas teorizaron y prescribieron con gran denuedo los usos de las imágenes para la predicación y el culto cristiano. Abundan las reflexiones acerca de la función didascálida, comunicativa, que las mismas ofrecían en la tarea pastoral. Entre ellas, la más remanida del papa Gregorio I —600 d.C.— sobre que la escritura es para los que saben leer lo que la pintura es para los que sólo pueden ver.
No obstante, las reacciones más significativas surgieron al distinguir y calificar los usos cultuales. Los reparos más importantes se originaban en el temor de que las imágenes no fueran comprendidas como una representación, sino como el propio dios, santo, santa o virgen y, de ese modo, se tornasen objeto de adoración. De allí que los iconoclastas condenaran estos usos que asociaban a la idolatría.
En cambio, los iconódulos defendían el uso de las imágenes en tanto objetos de veneración. Argumentaban que las imágenes eran una suerte de recordatorio de las realidades espirituales y que Dios se hacía presente en todos los objetos.
Puede vislumbrarse que este antiguo vocabulario se actualiza con la conquista y la colonización de las Indias, haciendo coincidir en principio a la idolatría con los cultos nativos y a la veneración con el de las personas cristianas y cristianizadas. Pero sabemos que la evangelización no fue un proceso tan sencillo. Los testimonios de los doctrineros confirman la dura tarea pastoral que suponía la conversión y los términos utilizados para dar cuenta de las etapas de adoctrinamiento reflejan esa compleja realidad.
Los reparos más importantes se originaban en el temor de que las imágenes no fueran comprendidas como una representación, sino como el propio dios, santo, santa o virgen y, de ese modo, se tornasen objeto de adoración. De allí que los iconoclastas condenaran estos usos que asociaban a la «idolatría».
Aún en los últimos años coloniales, no era tan sencillo asociar a la población nativa con la idolatría ya que la relación que indias e indios infieles pudieran establecer con las imágenes de culto variaba según fueran catecúmenos, bautizados, neófitos, cristianos o reincidentes en la gentilidad. De allí que la atención no sólo estuvo puesta en qué imágenes utilizaban sino también en que, aun cuando adoptaran imágenes cristianas, no continuaran relacionándose como lo hacían con sus huacas.
Suele admitirse livianamente el éxito de la evangelización o sostenerse que la misma sólo estuvo orientada a los grupos indígenas e inclusive se presupone un discurso monolítico y una manifestación unívoca de parte de la comunidad cristiana. Sin embargo, las devociones y creencias no siempre se ajustaron a las prescripciones de las instituciones eclesiásticas ni estas ofrecían el mismo tipo de soluciones. Así como sucedió entre indígenas, también los clérigos y la feligresía toda, establecieron curiosos vínculos con sus imágenes de culto.
La que describimos en las primeras líneas es muy particular por el arraigo que tuvo en el territorio santafesino. Desde su remota creación a su actual paradero, esa imagen ha sido objeto de permanentes traslados y controversias generadas por su guarda, pertenencia y autenticidad y, por los motivos más variados, ha movilizado a gran cantidad de personas e incluso ha provocado disputas entre autoridades clericales y el personal eclesiástico encargado de las tareas pastorales. ¿Cuáles fueron las razones de este apego? ¿Qué es lo que hacía que esa virgen se hiciera presente en esa estatuilla y no en cualquier otra?
Para responder a estas preguntas comenzaremos por conocer qué posibilidades tenían las y los creyentes de acceder o poseer una imagen. ¿Abundaron estos objetos de culto? ¿Quiénes los fabricaban? ¿Cómo llegaban a las más pequeñas poblaciones?
Escasez de imágenes
La producción de imágenes cristianas estuvo sujeta a normativas conciliares e incluso en otros espacios americanos se pusieron trabas gremiales a la manufactura de la imaginería religiosa para evitar heterodoxias. En el litoral rioplatense, las misiones guaraníes cumplieron un rol destacado en la producción de todo tipo de objetos vinculados a la liturgia y al culto. Esto habilitó a los jesuitas como proveedores y principales promotores de imágenes sagradas en su tarea misional.
Beneficiados, además, por contar con un colegio en la ciudad y con estancias en la jurisdicción de Santa Fe, los jesuitas no sólo misionaron en territorio infiel o doctrinaron en reducciones, sino también organizaron campañas en las poblaciones rurales. Desde el Colegio, por ejemplo, los rectores enviaban a los religiosos que residían en la Estancia del Carcarañal a cumplir con las misiones del partido y, para ello, solían remitirles objetos de devoción tales como medallitas, rosarios, cruces o estampas. Sin embargo, todo parece indicar que, aún para los jesuitas, las imágenes de culto eran un bien escaso. En 1761, cuando el padre Garáu fue enviado por segunda vez a misionar al Pago de los Arroyos, el rector Antonio Gutiérrez admitió esta escasez. Sabía muy bien que el equipamiento que le había facilitado no alcanzaba para repartir a la gente y se excusaba expresando: «Yo, si tuviera, le diera más de esas cosillas, pero no tengo, porque este año fue poco lo que me enviaron de Misiones».
La presencia de la estatuilla de la virgen en este territorio no escapa a estas condiciones de la producción y la circulación de imágenes de culto en el período colonial.
El nacimiento de un ícono
En una fecha imprecisa del siglo XVII, en un pueblo de indios del litoral paranaense, alguna persona, presuntamente un varón indio reducido a vida cristiana, modela un trozo de madera en colaboración con su doctrinero. De esta labor conjunta se obtiene una pequeña talla que, adquiriendo la fisonomía de una mujer, perdió definitivamente la apariencia de un simple palo de yerba mate para ir acumulando, hasta el presente, usos y sentidos que la transformaron en una imagen de culto.
La falta de certezas sobre algunos datos que hacen a su fabricación no oculta las condiciones históricas de la relación entre ese indio y ese doctrinero cuando realizaron lo que en principio fue una artesanía. Una relación singularizada, pero configurada en un proyecto imperial asentado en la conversión de las poblaciones indígenas al Cristianismo. No se trataba de una virgen más que se sumaría, irreconocible, indistinta o vagamente, al repertorio de la imaginería de la devoción mariana colonial. Esta no era la Virgen de la Inmaculada Concepción, ni la Dolorosa, ni la Virgen del Carmen, enaltecidas y celebradas cada una por sus respectivas cofradías de la ciudad y pagos santafesinos. La estatuita de madera a la que pintaron un vestido blanco y a la que, en distintas ocasiones, embellecieron con atavíos de raso labrado y los colores más variados de tafetán y terciopelo, fue y es reconocida como la imagen de Nuestra Señora del Rosario.
El derrotero de esta talla de la Virgen del Rosario pone en evidencia que todos los usos sobre los que se ha teorizado podían converger, en simultáneo o a lo largo del tiempo, en torno a una misma imagen.
El periplo de la virgen
En los últimos siglos coloniales, la agitada movilidad de la efigie mariana obedece al derrotero de las poblaciones. La presencia de grupos indígenas que no habían sido doblegados por la dominación española desestabilizan los asentamientos, incluso los más hispanizados. Urgía arraigar a las poblaciones indígenas, españolas e hispanocriollas y las autoridades ensayaron soluciones de distinto tipo. Unas, contemplaron la vía militar trazando una línea de fortines para repeler los malones. Otras abonaron el entramado judicial, designando autoridades con vara de justicia como eran los alcaldes de la hermandad. Pero ninguna de las anteriores descartaba la apuesta por los dispositivos religiosos. Así, se establecieron reducciones, se sostuvieron doctrinas y se protegieron oratorios y santuarios.
La historia de estas políticas en el territorio acusa esta impronta religiosa en la reiteración de topónimos. Por ejemplo, la advocación mariana del Rosario se utilizó mucho antes de la erección de la parroquia del Pago de los Arroyos, o de que ese nombre designara a la villa y luego a la actual ciudad.
Desde el siglo XVII, la imagen de la Virgen estuvo consagrada a las prácticas religiosas en una capilla de una estancia cercana al sitio fundacional de la ciudad de Santa Fe. A pocas leguas de distancia, se encontraba un grupo de calchaquíes en encomienda cuya doctrina estaba a cargo de un religioso seráfico. Cuando fray Juan de Anguita consiguió que concertaran la paz, los indios se agregaron a la estancia del Salado. Allí conocieron esta imagen de la Virgen y permanecieron hasta que una incursión de abipones amedrentó a los pobladores rurales que debieron mudarse y desamparar la capilla que ya se nombraba como capilla del Rosario del Salado. En las mudanzas, la doctrina de fray Anguita también fue asumiendo la identidad mariana y así, el pueblo de indios a su cargo fue identificado como Nuestra Señora del Rosario de Calchaquí.
No se sabe exactamente en qué sitio fueron relocalizadas las familias calchaquíes hasta el siglo XVIII. Al contrario, la guarda de la imagen de la Virgen y sus alhajas fueron objeto de minuciosos registros. Cada vez que cambiaba de manos se realizaba un inventario con detalles de su estado y ajuar; y tanto el escribano del Cabildo como el vicario de la iglesia matriz santafesinos asentaban los traslados y el nombre de sus depositarios.
A finales del siglo XVII, cuando la ciudad de Santa Fe ya funcionaba en la actual localización, los infieles guaycurúes seguían apostados en el Pago del Salado. Los vecinos santafesinos acordaron en sesión capitular rehabilitar una guarnición que nombraron: el Fuerte del Rosario. Para mantener la cantidad de gente necesaria, decidieron guarnecerlo con pertrechos militares y montar un altar para la asistencia religiosa. Mientras los milicianos demoraban en hacerse con sus armas, los capellanes y los curas doctrineros solían disponer más prontamente de las suyas. Hasta tanto llegaron las provisiones de pólvora y plomo, y ante los indicios vehementes de que los enemigos estaban en las cercanías, el Cabildo resolvió que se trasladase la imagen de la Virgen del Rosario.
Ni las iglesias y capillas particulares que se mudaban con los curas y la población de las estancias, ni las doctrinas cuyos religiosos buscaban abrigo en los conventos de la ciudad, lograron estabilizarse y la imagen siguió su periplo. Pasó de estancia en estancia, de oratorio en oratorio y, finalmente, volvió a la ciudad de Santa Fe para quedar bajo la guarda de la iglesia matriz. Fue en 1731 que el cura rector Pedro González Bautista, a regañadientes y vencido en su enconada resistencia, entregó la imagen al cura Ambrosio Alzugaray, el primer párroco de los Arroyos.
Las debilidades y las fortalezas de creer
La resistencia del cura rector de la iglesia matriz de Santa Fe a entregar la imagen de la virgen del Rosario no se originaba en una afrenta personal con Ambrosio Alzugaray. Mucho tenía que ver su carácter. Pedro González Bautista había hecho lo suyo para ganarse la fama de malhumorado, autoritario, soez y pendenciero, y todo indica que su carácter no había cambiado en el momento de reaccionar como lo hizo cuando el flamante párroco le pidió las vituallas para su templo. Pero lo que mejor explica los conflictos desatados por la entrega de la imagen de la virgen y sus alhajas es lo que en aquel tiempo significaba erigir una parroquia.
Su fundación implicaba, además de la provisión de un cura párroco, la asignación de un término, una sede y unas rentas parroquiales. Por entonces, la iglesia matriz santafesina disponía de un territorio o curato que coincidía con el área jurisdiccional del Cabildo. De allí, que el cura de la iglesia rectoral evaluase que al delimitar el curato de Los Arroyos, se amputaba una parte de su territorio curatal y con él se recortaban los derechos eclesiásticos que percibía de estas feligresías. De manera que el encono obedecía a su férrea oposición a la creación del nuevo curato por ver afectados sus intereses económicos.
Ahora bien, así como los usos de la imagen sagrada no estuvieron desvinculados de las políticas de fijación de las poblaciones, tampoco lo estuvieron de la posibilidad de efectivizar las rentas parroquiales.
Al ser instituidos en parroquias independientes, los curas necesitaban asegurar unos recursos mínimos. Convocar a la feligresía era parte elemental del asunto. Debían ofrecer servicios religiosos y para ello necesitaban dotar con enseres y reliquias sacras los modestos altares de las capillas que fungieron como iglesias parroquiales.
Así como los usos de la imagen sagrada no estuvieron desvinculados de las políticas de fijación de las poblaciones, tampoco lo estuvieron de la posibilidad de efectivizar las rentas parroquiales.
Encumbrar los templos con una imagen tan venerada como la de la Virgen del Rosario fue un aspecto para nada trivial: la misma había sido trasladada con un cúmulo de adminículos fundamentales para las celebraciones litúrgicas que constituían los baluartes de las prácticas devocionales pero también de la subsistencia del párroco.
Ante la negativa del cura rector, el padre Alzugaray apeló a las autoridades del obispado. Éstas, refrendando la creciente necesidad que padecía la nueva parroquia de lo que consideraban preciso para la decencia del Culto Divino, compelieron al rector de la iglesia matriz a que entregase la imagen con sus alhajas.
Desde el año 1731 hasta aproximadamente 1739 el párroco del Pago de los Arroyos dispuso de la imagen, sin mayores contrariedades. Pero al ser designado el fraile Lucas de Leguizamón como doctrinero de un grupo de calchaquíes establecidos en las cercanas márgenes del río Carcarañá, la imagen volvió a ser objeto de disputas.
El doctrinero la reclamaba en nombre de sus indios y no abandonó fácilmente este propósito. Por esta razón, la negativa a entregarla, esta vez, protagonizada por Alzugaray, condujo la contienda a la vía judicial diocesana.
A fines del año 1740, Pedro Rodríguez, vicario del obispado de Buenos Aires, se encontró en medio de una enardecida discusión en la que le correspondía determinar si la imagen pertenecía a los vecinos rurales —europeos y eurocriollos— del Pago de los Arroyos o a los indios calchaquíes. En busca de pruebas para dirimir el litigio, recurrió al Cabildo de Santa Fe. Fue una oportunidad para que las autoridades santafesinas se florearan con relatos edificantes. La memoria del periplo de la virgen del Rosario surtía provecho para quienes se identificaban como cristianos españoles y daban testimonios de la proeza que habían protagonizado al salvaguardar la imagen de los infieles enemigos y depositarla en la iglesia matriz. Por el contrario, manifestaban no recordar nada de la participación de los calchaquíes en aquella piadosa diligencia.
Uno de los alcaldes deslizó una perspicaz pregunta en su testimonio. Se le ocurría conocer si eran los propios calchaquíes quienes exigían la imagen de culto o si se trataba de una demanda del religioso encargado de la doctrina.
En la sonada querella también declaró el teniente de gobernador Francisco Javier Echagüe y Andía, quien llamó a colaborar para resolver un problema que estimaba de gran importancia. Sugería ceder ante la pretensión de los calchaquíes, ya que mientras para los feligreses por su arraigada fe, otra cualquiera sería lo mismo, no era así para estos infieles por cuya ignorancia, se requería exclusivamente de esa imagen para introducirla en los corazones.
La virgen fundadora
Debido a la inexistencia de un acto fundacional, la entronización de la imagen de la virgen de Nuestra Señora del Rosario en la Capilla del Pago de los Arroyos, ha funcionado como hito en el relato instituyente de los orígenes de la actual ciudad de Rosario.
La historia local oficial abona decididamente este relato histórico. Las interpretaciones ofrecidas, las más divulgadas y las que concitan mayor consenso, se condicen con esas narrativas de los orígenes.
Se sabe que la imagen apostada en la Catedral es la que llegó desde Cádiz recién el 3 de mayo de 1773, durante la gestión parroquial del cura Miguel de Escudero, aunque había sido realizada por encargo de su antecesor, el párroco Francisco de Cosío y Terán.
Historiadores de oficio se han ocupado del tema, movidos por la pregunta sobre el destino de la primera imagen de la virgen, aquella enaltecida en la prístina Capilla de los Arroyos.
Se han reunido testimonios y pruebas documentales para abonar la hipótesis sobre que, la entregada al primer párroco Ambrosio de Alzugaray, sería la que está en guarda de una institución religiosa en la ciudad santafesina de Roldán. Para probar su autenticidad se practicó un estudio tomográfico helicoidal y radiográfico digitalizado de la imagen. Y para componer el relato histórico, el autor de La Imagen Olvidada —contador Miguel Chiarpenello— también apeló a la memoria de una descendiente de los Leiva, la familia de Coronda que aseguraba haber retenido la talla para poner a la virgen a resguardo de los indios. Perla Picabea Mori de Vitri, miembro de esta familia que Chiarpenello califica de honesta y patriótica, en 1983 la donó al Instituto Cristo Rey de la ciudad de Roldán.
Como vemos, no se trata de falta de pruebas documentales ni de inconsistencia de datos fácticos. Por el contrario, si abordamos esos mismos datos distanciándonos del interés sobre el destino final, o de los debates sobre la autenticidad de una u otra imagen de las advocaciones marianas que circularon por esta región, es posible concentrarnos en los significados profundos que hay detrás de la persistencia en los usos de las imágenes sagradas.
Última actualización