2. La política, la muerte y los rituales
Sandra Gayol
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La depresión económica iniciada en Wall Street en 1929 impactó negativamente en la economía argentina y ahondó las críticas al presidente de la nación y máximo líder de la Unión Cívica Radical (UCR), Hipólito Yrigoyen. A la oposición de los políticos conservadores, socialistas y radicales antipersonalistas se sumó la prensa, las agrupaciones estudiantiles y las Fuerzas Armadas, que señalaban su incapacidad para resolver los problemas que atravesaba la Argentina. Yrigoyen fue acusado de dictador y el 6 de septiembre de 1930 un grupo de militares liderados por José Uriburu lo sacó del gobierno. Como había sucedido en Bolivia y Perú, y como sucederá en la mayoría de los países latinoamericanos, este quiebre institucional se convertirá en el primero de una saga de intervenciones castrenses en la vida política y, en muchos casos, en una impugnación del proceso de ampliación de la ciudadanía política masculina que, en Argentina, se había iniciado a partir de la ley Sáenz Peña de 1912. Fue a partir de esta ley, precisamente, que Hipólito Yrigoyen llegó al poder por primera vez en 1916.
A partir del golpe de Estado, y por más de una década, cambiaron las reglas de la política institucional y la actividad política se expresó en una multiplicidad de formas. Así, el fraude electoral, las movilizaciones callejeras, los levantamientos armados, la proscripción de los partidos políticos y de los opositores que, muchos de ellos, debieron marchar al exilio o ir a prisión, devinieron rasgos constitutivos de la política. También la muerte ocupó un lugar central pues ingresó en los discursos políticos, los proveyó de nuevos valores y reforzó y/o definió las identidades políticas. Especialmente los funerales de Estado cobraron gran significación y coparon el espacio público urbano. Fueron un homenaje al muerto pero también manifestaciones políticas que demostraban poder, interpelaban al gobierno o lo desafiaban.
La muerte ocupó un lugar central pues ingresó en los discursos políticos, los funerales de estado cobraron gran significación y coparon el espacio público urbano.
En 1928, por ejemplo, especialmente las ciudades de Buenos Aires y Rosario habían cobijado el sepelio del máximo dirigente del Partido Socialista Argentino: Juan B. Justo. Ese mismo año, la capital de la república también fue centro del asesinato y posterior velatorio multitudinario del militante anarquista Emilio López Arango. El homicidio de Enzo Bordabehere en el Senado de la Nación en 1935, el suicidio de Leopoldo Lugones en 1938, fueron seguidos por el fallecimiento del presidente en ejercicio Roberto Ortiz en 1942 y, el mismo año, por el del máximo dirigente del momento de la UCR: Marcelo Torcuato de Alvear. Pero sin duda fueron la muerte de José Uriburu, en 1932, de Hipólito Yrigoyen, en 1933, y el suicidio de Lisandro de la Torre en 1939 los que más impactaron socialmente y los que dispararon, por razones diferentes, los ritos fúnebres más multitudinarios. Uriburu e Yrigoyen fueron las figuras políticas más relevantes de la primera experiencia democrática en la Argentina iniciada, precisamente, con Yrigoyen en 1916 y abortada, justamente, por el golpe de Estado liderado por Uriburu en 1930. El inicio de la carrera política de Lisandro de la Torre coincidió con la de ambos, a fines del siglo XIX, pero fue durante los años treinta que de la Torre devino un célebre adalid de la lucha contra la corrupción y contra los negociados en beneficio de funcionarios públicos. Si Uriburu e Yrigoyen encarnaban el debate fundamental sobre el régimen político deseable en una sociedad de masas, de la Torre ponía en el debate público las tensiones y contradicciones que solían darse entre intereses privados y bien público.
Uriburu e Yrigoyen se entrecruzaron casi siempre en sus actividades públicas. Como fundador y uno de los jefes de la Logia de los 33 oficiales, Uriburu participó de la revolución de 1890 que desplazó a Miguel Juárez Celman de la presidencia de la Nación. En este contexto de crisis nació también la UCR liderada por Leandro Alem y luego por su sobrino, Hipólito Yrigoyen. En 1905, Uriburu fue uno de los encargados de reprimir la revolución de la UCR liderada por Yrigoyen. Luego de este fracaso, mientras la UCR abandona la vía revolucionaria y avanza en su organización partidaria a la cabeza de Yrigoyen, Uriburu asume como director de la Escuela Superior de Guerra, en 1907, para emprender de inmediato y por tres años una estancia formativa en el ejército prusiano. En 1914, Uriburu es elegido diputado nacional y dos años después, en 1916, Yrigoyen llega a la presidencia de la Nación. Fue su sucesor en el poder ejecutivo nacional, Marcelo Torcuato de Alvear, también de la UCR, quien designó a Uriburu como inspector general del Ejército. Fue Yrigoyen quien en 1929 lo pasó a retiro por haber cumplido con su edad reglamentaria. Y, finalmente, fue Uriburu quien, un año después, lideró el golpe de Estado que derrocó a Yrigoyen. Lisandro de la Torre dialogó fluidamente con ambos. Confluyó en la formación de la UCR, se distanció posteriormente de Yrigoyen y en ocasión del golpe de 1930 se retiró de la política para volver a ocupar una banca, esta vez en el Senado y en representación del Partido Demócrata Progresista, entre 1932 y 1937.
Esta secuencia de eventos que anudaban estas vidas públicas se alimentaba de las dudas que despertó el proceso de ampliación de la ciudadanía política masculina. Si desde sus orígenes la ampliación de la participación política formal cosechó críticas, fueron los gobiernos de Yrigoyen (1916–1922 y 1928–1930) los que dispararon las oposiciones más intensas. La renovación de los elencos políticos y la entrada de los sectores medios a los aparatos del Estado y a las aulas universitarias, la implementación de algunas políticas sociales, la apropiación y revalorización de la cultura popular y el aliento de las movilizaciones callejeras devinieron para algunos, entre ellos Uriburu y los nacionalistas extremos nucleados en torno a su persona, el símbolo indiscutible de la corrupción y de la decadencia argentina. Sólo el derrocamiento de Yrigoyen, insistían, permitiría restaurar el orden y recuperar la senda perdida por la llegada de los radicales al gobierno.
Uriburu no sólo lideró el proceso que abrió el golpe de Estado de 1930 sino que también ocupó el cargo de presidente provisional. Ni bien asumió disolvió el congreso, declaró el estado de sitio, intervino la mayoría de las provincias, autorizó la tortura a los disidentes políticos, aplicó la pena de muerte a varios militantes anarquistas, encarceló y mandó al exilio a yrigoyenistas y comunistas. Finalmente resistido, incluso por aquellos que habían originariamente apoyado su marcha hacia la casa de gobierno, el dictador se vio obligado a garantizar el regreso a la vida institucional llamando a elecciones. En febrero de 1932, y con la UCR proscripta, entrega la presidencia al general Agustín Justo. Se marcha a París donde morirá dos meses después: el 29 de abril de 1932. Yrigoyen, muy enfermo, recupera la libertad y fallece un año después, el 6 de julio de 1933.
El funeral de Hipólito Yrigoyen fue la contracara del funeral de Uriburu y se convirtió en un espejo que impugnará, o pondrá en valor, el funeral de éste. También importante, los cuerpos de los presidentes muertos articularon un discurso sobre la política que se buscaba implementar. La organización y puesta en escena del rito de pasaje del líder de la revolución de septiembre materializaba el proyecto político de los nacionalistas, representaba a la sociedad estamental respetuosa de las jerarquías sociales y políticas. Fue una respuesta ritual y simbólica especialmente de los nacionalistas extremos que tenía como contracara el materialismo, el individualismo liberal, la democracia y la demagogia de los partidos políticos, especialmente de los yrigoyenistas. El funeral del líder de la UCR ofreció una ritualización y comprensión del poder diferente, especialmente por el lugar significativo que en la comunidad política tenían los sectores populares.
El funeral de Hipólito Yrigoyen fue la contracara del funeral de Uriburu, los cuerpos de los presidentes muertos articuaron un discurso sobre la política que se buscaba implementar.
La muerte es un rito de pasaje que involucra a la persona muerta, a su familia y amigos, y a la comunidad en la que acontece. Es un rito de pasaje a través del cual el muerto se separa del mundo de los vivos e ingresa, con la inhumación, al mundo de los muertos. Sus deudos, también separados transitoriamente de sus prácticas ordinarias mientras transcurre el velorio, se reincorporan y se reinsertan en la sociedad de la cual forman parte luego de la inhumación. Los conocidos del difunto también cumplen rituales prescriptos socialmente y, de maneras muy diversas, toda la comunidad. Cuando el muerto es una personalidad pública, como un expresidente o un dirigente político relevante, su fallecimiento tiene mayor visibilidad social y sus funerales concitan, por motivos muy diversos, mucho interés y expectativa política. Es lo que aconteció especialmente con los funerales de Uriburu e Yrigoyen.
A diferencia de las exequias privadas en las cuales el velorio sucede en un espacio privado y luego el cuerpo es generalmente escoltado hasta el cementerio por la familia, los amigos, los vecinos y, en ocasiones, un representante religioso, los funerales de Estado suceden en espacios sagrados. Es decir, en lugares en donde los valores sagrados de una comunidad se vuelven tangibles a través de un conjunto de símbolos y rituales. Mientras que Bordabehere y de la Torre tuvieron su homenaje central en la ciudad de Rosario, para los presidentes en ejercicio o expresidentes de la Nación el epicentro de la ceremonia era Buenos Aires. La casa de gobierno y/o el congreso de la Nación, en muchas ocasiones una misa de cuerpo presente en la catedral metropolitana de la ciudad de Buenos, y un extenso cortejo por la avenida Alvear o por la calle Callao hacia el cementerio de La Recoleta, fueron los itinerarios más habituales. Si la ceremonia principal se desplegaba en la capital de la república, centro del poder político y cultural, los espacios urbanos en general y las capitales de provincia en particular también organizaban homenajes al difunto. La estructura de estos funerales fue parecida a la de la ceremonia principal con la importante diferencia de que no tenían al muerto. Parecidas en los colores, cánticos, ritmos y símbolos, estas ceremonias compartieron también los espacios de expresión: iglesias, parroquias, catedrales y plazas públicas.
Los funerales de Estado además de ser ritualmente más elaborados que los funerales privados, son organizados y financiados por el Estado, quien también estipula el protocolo —y el itinerario, los oradores, la música, los objetos y los símbolos— durante todo el proceso ritual. También es el Estado el que propicia un trabajo oficial de memoria y de celebración póstuma. Los expresidentes de la Nación son los principales destinatarios de un funeral de Estado, aunque no los únicos. Uriburu recibió uno pero no Yrigoyen, especialmente por las disputas entre el gobierno nacional y los dirigentes radicales. Disputas que la muerte de Yrigoyen no hizo más que ahondar. Yrigoyen era un símbolo demasiado poderoso como para ser enaltecido, pensaban desde el gobierno de turno, por un funeral de Estado. Sus exequias fueron organizadas por la UCR y financiadas por el partido y por sus dirigentes más pudientes. Por la envergadura de los personajes fueron acontecimientos públicos y políticos. Públicos porque se desarrollaron mayoritariamente en el espacio público, y políticos porque apelaron a consignas, símbolos, prácticas y representaciones políticas.
La embajada argentina en París y la iglesia de Saint Pierre de Chaillot en esa ciudad fueron los espacios iniciales de una cadena de homenajes a Uriburu que se prolongaron durante varias semanas, hasta la repatriación a Buenos Aires el 26 mayo de 1932. Fue en la dársena del puerto de Buenos Aires donde el funeral de Estado comenzó a desplegarse. Exministros del gobierno provisional, militares y marinos con uniformes de gala y numeroso público esperaban el féretro. Escoltado por cadetes del Colegio Militar y de la Escuela Naval, el cadáver fue trasladado a la casa de gobierno en donde lo aguardaban el presidente Agustín Justo —vestido de gala militar y con la banda presidencial— y sus ministros. Ellos trasladaron a pulso el cajón hasta el Salón Blanco de la capilla ardiente para que el público se despidiera del difunto. Un día después, cuando el cortejo recomenzó su marcha hacia el cementerio de La Recoleta, las bandas de la Escuela Naval del Colegio Militar y del Regimiento 1 de Caballería tocaron marchas fúnebres.
El Regimiento de Granaderos a caballo, con bandera y charanga, abrió el cortejo y siguieron luego a las carrozas que conducían las coronas. Detrás venía la cureña tirada por tres yuntas y escoltada por cadetes de infantería del Colegio Militar y de la Escuela Naval. Luego, presidiendo el séquito marchaban el ministro de guerra, el introductor de embajadores miembro de la familia del extinto, altos funcionarios públicos, legisladores nacionales, ex ministros del gobierno provisional, la comisión de homenaje y las agrupaciones nacionalistas. Seguirán a esas tropas las señoras de la legión femenina de la Legión Cívica, también nacionalista. Mientras esto sucedía en la tierra, aviones militares sobrevolaron el cielo porteño.
Nunca antes una ceremonia fúnebre en la Argentina había contado con semejante despliegue del aparato militar. Si bien las fuerzas armadas eran parte de las ceremonias oficiales, siempre habían aparecido subordinadas a las autoridades civiles que eran quienes lideraban y daban el tono dominante de toda la ceremonia. Las exequias de 1932 inauguraron una forma de conmemoración fúnebre que se reeditará, casi sin variantes, en enero de 1943 en el funeral de Agustín Pedro Justo y que devendrá habitual para los presidentes militares argentinos del siglo XX. Miradas en detalle las exequias de Uriburu fueron una reedición exacta de quienes marcharon hacia la Casa de Gobierno en septiembre de 1930 y de quienes integraron el gobierno provisional hasta febrero de 1932.
El funeral de Yrigoyen fue su antítesis. Fue velado en su domicilio particular de la calle Sarmiento de la ciudad de Buenos Aires. A su funeral no asistió ningún miembro del gobierno argentino, aunque fue acompañado por representantes del Partido Socialista Argentino, del Partido Nacional de Uruguay, del Partido Nacional Liberal de Paraguay y del Partido Independiente de Chile. Los poderes ejecutivos de Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, San Juan, Mendoza, Buenos Aires, Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero, La Rioja, Jujuy, Salta y Misiones promulgaron decretos de honores oficiales y, en algunos casos, asueto para los empleados públicos el día de la inhumación. También los poderes ejecutivos de ciudades y pueblos pusieron la bandera a media asta y decretaron honores. Pero no hubo despliegue de fuerzas militares y paramilitares apropiándose y liderando el uso y los sentidos del espacio público. El gobierno del general Justo decidió, más allá del rechazo de la familia del muerto, implementar los honores oficiales que implicaban que el féretro fuera escoltado por el escuadrón de infantería y caballería, que las fuerzas del ejército y la armada estuvieran apostadas en las proximidades del cementerio esperando el cortejo y que, desde los bajos de la Recoleta, el regimiento 1 de artillería disparara 21 cañonazos. Salvo estos cañonazos, el resto del homenaje oficial fracasó no sólo porque la cantidad de gente impedía con su sola presencia la posibilidad material de custodiar el féretro, formar filas y posicionarse de acuerdo a los usos que la policía y las Fuerzas Armadas implementaban en estos casos, sino también porque la multitud explícitamente impidió, con gritos, insultos y empujones, que participaran del acompañamiento. Entre el cuerpo muerto de Yrigoyen y la multitud no hubo fronteras, no hubo mediadores ni intermediarios. Se suspendieron transitoriamente las jerarquías sociales y políticas.
Funeral de Yrigoyen
El cuerpo del expresidente fue embalsamado y vestido con el hábito de los dominicos. Debieron descartar la carroza fúnebre porque la gente —muchos habían viajado desde el interior— lo llevó a pulso. Fueron inútiles los esfuerzos del Escuadrón de Seguridad para mantener el orden frente a la resistencia de los asistentes que pinchaban a los caballos y les tiraban fósforos encendidos a los policías. La voluntad de Yrigoyen fue la de ser sepultado en el panteón de los caídos en la Revolución del Parque. El funeral fue transmitido en vivo a los países limítrofes por las principales radios de la época. Los diarios más importantes de América Latina enviaron corresponsales a Buenos Aires para cubrir la noticia. (Vida de Hipólito Yrigoyen, el hombre del misterio, Manuel Gálvez)
La hegemonía durante todo el rito de pasaje de quienes lideraron el golpe de Estado de 1930 y de quienes participaron en la breve gestión del gobierno de Uriburu puede pensarse como un intento de restitución que legitimaba el pasado inmediato. También como un gesto concreto que desafiaba al gobierno de Justo y, por supuesto, como una apuesta al futuro: volver al poder y reubicar nueva y jerárquicamente a los diferentes actores de la comunidad política tal como lo entendían los nacionalistas. El lugar de cada uno en el rito de pasaje, su ubicación ordenada y silenciosa en el espacio público, era una representación de su propuesta de reorganización social y política claramente contrastante con la ofrecida por los radicales. Las columnas de cadetes, gendarmes y milicias honraban a Uriburu y también lo protegían del público que casi siempre aparece al final del cortejo, como límite externo de las columnas militares y de distinguidos sociales. Es una diferencia fundamental con el rito de pasaje de Yrigoyen. Entre el cuerpo muerto de éste y la población no hay mediadores. No sólo en el cortejo se diluyeron simbólicamente las jerarquías sociales y de poder político, sino que se concedió todo el poder a las masas que se involucraron efectivamente en la ceremonia. Un presidente que supuestamente hablaba directamente al pueblo, sin intermediarios, como los radicales no cesaban de repetir sobre Yrigoyen, sólo podía ser acarreado en brazos del pueblo.
El éxito de un funeral se asociaba con la presencia multitudinaria de la población. Con una aceitada práctica en movilizaciones callejeras, con dirigentes que volvían del exilio o habían recuperado recientemente la libertad, los radicales cobraron gran visibilidad, especialmente en las calles de la ciudad de Buenos Aires, en el curso de 1932. Era lógico que volvieran a hacerlo el día de la muerte, previsible, de su líder en 1933.
De todo el país llegaron nutridas delegaciones del partido. La cordobesa habría estado compuesta por 600 afiliados y desde Santa Fe habrían viajado 6.000 personas. Los trenes especiales que partieron de Rosario, fletados por el Comité de la Unión Cívica Radical, se detuvieron en San Nicolás, Baradero, Pergamino y San Pedro en donde se sumaron nuevos participantes. Por el ferrocarril Oeste llegaron a la estación Once, delegaciones de Chivilcoy, Bragado, Pehuajó y Trenque Lauquen. La línea ferroviaria del Pacífico permitió el arribo a Buenos Aires de los representantes radicales de San Juan, Mendoza, San Luis y sur de Córdoba. Esta última provincia, a su vez, aportó nueve aviones civiles que tiraron flores durante el cortejo. El ferrocarril trasandino del norte permitió a los radicales de Salta y de Jujuy participar de las ceremonias de Buenos Aires. Para el popular diario La Razón, del interior del país concurrieron 60.000 personas.
También los nacionalistas movilizaron a sus seguidores. Si bien no todos sus dirigentes compartían la decisión de abrir las filas del movimiento, y más allá de la denigración y la violencia discursiva hacia las mayorías sociales y hacia la cultura popular plasmada en los escritos de algunos de sus intelectuales, las experiencias de ciudadanía creadas por la ley Sáenz Peña de 1912, la competencia política y las transformaciones sociales más amplias colocaron a las masas como una referencia inevitable en sus discursos políticos. Del mismo modo que los radicales, definieron al funeral de Uriburu como multitudinario. Es difícil saber cuántas personas asistieron a las ceremonias de Buenos Aires, cuántas participaron de los homenajes organizados en simultáneo en las capitales y pueblos de provincias, y cuántas escucharon por radio los discursos previos a las inhumaciones — por ejemplo, el que pronunció Justo en la casa de gobierno despidiendo a Uriburu fue transmitido también por radio a Brasil y a Uruguay—. Las 150.000 personas que habrían desfilado por la capilla ardiente de Uriburu, y las aproximadamente 500.000 que participaron en la inhumación de Yrigoyen —según el censo nacional de 1936, la ciudad de Buenos Aires tenía 2.415.142 habitantes— son cifras contundentes. Pero son aún más significativas si se las compara con otras movilizaciones callejeras. Por ejemplo, un total de 60.000 personas se habría reunido frente al monumento a Alem en Buenos Aires para escuchar a los dirigentes radicales recién llegados del exilio el 27 de febrero de 1932. El meeting de la libertad multipartidario y multisectorial, organizado a iniciativa del Partido Socialista, efectuado frente a la Plaza del Congreso de la Nación en junio de 1932, convocó al menos 20.000 personas. En 1936, el gran meeting por la paz, la libertad y la justicia social habría movilizado aproximadamente 150.000 personas.
Diario Mundo Argentino, 5 de julio de 1933.
Los cortejos fúnebres de Uriburu e Irigoyen
Numéricamente impactantes comparados con otras movilizaciones de la época, ambos funerales demostraban la capacidad de movilización de sus organizadores. También la capacidad de convocar a sectores muy diversos. La multitud que acompañó el cortejo de Uriburu fue heterogénea en edad y sexo. Si bien las fuentes nacionalistas, especialmente interesadas en resaltar el comportamiento deferente y civilizado de la población, invocan ocasionalmente la presencia de gentes humildes, las imágenes sugieren, especialmente por la vestimenta, la preeminencia de la clase alta y media alta. Los rostros que participaron del sepelio de Yrigoyen fueron mucho más heterogéneos en cuanto a la clase social, la edad y el sexo. Adultos, ancianos, niños y jóvenes. Familias. Hombres y mujeres. Integrantes de los sectores populares urbanos, pero también hombres y mujeres de los sectores medios y de las élites. Quienes participaron de las exequias de mayo de 1932 o en julio de 1933 ratificaron su adhesión al nacionalismo o a la UCR respectivamente; pero también es muy posible que hayan descubierto sus simpatías por estas organizaciones participando, precisamente, en el cortejo. Es muy probable también que otros participantes mantuvieran, ratificaran o profundizaran sus diferencias con la UCR, con los nacionalistas o con el gobierno de Justo. También que muchos hombres y mujeres se hayan involucrado por simple curiosidad y no por razones políticas. Si no todas las personas se involucraron de la misma manera es importante destacar que nacionalistas y radicales movilizaban a la población de manera muy distinta y, también, que apelaban a emociones también diferentes que tenían, a su turno, implicancias políticas. Los primeros privilegiaban el orden, la deferencia y la restricción emocional. Respeto, reverencia, silencio, fueron actitudes y sentimientos privilegiados en las narrativas nacionalistas. Los radicales también estaban interesados por el orden pero no descuidaron el entusiasmo, la euforia, los cánticos y la proyección hacia el futuro que convivían sin tensión con la despedida a su máximo líder.
Para los radicales, la muerte del padre, del gran patriarca, los dejaba huérfanos pero no los dejaba ni solos ni desorientados. El presidente del Comité Nacional, Marcelo Torcuato de Alvear, fue, sin dudas, el dirigente radical más visible durante toda la ceremonia y el principal heredero político de Yrigoyen. Se involucró directamente en la organización del rito fúnebre, evitó liderar negociaciones de resultados inciertos —como los pedidos de autorización al gobierno para velarlo en una plaza pública—, fue él quien comunicaba a la prensa las decisiones del partido, fue también él quien se dirigía e interpelaba a la multitud, también fue él quien inició el cortejo e inauguró la lista de oradores. Durante el cortejo también se vivó su nombre —y el de su esposa— y fue allí cuando su liderazgo, que se venía gestando previamente, fue puesto a prueba y convalidado. La muerte de Yrigoyen lubricó al partido y redefinió los lugares que sus dirigentes ocupaban en él. La reorganización partidaria intentada desde fines del año 1930 e impulsada a partir de 1932 cuando Marcelo Torcuato de Alvear retomó la presidencia del Comité Nacional del partido radical, se puso a prueba en 1933 y se vio estimulada por el funeral. Este también propició la actividad partidaria y nutrió una identidad común. Todos juntos en el espacio público ratificaban su adhesión e insuflaban bríos al ideario del partido. En las calles, en los homenajes realizados en los consejos deliberantes, en las cámaras legislativas provinciales y nacionales, participaron radicales con trayectorias muy diversas; diversidad que, junta, transmitía un mensaje de unidad. Un partido fortalecido, políticamente optimista y dispuesto a abandonar la abstención electoral, convivirá con las anuales conmemoraciones en recuerdo de su líder que, todos los 3 de julio, proseguirán en el curso de los años treinta.
Para los nacionalistas que lideraron el cortejo de Uriburu, sus aspiraciones de reconquistar el poder se vieron truncadas. Siguieron ofreciendo un discurso y una propuesta política que tenía como contracara el materialismo, el individualismo liberal, la democracia y la demagogia de los partidos políticos; pero fueron perdiendo adherentes a medida que profundizaban su extremismo político. El cuerpo muerto de Uriburu sí les sirvió como el punto de partida para la consagración de su figura como mito fundacional del movimiento nacionalista argentino. Cada aniversario de su muerte, así como todos los 6 de septiembre, sus seguidores recordaban a su líder, profundizaban su perfil viril y militar, y le adosaban cada vez más capacidad de imantación popular. Al tiempo que reivindicaban su figura y su breve gestión de gobierno, defendían sus propuestas de organización política y social corporativa que habían impulsado a partir del golpe de 1930. La llegada del peronismo volvió a colocar a nacionalistas y radicales en posiciones políticas diferentes y enfrentadas. Si en los años treinta ambos habían liderado la polarización y conflictividad política, en la década siguiente serán un actor más de un proceso político que tomará prestado algunas prácticas y consignas que ambos habían contribuido a propagar pero que también portará rasgos completamente innovadores. Quizás sea la muerte, una vez más, la que mejor cobije las continuidades y rupturas que aportó el peronismo en el gobierno. Una vez más copará el espacio público y el debate político cuando, el 26 de julio de 1952, muera Eva Perón.
El cuerpo muerto de Uriburu sirvió como el punto de partida para la consagración de su figura como mito fundacional del movimiento nacionalista argentino.