3. La política en la provincia
Diego Mauro | Mariela Rubinzal | José Zanca
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por Diego Mauro
En 1928, Yrigoyen llegó al poder con un impresionante apoyo popular. El radicalismo personalista —como se conocía a sus seguidores— obtuvo el doble de votos que todos sus rivales juntos, en una jornada electoral que se conoció a partir de entonces como el plebiscito. Los comités se mantuvieron en estado de movilización permanente y el fervor y el entusiasmo fueron las notas dominantes frente a la vuelta del viejo caudillo al poder. Si en 1916, el eje de la campaña había sido la ampliación del sufragio y el enfrentamiento con el llamado régimen, en alusión a la política de notables del período anterior, en 1928 la causa yrigoyenista se centró mucho más en los trabajadores, interpelados una y otra vez en los actos y mítines. En algunos casos, como en la retórica del dirigente rosarino Ricardo Caballero, se propuso directamente un segundo radicalismo o un radicalismo económico, cuyo propósito era reparar, no ya la pureza del sufragio, sino las desigualdades sociales.
Dos años después, el escenario era muy diferente. Los enfrentamientos con el radicalismo antipersonalista y la propia fragmentación interna del personalismo debilitaron al gobierno y paralizaron la actividad parlamentaria. En ese marco, las intensas huelgas que se produjeron en Rosario y el sur de Santa Fe entre 1928 y 1929 —que en parte reflejaban el optimismo de los trabajadores con el nuevo gobierno— terminaron profundizando los conflictos internos y enfrentando a Yrigoyen con Caballero, cuestionado por los principales diarios. Como una década antes durante la llamada Semana Trágica, las corporaciones empresariales y los principales periódicos ejercieron una implacable presión sobre Yrigoyen, exigiéndole el envío del ejército para reprimir a los huelguistas y la destitución de Caballero como Jefe de Policía de Rosario, a quien acusaban de instigar las huelgas —lo que finalmente conduciría a su renuncia en 1929—. El sistema político tenía que lidiar además con una constelación de grupos de derecha y extrema derecha que se habían fortalecido durante la década de 1920 y con los crecientes efectos de la crisis económica tras el famoso crack de Wall Street en Estados Unidos.
El declive electoral del radicalismo fue bastante pronunciado y en 1930 el Partido Socialista Independiente y el Partido Socialista se repartieron el primero y el segundo lugar en la ciudad de Buenos Aires. En Santa Fe, aunque menos pronunciado, el deterioro electoral permitió el resurgimiento de los demócratas progresistas que, entusiasmados por la crisis del yrigoyenismo —que algunos dirigentes como Luciano Molinas habían anticipado—, se lanzaron a hacer propaganda a favor de la vetada Constitución provincial de 1921, desconocida por el entonces gobernador radical Enrique Mosca. Hubo además fundadas denuncias de fraude en varias provincias ganadas por la UCR y desde la prensa se multiplicaron los pedidos de renuncia del presidente. No obstante, aun en este contexto adverso, el yrigoyenismo seguía siendo la principal fuerza política y no estaba claro que su declive fuera irreversible. Lo que, entre otros factores, contribuyó a acelerar el golpe de Estado.
Como ocurrió a nivel nacional, el golpe de Uriburu no dio pie a resistencias significativas en Santa Fe y fue recibido más bien con alivio por los principales diarios locales. El Orden señaló que más que un golpe era «una magnífica manifestación patriótica» y el diario Santa Fe se refirió a los «ciudadanos preclaros» y a los «militares cargados de méritos» que habían asumido el «único camino posible» (El Orden, 8/9/1930). La Tierra, por su parte, se refirió con euforia a que el «pueblo y el ejército» habían derrocado a Yrigoyen. Según el órgano oficial de la Federación Agraria, después de un «accidente histórico», la nación volvía a encontrarse con su «destino». (La Tierra, 7/9/1930). La Reacción de Rosario, en la misma línea, coincidió en que la «revolución» consagraba la «soberana voluntad del pueblo» (La Reacción, 14/9/1930).
También los principales partidos opositores, la Unión Cívica Radical de Santa Fe, de orientación antiyrigoyenista, y los demócratas progresistas aplaudieron el golpe. El Partido Demócrata Progresista, no obstante, exigió con algo más de claridad que sus adversarios la rápida convocatoria a elecciones. Los principales referentes, Luciano Molinas, Francisco Correa, Enzo Bordabehere y Mario Antelo a nivel provincial, como el propio Lisandro de la Torre a nivel nacional, consideraban que podían derrotar al radicalismo en comicios limpios y que por tanto el llamado a elecciones no tenía que demorarse. Con este objetivo, los demócratas picaron en punta e iniciaron por esos días una activa campaña. Inauguraron nuevos comités y realizaron decenas de actos mientras el radicalismo se sumergía en enfrentamientos cada vez mayores. Por otro lado, el partido contó por entonces con muchos más recursos —gracias a los puestos en la administración pública obtenidos tras el golpe— que le permitieron apuntalar la campaña a lo largo y a lo ancho de la provincia. El factor determinante fue, no obstante, la abstención de una parte importante del radicalismo, tras una larga serie de atropellos por parte del gobierno provisional, que incluyó la suspensión del triunfo obtenido en las elecciones de la provincia de Buenos Aires y el veto poco después de la candidatura presidencial de Alvear.
Los principales referentes, Luciano Molinas, Francisco Correa, Enzo Bordabehere y Mario Antelo a nivel provincial, como el propio Lisandro de la Torre a nivel nacional, consideraban que podían derrotar al radi-calismo en comicios limpios.
En este contexto, sin la participación de los radicales que respondían al Comité Nacional —como se comenzó a denominar a los abstencionistas—, el camino a la Casa Gris se despejó para los demócratas progresistas. Apoyados además por el gobierno provisional y con el visto bueno de Uriburu se lanzaron a realizar una intensa campaña en nombre de la Constitución de 1921. En la coyuntura volvieron a defender las reivindicaciones históricas de la agrupación: descentralización de la administración y de la educación, intendencias electivas, equilibrio fiscal y progresividad impositiva, conformación de tribunales de arbitraje, estabilidad de los empleados públicos, jornada de ocho horas y descanso dominical, fortalecimiento del parlamento, laicización del Estado. En contraste, su único adversario, la Unión Cívica Radical de Santa Fe —el llamado concordancismo, que reunía en la provincia a sectores del antipersonalismo de la década de 1920 con algunos dirigentes que habían roto con el yrigoyenismo o se habían negado a avalar la candidatura de Alvear, anteponiendo la de Justo—, tenía más bien poco para ofrecer, atravesado por fuertes enfrentamientos y una débil organización de base, con excepción de algunos distritos. A diferencia de lo que ocurría a nivel nacional, donde los partidarios de Justo tenían todo a favor, en Santa Fe, los demócratas llevaban la delantera. El Partido Demócrata Progresista, además, tras la abstención del radicalismo del Comité Nacional, morigeró las críticas al personalismo y buscó tender puentes con los votantes yrigoyenistas. En esta apuesta, el partido recuperó la menos conflictiva figura de Leandro Alem y ensayó incluso una cierta defensa de Yrigoyen: sus errores, a fin de cuentas, podían considerarse en parte una consecuencia de sus ochenta años. Por otro lado, desde Tribuna se señaló que el radicalismo seguía «vivo», a pesar del accionar de «sus jefes», en las filas del Partido Demócrata Progresista, el único que recuperaba el «idealismo» que le había dado «vida y fuerza» en el «corazón del pueblo argentino».
A esto se sumó una intensa movilización desde los comités y la elaboración de un discurso de campaña que, a diferencia del que habían ensayado en la década anterior, hablaba más que del programa partidario de los problemas concretos que padecía el electorado y a los que se prometía dar una pronta solución: empezando por el desesperante endeudamiento de muchos chacareros y arrendatarios agrícolas y la creciente desocupación entre los trabajadores urbanos. Se refirieron además a la necesidad de poner en marcha un plan de obras públicas que contribuyera a combatir la desocupación y paleara al mismo tiempo la necesidad de caminos, obras de canalización y escuelas, tras dos años de parálisis. Desde la prensa no faltaron las críticas al Partido Demócrata Progresista, como las del diario Santa Fe o las del periódico La Tierra, alineados con la Unión Cívica Radical de Santa Fe. De igual manera, desde el Obispado y la Acción Católica se multiplicaron los cuestionamientos a la Constitución de 1921 —fundamentalmente debido a su impronta laica—, pero, sin la participación de la UCR del Comité Nacional y con un concordancismo tensionado y al borde de la ruptura, las cartas estaban echadas y los demócratas obtuvieron un amplio triunfo, contundente sobre todo en Rosario donde siempre habían tenido una sólida implantación de base.
Por esos días, la euforia y la alegría fueron las notas dominantes entre los demócratas progresistas. No era para menos, después de largos años de derrotas —incluso la casi desaparición del partido— habían logrado un resurgimiento vertiginoso. Eran además optimistas acerca de las posibilidades de controlar la crisis económica y poner en marcha su programa de reformas. El hecho de que a pesar de la intensa movilización de la Acción Católica en las calles, lograran poner en vigencia la Constitución de 1921 a través de una ley parlamentaria en 1932, aumentó la confianza del partido y convenció a los militantes de que su hora había llegado. Sin embargo, el optimismo generalizado se condecía bastante mal con la calamitosa situación presupuestaria y financiera de la provincia. Se acumulaban los déficits de 1930 y 1931 y la recaudación descendía sin parar como consecuencia de la depresión de la actividad. A esto se sumaba la presión creciente de la deuda interna y externa y muy especialmente la de los compromisos asumidos en dólares por los antipersonalistas en la década anterior. En consecuencia, más allá de la algarabía reinante, el margen de maniobra con el que contaba el Partido Demócrata Progresista era muy reducido. El ministro de Hacienda, Alberto Casella, lo reconoció públicamente y confesó incluso que no se avanzaría con la baja de las alícuotas sobre los artículos de consumo masivo, como se tenía previsto, hasta tanto no se lograra equilibrar el presupuesto y consolidar la deuda flotante. Se suspendió además por tres años el pago de todas las deudas, con el fin de ganar algo de tiempo, y se aprobaron fuertes reducciones en el presupuesto de la administración pública. En un contexto de profunda depresión como el que se vivía, el ajuste estatal causó inmediatamente un hondo malestar que derivó en las primeras protestas contra el gobierno.
El optimismo generalizado se condecía bastante mal con la calamitosa situación presupuestaria y financiera de la provincia.
Al interior del partido, tras los festejos, las tensiones también aumentaron rápidamente y las medidas del ministro Casella, apoyadas por el gobernador Molinas, generaron rechazo en los dirigentes de base. Además, una parte del partido, la tendencia encabezada por Mario Antelo, denunció poco después que se la discriminaba en el reparto de los puestos públicos y que los sacrificios reclamados por el ministro Casella no eran iguales para las diferentes tendencias. Molinas negó las acusaciones pero las tensiones se profundizaron y Antelo renunció poco después en virtud de la discriminación presupuestaria que sufrían supuestamente sus militantes. El conflicto escaló velozmente y el vicegobernador Isidro Carreras, alineado con Antelo, acusó públicamente a Luciano Molinas de retribuir apoyos durante la campaña con puestos en la policía de la provincia. El diario La Capital, tradicional apoyo del partido, pero cercano a los disidentes en la coyuntura, se sumó a la cruzada contra el gobernador Molinas señalando que el Partido Demócrata Progresista se había olvidado demasiado rápido de la lucha por la estabilidad del empleado público y El Orden, en la ciudad de Santa Fe, consideró que los demócratas habían «caído en las mismas mañas que tanto» habían «combatido» (El Orden, 25/5/1933). Al margen de la veracidad de las acusaciones de los grupos disidentes, el enfrentamiento resultó sumamente perjudicial para el Partido Demócrata Progresista, tanto en términos de opinión pública como desde el punto de vista político, en una coyuntura en que la puesta en vigencia de la Constitución de 1921 requería de la máxima colaboración parlamentaria.
En un contexto de profunda depresión como el que se vivía, el ajuste estatal causó inmediatamente un hondo malestar que derivó en las primeras protestas contra el gobierno.
Entre tanto, el ajuste lanzado por el ministro de Economía causaba estragos. Durante 1932 y 1933 se redujo personal en numerosas dependencias y se aprobó una nueva reducción salarial del 17 % para la administración pública, que se sumaba al 5 % del año anterior. Se suspendieron la mayoría de los proyectos, entre ellos el de reforma del puerto de Santa Fe, y se dejaron en suspenso las obras anunciadas durante la campaña.
Desde la legislatura, en consonancia con el empeoramiento de la situación social, las críticas se hicieron más fuertes y los socialistas, aliados del Partido Demócrata Progresista durante la campaña presidencial de 1931, también cuestionaron duramente a Molinas. Según uno de sus legisladores, Waldino Maradona, las acciones del gobierno denotaban concepciones económicas inapropiadas que empeoraban la crisis y no daban ninguna respuesta a los problemas de la provincia. En la legislatura, a su vez, lo que quedaba del Partido Demócrata Progresista, tras la aparición de la disidencia y las renuncias, se dividió entre los que pretendían ahondar la presión tributaria sobre los grandes propietarios —según la plataforma del partido— y los que, de acuerdo con el gobernador, en correlación con la oposición concordancista, estaban de acuerdo en dar un paso atrás y moderar la curva de las alícuotas para favorecer supuestamente la actividad económica.
Por entonces, al coro de críticos, se sumó la Federación Agraria, que cuestionó la supuesta «inactividad» del gobierno. La crítica no era del todo justa desde que, a pesar de la crisis, los demócratas habían viabilizado algunos recursos para la compra de semillas y brindado cierta ayuda a los colonos. Lo cual, claro está, no podía revertir el cuadro general marcado por la caída de los precios internacionales ni detener las quiebras y los desalojos. Pero, si se mira el panorama general, los chacareros recibieron algo más de atención que otros sectores, como los trabajadores de la administración pública —a los que se les rebajaron los salarios— o el proletariado urbano para el que no se ensayó ninguna acción concreta. Los concordancistas, por su parte, aprovecharon los roces con la Federación Agraria para consolidar sus relaciones con los agricultores federados e insistir en que una intervención nacional que pusiera fin al gobierno era la única esperanza para los productores.
El cuadro se ensombrecía, además, porque, en paralelo, los cuestionamientos a la Constitución de 1921 —puesta en vigencia por una ley parlamentaria— derivaron en numerosas impugnaciones en la esfera judicial. El Partido Demócrata Progresista defendió con tesón el procedimiento legislativo pero los insistentes cuestionamientos del arco político opositor y los del Obispado —decidido a presionar por la vía legal, donde contaba con reconocidos juristas—, fueron abriendo grietas en la postura oficial y aumentaron la inestabilidad del sistema político.
En este contexto de profundización de la crisis política y económica, a fines de 1932, el resultado de las elecciones mostró un marcado descenso de los votos demócratas fundamentalmente en Rosario, su principal bastión. La crisis interna del concordancismo, que seguía fragmentado en al menos tres tendencias, y la abstención radical le permitió al Partido Demócrata Progresista, por el momento, obtener un nuevo triunfo. Se trataba, de todas maneras, de una victoria débil que no podía darle la fortaleza y la legitimidad suficiente como para sostener el proyecto de reforma. Además, a fines de 1933, el estallido de una revolución radical terminó con la detención de las principales figuras nacionales del partido que acababan de ratificar en Santa Fe la política abstencionista y esto puso al gobierno en una situación extremadamente incómoda. Si bien el conflicto excedía el escenario provincial, las detenciones realizadas, que incluyeron a dirigentes locales importantes, fueron un motivo adicional de tensión y contribuyeron a dinamitar la política de acercamiento que el partido había ensayado con las bases radicales desde 1931. Molinas intentó tomar distancia de la represión, señalando que no debía encarcelarse a los dirigentes del radicalismo pero el daño estaba hecho y los vínculos que trabajosamente se habían tejido con muchos votantes radicales se rompieron definitivamente.
A pesar de las crecientes dificultades, durante la segunda mitad de 1933, el programa de reformas que impulsaba el gobierno logró algunos avances. En la esfera municipal, la descentralización dio un paso fundamental cuando los convencionales elegidos a fines de 1932 se reunieron para dictar las Cartas Orgánicas de Rosario y Santa Fe. Entre los principales cambios introducidos se destacaba el carácter electivo de las intendencias —hasta entonces designadas por el gobernador— y la incorporación de mecanismos de democracia directa, como el referéndum. Se reforzaron, además, las atribuciones de los consejos deliberantes y se incorporó el voto de las mujeres que ejercieran una profesión o administraran libremente sus bienes. En Santa Fe, las tareas se llevaron a cabo en relativa calma pero en Rosario, donde los disidentes eran más fuertes, las disputas empañaron considerablemente el proceso. Las agresiones se multiplicaron y llegaron a los diarios y poco después, tal como lo venía anunciando La Capital, los disidentes renunciaron en masa y se organizaron como un nuevo partido al que denominaron Alianza Civil, en alusión al acuerdo electoral de 1931 con el Partido Socialista y a las banderas demócratas que se pretendía supuestamente recuperar. A partir de entonces, Rosario se convirtió en el principal escenario de la confrontación entre las dos ramas del PDP.
Referéndum Mecanismo legal que permite a la población ratificar o rechazar ciertas resoluciones de un gobierno. Se trata de una herramienta propia de la democracia directa, en la cual la gente toma una decisión sin necesidad de la intermediación de los representantes.
Los conflictos crecientes no impidieron sin embargo la aprobación al año siguiente de una nueva ley educativa, en lo que constituyó el cambio más importante puesto en marcha desde 1931, junto a la reformulación del régimen municipal. La nueva ley rompía con la tradición católica y establecía por primera vez la educación laica —reavivando el conflicto con la Iglesia— y alentaba la descentralización mediante la ampliación de las atribuciones de los Consejos Escolares de Distrito. Con dicho propósito, el proyecto cambiaba la naturaleza legal de los Consejos previstos en la ley de 1886, elegidos ahora por el voto popular, y los convertía en los verdaderos administradores del sistema en tanto y en cuanto se les asignaba la misión de gestionar los recursos escolares: desde cubrir las vacantes para maestros y directivos hasta pagar los sueldos y ordenar las refacciones en los establecimientos. La ley les otorgaba incluso la facultad de crear nuevas cargas tributarias dentro de sus jurisdicciones, ante situaciones de emergencia o escasez de fondos. Asimismo, se disolvía el Consejo General de Educación y en su lugar se creaba una Dirección General de Escuelas, también electiva, responsable de la confección de los planes y del diseño de las orientaciones curriculares.
La sanción de la nueva ley, lejos de fortalecer al gobierno, dio pie a una serie de pantanosos y prolongados conflictos. Durante 1934 se repitieron las huelgas y las movilizaciones.
Por largo tiempo debatida al interior del partido, la ley se aplicó finalmente —a pesar del optimismo de muchos militantes— en un momento particularmente adverso signado por la crisis económica, la oposición católica en las calles y el enfrentamiento con las asociaciones del magisterio debido al cierre de algunas escuelas nocturnas. Además, la ley planteaba un sistema de agremiación obligatoria que generaba rechazo en los sindicatos. Ya a fines de 1932, Molinas había encendido las alarmas de las asociaciones docentes al señalar que con la nueva ley el gobierno se proponía crear un órgano auténtico para representar los verdaderos intereses de los docentes. A fines de 1933, en medio del conflicto por las escuelas nocturnas, tras analizar el proyecto del gobierno, la Federación Provincial del Magisterio planteó duras críticas y acusó al Partido Demócrata Progresista de querer estatizar las asociaciones docentes para acallarlas en medio de la crisis. En este marco de desconfianza y crisis económica, la sanción de la nueva ley, lejos de fortalecer al gobierno, dio pie a una serie de pantanosos y prolongados conflictos. Durante 1934 se repitieron las huelgas y las movilizaciones, al tiempo en que la creación de los Consejos de Distrito avanzó muy lentamente. A comienzos de 1935, las asociaciones del magisterio volvieron a subir el tono de las críticas frente a los acuciantes problemas: tanto por los atrasos salariales como por las dificultades derivadas de la puesta en marcha de los Consejos, muchos de los cuales se habían disuelto o ni siquiera habían llegado a conformarse. El gobierno, cada vez más debilitado, no negó los problemas pero los atribuyó al aprendizaje que debían hacer los ciudadanos y puso en duda la magnitud que le atribuían los sindicatos. La gravedad de la situación económica, sin embargo, salió a luz de boca del propio ministro de Hacienda, quien reconoció que el presupuesto no alcanzaba siquiera a cubrir los sueldos. Desde el concordancismo se aprovechó el descalabro para criticar una vez más al Partido Demócrata Progresista por su falta de previsión y, en consonancia con las posiciones del Obispado, por el sustrato supuestamente anticatólico de sus iniciativas. En la misma línea, desde las filas del radicalismo del Comité Nacional —que se proponía volver al ruedo electoral— se consideró que el problema era la idea simplista de copia, de imitación y de trasplante que había desquiciado el gobierno en todos sus niveles.
En este contexto, cada vez más a la defensiva, el Partido Demócrata Progresista dio otro paso en falso al impedir que las asociaciones vecinales que habían florecido durante la década de 1920 integraran con listas propias los Consejos de Distrito que alentaba la ley. Si bien durante la campaña electoral en 1931 los demócratas las habían reivindicado, considerándolas incluso aliadas del proceso de descentralización, tras el triunfo y el enrarecimiento de la situación política su mirada se hizo más recelosa. Varios dirigentes comenzaron a ver con preocupación la proyección política de algunas de ellas y plantearon objeciones o pidieron directamente su desaparición. Según Tribuna, superado el centralismo de la vieja constitución, las vecinales tenían que disolverse. Por otro lado, no eran pocos los demócratas que estaban convencidos de que, peor aún, estaban siendo copadas por el radicalismo y que por tanto era imprescindible limitar su campo de injerencia en vista de las próximas elecciones —más aún después de que en 1934 el ex gobernador radical Manuel Menchaca ganara los comicios para intendente en la ciudad de Santa Fe por un partido local llamado Radicalismo Independiente—. En este clima, atestado de fantasmas, el Partido Demócrata Progresista no cedió a los reclamos de las vecinales e impidió que integraran los Consejos de Distrito, sacrificando a un valioso aliado en el proceso de descentralización en el preciso momento en que, dadas las dificultades y el contexto político adverso, el nuevo sistema educativo se tambaleaba.
Al tiempo en que la credibilidad del reformismo hacía aguas y su cohesión política se desgranaba en una serie interminable de disputas con la Alianza Civil, paralelamente, los cuestionamientos sobre la legalidad de la Constitución de 1921 se hicieron más fuertes. En 1932, los concordancistas habían insistido en que se vivía en una situación de subversión institucional y que la única manera de zanjar la cuestión era mediante una intervención nacional. También la Iglesia Católica a través de varios juristas había apelado a los mismos argumentos. No obstante, por entonces, con un electorado esperanzado en la Constitución de 1921 y movilizado en las calles, las embestidas no lograron mayores repercusiones. En 1935, el escenario había cambiado y el Partido Demócrata Progresista, consumido ya buena parte del crédito político de 1931, estaba en una situación delicada. Las dudas alimentadas por la oposición desde 1931 ganaron fuerza y dieron paso a la formación de una comisión interparlamentaria destinada a investigar el origen del texto y compararlo con las actas de la convención, que aparentemente no se habían conservado en su totalidad. Si bien esto era algo relativamente conocido y técnicamente poco relevante, su redescubrimiento fue utilizado para alimentar los intentos desestabilizadores de la oposición en un momento crucial, tras el triunfo del radicalismo sabattinista en Córdoba —donde los conservadores se negaron a realizar fraude— y la vuelta del radicalismo del Comité Nacional al juego electoral con Alvear a la cabeza. Por tanto, la inexistencia de las actas se convirtió en el nuevo caballito de batalla del amplio arco de opositores y en la llave para apresurar la intervención de cara a las elecciones nacionales de 1937, aprobada finalmente por el Senado en septiembre de 1935.
En respuesta se organizaron algunas protestas, se constituyó un comité y el Partido Demócrata Progresista llamó a una huelga general. Se organizó un mitin en la plaza España de la ciudad de Santa Fe del que participaron socialistas y comunistas, y luego se marchó hacia la Legislatura, donde se realizó otro acto en presencia del gobernador Molinas. En Rosario se constituyó una Junta Pro–Defensa de la Autonomía Provincial y el Frente Único Anti–intervencionista, que incluyó a comunistas, socialistas, algunos sectores del radicalismo, la Federación Universitaria del Litoral y varios sindicatos. Ambos comités organizaron un acto frente al Palacio de los Tribunales, en el que el Partido Demócrata Progresista y el resto de los miembros del Frente llamaron a resistir el avasallamiento de la reacción, aunque con poco éxito. Con amargura y desazón, el oficialismo y la Alianza Civil vieron cómo, a pesar de las conjeturas optimistas del primer momento —cuando se lanzó el Frente—, los interventores enfrentaban finalmente muy pocas resistencias. El cierre de comercios organizado en Rosario, una de las pocas medidas efectivas de oposición, no tuvo la suficiente fuerza como para contrarrestar la embestida nacional y, en un claro indicador de que las acciones no encontraban mayor eco, apenas un día después de conocido el decreto de intervención, la Junta Pro–Defensa de la Autonomía resolvió disolverse.
La rápida restitución de la Constitución de 1900 dio por terminado el experimento reformista. Las cartas orgánicas de Rosario y Santa Fe se dejaron sin efecto y en el terreno educativo, uno de los ámbitos en donde más se habían hecho sentir los cambios, se volvió a la ley de 1886. Se puso fin a los Consejos de Distrito y se reinstaló la enseñanza religiosa, ante el reclamo estéril de la Federación Santafesina de Sociedades Evangélicas. Las nuevas autoridades del Consejo dieron a conocer informes lapidarios sobre el estado de la educación y basándose en ellos, la Acción Católica Argentina, el Obispado y la Unión Cívica Radical de Santa Fe responsabilizaron al gobierno del Partido Demócrata Progresista por un enorme abanico de problemas que, claramente, excedía los descalabros causados por la puesta en vigencia de la ley de 1934. En este contexto, la gravitación de los intelectuales católicos en el Consejo de Educación se hizo estrecha y en una muestra de ello, la intervención pidió ayuda al Obispado para restablecer cuanto antes la enseñanza religiosa puesto que, según se argumentaba en el Boletín de Educación, era evidente el «decaimiento del espíritu patriótico».
Asimismo, con las elecciones de febrero de 1937 en el horizonte, el gobierno de la intervención comenzó a diseñar metódicamente el fraude: modificó por decreto las leyes electorales, debilitando los controles y las herramientas de fiscalización, y reemplazó a los jefes de policía en numerosos departamentos. La Unión Cívica Radical de Santa Fe, por su parte, se encargó de coordinar —apoyada por el gobierno nacional y algunas empresas privadas, como La Forestal en el norte de Santa Fe— el traslado de miles de votantes desde las provincias vecinas para asegurar el triunfo.
Con las elecciones de febrero de 1937 en el horizonte, el gobierno de la intervención comenzó a diseñar metódicamente el fraude.
Tras meses de paciente planificación, los engranajes del fraude se pusieron en movimiento para dar un triunfo arrollador al candidato concordancista Manuel María de Iriondo. El radical Enrique Mosca, consternado y sorprendido por la magnitud de lo ocurrido, lanzó un llamado a la resistencia y apeló a la indignación colectiva del pueblo, tal como el Partido Demócrata Progresista lo había hecho a fines de 1935. Sin embargo, al igual que entonces, la movilización en las calles fue escasa e Iriondo asumió la gobernación poco tiempo después sin mayores contratiempos. Se llevaron a cabo algunas acciones esporádicas, fundamentalmente organizadas por grupos de militantes en Rosario y Santa Fe, pero los niveles de convocatoria fueron impotentes para revertir la situación. El diario La Capital, como sus colegas de Santa Fe —entre ellos El Litoral—, en sintonía con el clima que se vivía, apenas condenaron lo sucedido y lejos de ofrecer llamados a la resistencia, se refirieron eufemísticamente a las circunstancias especiales que habían permitido la llegada de Iriondo al poder. Menos crítico aún, el arzobispo de Santa Fe, que había apoyado a la intervención y a la Unión Cívica Radical de Santa Fe en los comicios, pidió directamente a los fieles reunidos en el Santuario a la Virgen de Guadalupe que agradecieran la llegada del nuevo gobierno.
Tras una década de profundas crisis políticas y económicas, las pocas resistencias que debió sortear la Unión Cívica Radical de Santa Fe y el gobierno de la intervención para montar la máquina, casi sin movilización opositora en las calles, abren un abanico amplio de dudas sobre la legitimidad de la democracia electoral y sus instituciones en amplios sectores de la sociedad. No caben dudas de que electoralmente el yrigoyenismo seguía siendo la fuerza mayoritaria y la democracia progresista conservaba todavía un caudal de votos importante, pero estaba claro también que ninguno de ellos contaba ya con el apoyo fervoroso de otros tiempos ni con la capacidad de motorizar en las calles fuertes movimientos de resistencia. Si en 1937, los concordancistas pudieron hacer un fraude generalizado y a la vista de todos no fue sólo porque la intervención les facilitó los recursos para montar la máquina, sino también porque después de una década de frustraciones y desencantos, ninguna identidad partidaria había salido indemne. Muy lejos de las esperanzas y la movilización de 1928, pero también de las ilusiones de 1931, la década infame comenzaba, algo tardíamente, en Santa Fe.
Electoralmente el yrigoyenismo seguía siendo la fuerza mayoritaria y la democracia progresista conservaba un caudal de votos importante, pero estaba claro también que ninguno de ellos contaba ya con el apoyo de otros tiempos.
por Mariela Rubinzal y José Zanca
En octubre de 1935 cuando faltaba apenas un mes para las elecciones provinciales para gobernador y legisladores, fue decretada la Intervención Federal a la provincia de Santa Fe. Como han señalado distintos autores, la intervención (1935–37) expresaba la necesidad del gobierno nacional —el justismo— de poner límites a la provincia opositora. El protagonismo del demoprogresismo santafesino de la mano de Lisandro de la Torre en el Senado Nacional había aumentado su relevancia y se perfilaba como candidato presidencial. Con la intervención se abrió un período de transición durante el cual se volvió atrás en el camino recorrido por el gobierno demoprogresista de Luciano Molinas. Una de las primeras medidas de la intervención fue el retorno a la Constitución provincial sancionada a principios de siglo. Con este movimiento, el Poder Ejecutivo provincial recuperaba un fuerte poder centralizador que la puesta en vigencia de la Constitución de 1921 había tratado de morigerar. Ahora la designación de los intendentes volvía a ser facultad del Ejecutivo provincial.
La intervención federal de 1935 puso un punto final para la experiencia demoprogresista y preparó el escenario para el acceso de Manuel de Iriondo (Unión Cívica Radical de Santa Fe) al poder provincial. Agustín P. Justo consideró que era necesario asegurar los electores de la provincia de Santa Fe y el gran candidato para materializar este objetivo era Iriondo, ex ministro de Justicia e Instrucción Pública del gabinete de Justo, y una pieza fundamental de la política santafesina.
Iriondo llegó a la gobernación a través de un fraude electoral sin antecedentes, por el volumen de votos que debían producirse y la complejidad de la máquina electoral que debió organizarse. A principios de 1937, el senador nacional Lisandro de la Torre hizo un llamado desesperado a la unidad de la oposición, anticipando las características de la trampa que se estaba organizando. De la Torre sostenía que «después de 16 meses de ocupación de la provincia» por el presidente de la República y de la creación deliberada «de un estado electoral que hace imposible una elección correcta, sería candoroso ocultarse lo que está a la vista». Denunciaba que los militantes del Partido Demócrata Progresista eran «perseguidos a muerte», y que toda la oposición debía perder «toda esperanza de una elección libre». Anunciaba que la intervención controlaba la designación de presidentes de mesa y que la fiscalización sería coartada por las fuerzas gubernamentales. Finalizaba haciendo un llamado especial al radicalismo yrigoyenista (Unión Cívica Radical Comité Nacional) de Santa Fe, a abandonar «combinaciones minúsculas» y a acordar candidaturas únicas contra el fraude «listas únicas contra el fraude, fuerzas que marchen como un solo hombre, animadas del mismo espíritu, contra el fraude» (El Orden, 13/1/1937). Si bien se produjeron encuentros entre representantes de ambas fuerzas políticas, no llegaron a un acuerdo. La Unión Cívica Radical Comité Nacional confiaba en que le sería imposible a la intervención justista doblegar a la máquina electoral del radicalismo. De hecho, en las elecciones a legisladores nacionales del 1° de marzo de 1936 los yrigoyenistas se habían impuesto en 7 de los 19 los departamentos, con amplia ventaja en la capital de la provincia y una gran paridad con el Partido Demócrata Progresista en la ciudad de Rosario. Sin que la diferencia fuera abismal, había logrado diez mil votos más que cada uno de sus principales contrincantes, la Unión Cívica Radical de Santa Fe y el Partido Demócrata Progresista. Sólo tenía que repetir los mismos guarismos para la elección a gobernador.
El contexto internacional tuvo su repercusión en la provincia de Santa Fe. La Guerra Civil española (1936–1939) y la Segunda Guerra Mundial (1939–1945) afectaron el escenario político nacional y local, definiéndose dos polos ideológicos antagónicos (el fascismo y el antifascismo), a partir del cual se ubicaron los partidos, gremios y asociaciones civiles de ayuda en torno a uno u otro grupo. Si miramos los diarios locales de esta época podremos formarnos una idea de hasta qué punto la política internacional y los hechos europeos habían ocupado un lugar privilegiado en la agenda de la región. En efecto, en las primeras páginas de los diarios y revistas más vendidos proliferaban noticias de los enfrentamientos, fotografías del conflicto y relatos de cronistas de guerra. El estallido de la Guerra Civil española, a partir de la sublevación del general Franco contra la República Española fue tapa de los diarios santafesinos a partir de julio de 1936. Los vínculos entre la península y Argentina, así como la presencia de una inmensa proporción de la población de origen español, inscripta en activas organizaciones de la sociedad civil, explican el interés por los sucesos ibéricos. «Con dolor profundo», sostenía el diario El Orden, «volvemos todos hacia ella nuestra mirada en esta hora difícil de la España nueva, que pugna por renovarse a sí misma, señalándose el propio destino, marchando por los amplios caminos de la libertad y la democracia» (El Orden, 2/8/1936).
La Guerra Civil española (1936–1939) y la Segunda Guerra Mundial (1939–1945) afectaron el escenario político nacional y local, definiéndose dos polos ideológicos antagónicos (el fascismo y el antifascismo).
Esta internacionalización de la política local también motivó la conformación de agrupaciones antifascistas. Acción Argentina fue quizás la más importante del período. Fundada en 1940 se convirtió en un espacio donde confluyeron socialistas, demócratas y liberales bajo un horizonte común: la lucha contra el nazismo. Sus miembros la concibieron como una organización apartidaria que intentaba superar las divisiones propias de la política local con el objetivo de defender al país de la amenaza fascista. Como documentó Andrés Bisso, la Acción Argentina logró fundar 235 filiales en todo el país, de las cuales 20 estaban ubicadas en nuestra provincia. Las filiales santafesinas se encontraban en toda la extensión del territorio: Armstrong, Cañada de Gómez, Casilda, Colmena, Firmat, Gobernador Gálvez, Los Molinos, Los Quirquinchos, Rosario (dos), ciudad de Santa Fe, Tartagal, Teodelina, Venado Tuerto, Villa Ana, Villa Eloísa, Villa Guillermina, Villa Larca, Villa Ocampo, Wheelwright. En 1943 es clausurada por el gobierno militar y pasa a la clandestinidad, junto a otras agrupaciones de este tipo.
La Junta de la Victoria fue otra organización antifascista que tuvo filiales en nuestra provincia. La particularidad de esta asociación es que fue integrada sólo por mujeres que pertenecían a distintas clases sociales y tenían muy diferentes orígenes y ocupaciones. En Santa Fe después de su clausura en 1943, sus militantes conformaron otros grupos antifascistas bajo los cuales siguieron actuando hasta finales de la guerra. Antes del golpe de Estado, las militantes de la Junta tenían ciertas prácticas habituales como coser y tejer prendas de abrigo —pullovers, tricotas, bufandas, medias de lana, guantes, etc.—, y hacer vendajes, bolsas para heridos y artículos sanitarios para mandar a las clínicas que atendían a los aliados. Hacían actos de beneficio para conseguir dinero y también recibían donaciones de objetos. Algunos de dichos actos —especialmente en Buenos Aires— eran grandes y se realizaban en teatros importantes y otros eran pequeños actos en los barrios. También, se reunían para hablar de sus ocupaciones y mantenían prácticas democráticas, como las elecciones, dentro de su propia organización. Organizaban exposiciones de arte y viajaban a las convenciones nacionales donde socializaban con otras integrantes de la Junta. En esas reuniones solían intercambiar ideas sobre temas relacionados con los derechos de la mujer y el fortalecimiento de la democracia.
Dado el clima de enfrentamiento ideológico, la campaña electoral de 1937 tuvo rasgos singulares. El iriondismo hizo hincapié en los frutos que había dado la administración de la intervención enviada por Justo, con quien se identificaba. Señalaban las ventajas de las políticas de Defensa Agrícola, en contra de la langosta, la intervención educativa, que habría venido a reparar los desarreglos del gobierno del Partido Demócrata Progresista, en fin, destacaba la capacidad de la administración de la intervención frente a los desmanejos de los demócratas. En términos ideológicos, el iriondismo dedicó un importante espacio a definirse como un partido de orden, vinculado a la tradición argentina y, por ende, en oposición a las políticas laicizadoras de los reformistas de 1921. Orden implicaba, en 1937, también una postura profundamente anticomunista. En esos días se libraban en España algunas de las batallas más cruentas de la Guerra Civil. La prensa santafesina dedicaba sus principales titulares a la temática española. El iriondismo aprovechó este contexto para denunciar al Partido Demócrata Progresista —que se había aliado al socialismo en 1931— y a la Unión Cívica Radical, como versiones locales de los frentes populares europeos, en los que participaba un amplio arco de organizaciones políticas definidas contra el fascismo. Así, por ejemplo, el iriondista José Gómez Cullen, sostenía que la nueva realidad le imponía a los partidos políticos nuevas obligaciones, y por lo tanto, los «gobiernos democráticos, se ven muchas veces obligados a contrariar la democracia, en beneficio del país, que lo es del pueblo» (El Orden, 3/1/1937).
El mismo Iriondo, en su discurso de consagración como candidato a gobernador, sostuvo que la Unión Cívica Radical y el Partido Demócrata Progresista estaban siendo instrumentalizados por las «autoridades del comunismo universal», permitiéndoles infiltrarse para conseguir sus «inconfesables objetivos» (El Orden, 19/2/1937). El reingreso del radicalismo a la competencia electoral representaba una amenaza, que sólo podía controlarse efectivamente con la manipulación. El 21 de febrero de 1937, luego de muchas cavilaciones y dos años de intervención, se realizaron elecciones para elegir gobernador, vice y legisladores provinciales. El binomio antipersonalista, conformado por Manuel de Iriondo y Rafael Araya se impuso con el 57,69 % de los votos, mientras que la fórmula de la Unión Cívica Radical Comité Nacional (Enrique Mosca–Víctor Vilela) obtuvo el 29,54 %. En tercer lugar, se ubicó el Partido Demócrata Progresista, cuya dupla fue Luis Mattos–Eduardo Mantarás con el 9,12 %, mientras que el Partido Socialista no llegó a reunir el 1 %. Iriondo obtuvo, en primera instancia, la totalidad del Colegio Electoral para consagrarse gobernador. El escandaloso resultado fue el producto de una manipulación a gran escala, en la que se implementaron todos los medios disponibles para asegurar el triunfo. Se trasladaron votantes desde provincias vecinas a través del ferrocarril, se intimidó a los electores dentro y fuera del cuarto oscuro, se tachó del padrón a los ciudadanos de connotada militancia opositora. Las denuncias, llegadas a los comités desde la mañana del día 21, los convenció de estar frente a un hecho, sino inédito, al menos de magnitudes insospechadas. El Partido Demócrata Progresista decidió retirarse de la contienda a las 15 horas, y lo hizo a través de una declaración en la que se oponían a legitimar, con su participación, semejante escándalo.
La máquina radical no reaccionó sino hasta los días siguientes, cuando emitió un comunicado denunciando las irregularidades. A pesar de las dimensiones del fraude y que las denuncias tuvieron amplia difusión en la prensa, la opinión pública no reaccionó frente al hecho. Aunque se reconocía que se había eludido la voluntad popular, se esperaba que el gobierno de Iriondo ganara, a través de la gestión y la buena administración, una legitimidad de ejercicio que compensara su ilegitimidad de origen. Es decir, que a través de las buenas obras pudieran subsanarse su origen espurio.
A partir de la gobernación de Manuel de Iriondo se consolidó este sistema político signado por el fraude electoral, operado por una élite conservadora que disponía de los recursos estatales para controlar la sucesión del gobernador.
A partir de la gobernación de Manuel de Iriondo se consolidó este sistema político signado por el fraude electoral, operado por una élite conservadora que disponía de los recursos estatales para controlar la sucesión del gobernador. Formada dentro de una cultura política patricia, esta élite conservadora siguió vigente a pesar de los cambios operados por la reforma electoral de 1912. Una tradición que se conservaba a partir de las prácticas y las costumbres que se reproducían en lugares como el Jockey Club, el Club del Orden, las sedes de corporaciones económicas y profesionales, y otras asociaciones del mundo del arte. En estos lugares se tejían lealtades partidarias e identidades políticas, sociales y culturales que funcionaban a la hora de sellar alianzas. La Iglesia Católica también proporcionó ámbitos de sociabilidad para esta élite conservadora. Debido a la muerte del obispo Juan Agustín Boneo, la Iglesia Católica en Santa Fe atravesaba cambios institucionales importantes. Como sucesor de Boneo se designó a Nicolás Fasolino; y en Rosario con la creación del obispado en 1934 se nombró a Antonio Caggiano como su titular. Este cambio acompañó una expansión eclesiástica a nivel nacional, dado que se duplicaron prácticamente el número de diócesis y se elevó a varias de ellas a la categoría de arzobispado. La jerarquía eclesiástica provincial recibió con alegría la llegada del iriondismo al poder, lo que ahuyentaba los fantasmas de un regreso reformista. Un día después de la asunción de Iriondo una multitud se reunió en la tradicional peregrinación de la Virgen de Guadalupe. El flamante obispo Fasolino pidió al pueblo que le agradeciera a la Virgen la llegada del nuevo gobierno.
Diócesis
Territorio bajo la jurisdicción de un obispo. A partir del siglo XI, el Papa se reservó para sí mismo la creación de nuevas diócesis o subdivisión de las existentes.
Arzobispado
Tipo especial de diócesis en donde reside un arzobispo. En términos territoriales no son diferentes, pero cambia el poder del pastor. El arzobispo tiene jurisdicción sobre otros obispos que forman una provincia eclesiástica. Nicolás Fasolino fue nombrado arzobispo de Santa Fe en 1934 y el obispado fue elevado a la categoría de Arzobispado Metropolitano, separando parte de su territorio para la creación de la diócesis de Rosario.
El fraude electoral no fue un recurso utilizado en forma constante durante todo el período. En las elecciones presidenciales de septiembre de 1937 los radicales santafesinos denunciaron fraude en los departamentos Caseros, Belgrano y Castellanos. Ante esta situación, la Junta Electoral Nacional dispuso la realización de nuevos comicios en los cuales el oficialismo ratificó su predominio —en parte debido a la abstención del radicalismo denunciante—, sumando votos a la fórmula presidencial de Marcelino Ortiz y Ramón Castillo. Si bien el nuevo presidente, proveniente del radicalismo antipersonalista, llegó al poder mediante el fraude, fijó como objetivo político transparentar en forma paulatina el proceso electoral. A tal efecto decidió intervenir las provincias en las que se produjeran situaciones fraudulentas. La postura de Ortiz generó un distanciamiento con el iriondismo, que consideraba necesario y justificado el uso del fraude para controlar políticamente el espacio político provincial. La democracia, según los iriondistas, tenía que ser el medio para elegir a los mejores. Es por eso que debía afianzarse gradualmente, mediante la sana administración y la educación de los votantes. En 1938 el gobierno lograba hacer pasar una nueva ley electoral que garantizaba al gobierno el control de las elecciones. El uso de los instrumentos que le otorgaba la ley quedaban a discreción del poder ejecutivo provincial, que los utilizó según consideraba conveniente y en función del clima político.
En las elecciones de diputados nacionales de marzo de 1940 triunfó el radicalismo yrigoyenista en el distrito provincial: alcanzaron el 48 % de los votos mientras que la Unión Cívica Radical de Santa Fe (el antipersonalismo) sacó el 42 %. Por su parte, el Partido Demócrata Progresista se abstuvo de participar. Accediendo a un reclamo de la oposición, la Junta Electoral provincial se pronunció a favor de que los fiscales firmaran los sobres en todos los casos. En ese turno electoral, los radicales denunciaron irregularidades en los departamentos de Iriondo, Rosario, Castellanos, General López, General Obligado, Nueve de Julio, San Cristóbal y Las Colonias. Quince días después se realizaron elecciones complementarias en estos distritos y, dado los resultados, la Unión Cívica Radical Comité Nacional consideró que los comicios en la provincia habían sido correctos y normales. Lo mismo sucedió en otros distritos importantes, como Córdoba y Mendoza. El triunfo del radicalismo en Santa Fe, y de las provincias de Córdoba, Tucumán, Entre Ríos, Buenos Aires y Capital Federal, le dieron a la Unión Cívica Radical yrigoyenista la mayoría en la cámara baja. De la mano de Marcelino Ortiz, el país parecía marchar hacia la restauración institucional. Sin embargo, el estado de salud del presidente lo obligó a delegar el mando en julio de 1940 en su vicepresidente, el jurista Ramón Castillo, quien había sido ministro del Interior de Justo, y uno de los gestores del fraude electoral del 21 febrero de 1937 en Santa Fe. El vicepresidente no seguiría la política de Ortiz.
El iriondismo consideraba necesario y justificado el uso del fraude para controlar políticamente el espacio político provincial. La democracia, según los iriondistas, tenía que ser el medio para elegir a los mejores.
En las elecciones a gobernador y vice de ese mismo año, tanto los radicales como los iriondistas se adjudicaron la victoria. La carrera electoral fue conflictiva desde su origen. En las filas del oficialismo, dos figuras del antipersonalismo se atribuyeron ser los candidatos oficiales: el iriondista Joaquín Argonz y el diputado provincial Carlos Pita, representante de una minoría que apoyaba en forma ferviente a Ortiz. Sin embargo, la Junta Electoral provincial reconoció la candidatura del Argonz. La fórmula Pita–Meana decidió no presentarse a las elecciones por falta de garantías.
La elección de Santa Fe anunciada para el 15 de diciembre de 1940 despertó la atención de todo el país. Se vería si Castillo seguía o contrariaba la política de transparencia iniciada por Ortiz. Si bien la Junta Electoral provincial accedió a los pedidos de la oposición para garantizar la neutralidad del gobierno en los comicios, la Unión Cívica Radical Comité Nacional denunció intimidaciones e irregularidades en San Justo, San Lorenzo, San Martín y San Javier. La situación santafesina repercutió en la conflictividad política nacional. La oposición acordó una interpelación al ministro del Interior de Castillo (el rosarino Miguel Culaciati) y se celebraron actos de protesta masivos en La Plata, Bahía Blanca y una gran movilización en Retiro (Capital Federal) encabezada por Alvear, que terminó en disturbios.
En los últimos días de diciembre de 1940, la Junta Electoral provincial se reunió para resolver la situación de los departamentos con denuncias de votos sospechosos. La Junta aceptó los reclamos y remitió los antecedentes al Colegio Electoral. Por la distribución geográfica de los electores, si bien la Unión Cívica Radical Comité Nacional obtuvo más votos que el iriondismo, éste ganó más representantes para el Colegio Electoral (33 contra 27 del radicalismo). Ante esta situación, la Unión Cívica Radical bloqueó el funcionamiento del Colegio, por lo que el Poder Ejecutivo convocó a elecciones complementarias para sustituir a los electores radicales que se negaban a dar quorum y destrabar la elección del nuevo gobernador. En rechazo a esta decisión se abstuvieron de participar los socialistas, los demoprogresistas, y los mismos radicales que eran la fuerza de oposición más importante. En febrero de 1941, el iriondismo compitió solo y el voto en blanco llegó a 23 %. Con la nueva composición del Colegio Electoral, la fórmula Argonz–Leiva se consagró ganadora.
De esta manera, el intento del presidente Roberto Ortiz de normalizar el sistema político eliminando las prácticas fraudulentas en los distintos distritos del país tuvo resultados muy variables. La provincia de Santa Fe resultaba clave para la futura elección presidencial de 1943. Con lo cual, los conservadores necesitaban garantizar su fidelidad, evitando que cayera en manos del radicalismo. Las elecciones nacionales de marzo de 1942 para la renovación de legisladores se dieron en un marco de tranquilidad, aunque el clima estuvo marcado por una notoria falta de entusiasmo, incertidumbre y creciente anomia del sistema político argentino. En la elección del 1° de marzo se produjeron denuncias aisladas, en las que se señalaba que en algunas mesas se votaba a la vista —y no en el cuarto oscuro— o que las urnas habían sido trasladadas a las comisarías. En Castellanos, San Cristóbal y General López, el radicalismo debió abandonar la fiscalización por la violencia policial, por lo que solicitó que se realizarán elecciones complementarias en esos distritos. Sin embargo, el resto de las fuerzas opositoras no acompañó el pedido, dado que consideraron que la sumatoria de votos no modificaría el resultado final.
Como veremos en el capítulo sobre modernización, en las gestiones de los gobernadores Manuel de Iriondo y Joaquín Argonz se combinó el fraude con el desarrollo de la obra pública: se amplió la red caminera; se construyeron parques y balnearios para el esparcimiento de los ciudadanos; se edificaron escuelas, colonias, cárceles y hospitales, como el Hospital Psiquiátrico y la Maternidad del Hospital Iturraspe, en la ciudad de Santa Fe, y la Colonia de Alienados de Oliveros. La ampliación de la red caminera tuvo especial importancia en la medida en que se conectaban distintos puntos de la provincia, al tiempo que potenciaba la actividad económica y comercial de la zona, proyectándola a las provincias vecinas. De esta manera, los gobernadores de la Unión Cívica Radical de Santa Fe impulsaron la modernización de la sociedad santafesina a través de la obra pública, lo cual generó empleo y reactivó la economía provincial.
En las gestiones de los gobernadores Manuel de Iriondo y Joaquín Argonz se combinó el fraude con el desarrollo de la obra pública.
Asimismo, las administraciones conservadoras avanzaron decididamente en materia de asistencia social a través de la promulgación de legislación, implementación de políticas públicas y creación de escuelas de asistentes sociales para contar con agentes especializados en intervenir en la cuestión social.
El 4 de junio de 1943 se produjo un nuevo golpe militar. Joaquín Argonz tuvo que abandonar la Casa Gris. Lo sustituyó, como primer interventor federal, el teniente coronel Benito Oíz, quien enseguida le pasó el cargo al Capitán de Navío, Julio Cárrega. Si bien los partidos políticos siguieron con algunas actividades, en diciembre de 1943 fueron disueltos por un decreto nacional.