5. Iglesia y Estado en Santa Fe. Conflictos en torno a la laicidad
José Zanca
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El viernes 26 de septiembre de 1930 el interventor civil designado por el gobierno de la revolución del 6 de septiembre, Diego Saavedra, asumió la gobernación de Santa Fe. Luego del golpe de Estado encabezado por José Félix Uriburu, Saavedra llegaba para reemplazar el breve interinato del general Márquez al frente de la Casa Gris. El nuevo interventor arribó a la capital de la provincia en ferrocarril, acompañado de figuras de la élite social, como Atilio Dell’Oro Maini y Delfina Bunge, que en los años de 1920 se habían destacado por su militancia católica. En Rosario, donde el tren hizo una parada para saludar a las «fuerzas vivas» de la ciudad, fue recibido por monseñor Nicolás Grenón, párroco de la Iglesia Matriz. Ya en la ciudad de Santa Fe, entre los primeros que estrecharon sus manos del interventor se encontraba el obispo auxiliar, monseñor Canale Oberti. (El Orden, 27/9/1930)
La escena no presentaba muchas novedades para 1930. Los vínculos entre el Estado y la Iglesia en Argentina atravesaron distintos momentos en el siglo XIX, afectados por la secularización social y los proyectos de laicización del Estado. Por un lado, la secularización es un proceso social amplio y complejo, de redefiniciones y negociaciones entre la esfera secular y la esfera religiosa, que involucra tanto las prácticas individuales como las sociales. Los momentos más importantes de la vida, así como las actividades económicas, se comenzaron a organizar sin tener en cuenta las prescripciones de la Iglesia Católica. Y las sociedades se volvieron más diversas, por efecto de las migraciones. Católicos, protestantes, judíos y musulmanes convivían en las ciudades más pobladas del país, que por efecto de la secularización adoptaron un carácter cosmopolita. Es decir, es un proceso que está íntimamente vinculado a qué y cómo cree una sociedad en un momento determinado. La laicidad puede pensarse como una fase o dimensión de la secularización, y se refiere a las relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado, y sus encuentros y desencuentros en la esfera pública. Existen áreas altamente sensibles como la educación, el registro de la población — nacimiento, casamiento, defunción— y presencia en la esfera pública controlada por el Estado —hospitales, ministerios, cárceles, etc.—. Si bien ambos fenómenos, secularización y laicidad, están interconectados, es importante distinguirlos analíticamente. Es posible que, en una fase de la historia, una sociedad tenga amplios niveles de secularización, mientras sus instituciones estén poco laicizadas. En forma inversa, existen sociedades, como los Estados Unidos, en las que un estado laico gobierna una sociedad poco secularizada.
Secularización
Es un término de diversas interpretaciones. En general, se asocia al menos a tres procesos de transformación propia de la modernidad. En términos políticos, a la separación entre el Estado y las iglesias. A nivel social, a la diferenciación de las distintas esferas de la actividad humana (economía política, cultura, educación, profesión, recreación) que tiene sus normas y principios propios, diferentes y no vinculados con Dios o con cualquier otra creencia religiosa. Finalmente, a nivel individual, la secularización en nuestro país implica la disminución de sujetos que observan los preceptos de la Iglesia Católica.
En principio, es importante señalar que la Iglesia era una institución débil en la Argentina del siglo XIX, comparada con otras iglesias que tuvieron mayor capacidad de maniobra política y económica desde la independencia, como es el caso de México o de Colombia. Y a diferencia de esos países, en Argentina la cuestión religiosa no logró generar campos políticos diferenciados, como era el caso de los conservadores versus los liberales. En nuestro país, las relaciones entre el liberalismo y la religión en el siglo XIX fueron particulares. Por un lado, la memoria nos ha legado la imagen de un siglo caracterizado por la construcción de un estado laico, pero por el otro, no debe olvidarse que, dada la debilidad de la Iglesia local, esos mismos dirigentes que eran muchas veces acusados de anticlericales, no ahorraban recursos del Estado para erigir y contribuir a la expansión de la Iglesia. El estado posrevolucionario intervino enérgicamente en la dotación de sus bienes y en su organización. Al mismo tiempo, los liberales mantuvieron la institución del patronato, por la cual el Estado se reservaba la capacidad de designar a los obispos, y a autorizar la ampliación o división de las diócesis. En Santa Fe, el gobernador Nicasio Oroño (1864–1868) fue un ejemplo de esta ambigüedad. Las transformaciones de la sociedad santafesina, a partir del proceso de colonización, volvieron más plural a su población en términos religiosos. Protestantes y judíos poblaban sus llanuras y era necesario reorganizar el sistema legal para adaptarse a la nueva realidad. A pesar del celo en no despertar las iras eclesiásticas, las leyes de municipalización de los cementerios y en especial la de matrimonio civil de 1867 enemistaron al gobierno provincial con el obispo de Paraná, monseñor Gelabert, y se superpuso a un enfrentamiento político electoral entre Mitre y Urquiza. La revolución de 1868 terminó con el gobierno de Oroño.
Las transformaciones de la sociedad santafesina, a partir del proceso de colonización, volvieron más plural a su población en términos religiosos.
En la década de 1880, gracias a las famosas leyes laicas dictadas en el primer gobierno de Julio A. Roca, se produjo un conflicto de proporciones entre el gobierno argentino y la Iglesia. Sin embargo, ese primer umbral de laicidad conseguido con el arribo del roquismo al poder tuvo un límite temporal y geográfico importante. A partir de la década de 1890, las políticas laicizadoras se detuvieron. Los proyectos de separación de la Iglesia y el Estado no avanzaron, más allá de las propuestas que seguían circulando por los grupos de izquierda y del liberalismo más radicalizado. Aquellos que podían afectar la sensibilidad clerical se archivaron, como el debate sobre el divorcio, en 1902. Las élites gobernantes y eclesiásticas se comprometieron en objetivos comunes y dejaron sus querellas circunstanciales de lado. La cuestión social, con el avance de la organización y protesta de los trabajadores, así como la cuestión nacional, con la resistencia de los inmigrantes a la nacionalización, crearon un campo de objetivos comunes. En términos geográficos, las leyes de la década de 1880, como la ley de educación común 1.420, tenían soberanía sobre las instituciones dependientes del Estado nacional. Pero la mayoría de los niños recibían educación en escuelas provinciales. Tal es el caso de Santa Fe, en donde la ley de educación de 1886 comprendía las clases de religión católica durante la jornada escolar regular. En términos simbólicos, la presencia del obispo y los sacerdotes en los palcos oficiales era una tradición para una élite eclesiástica que se veía a sí misma como un pilar del Estado, con una función específica: espiritualizar y nacionalizar a los argentinos.
La Iglesia Católica, por su parte, había experimentado un importante crecimiento en términos materiales y humanos. Por un lado, la mejora en sus edificios, seminarios y oratorios acompañó el crecimiento económico del país y de la provincia de Santa Fe, una de las más beneficiadas por la integración de Argentina al sistema capitalista y los productos que lograba colocar en el mercado mundial. En 1897 se creó la diócesis de Santa Fe, separándose de la de Paraná. Para 1929, el número de parroquias y vice–parroquias se había duplicado. Sólo la ciudad de Rosario sumaba 14 y Santa Fe 11. En total, la diócesis contaba con 145. En 1934, este crecimiento institucional se vio coronado con la creación del obispado de Rosario. Su primer titular fue Antonio Caggiano, una figura gravitante en las relaciones Iglesia–Estado durante los cuarenta años sucesivos.
En términos simbólicos, la presencia del obispo y los sacerdotes en los palcos oficiales era una tradición para una élite eclesiástica que se veía a sí misma como un pilar del Estado, con una función específica: espiritualizar y nacionalizar a los argentinos.
En términos humanos, la llegada de órdenes extranjeras, el incremento de la cantidad de sacerdotes fue importante en los primeros años del siglo XX. Pero sin duda lo más relevante fue la capacidad de la Iglesia de organizar al laicado católico, en un país en el que los sacerdotes siempre escasearon. La Acción Católica Argentina fue creada en 1931, y hacia 1933, sumando Santa Fe norte y sur, se trataba de la provincia con más miembros en sus cuatro ramas, con más de 4.300 afiliados. Una movilización del laicado que no era novedosa. Desde la década de 1920, la Iglesia se había adaptado muy bien a la sociedad de masas, modernizando su estructura y organización para convertirse en un referente social. El culto a la virgen de Guadalupe en la ciudad de Santa Fe se convirtió en un buen ejemplo de esta capacidad por movilizar a fieles, pero también otorgarles a los habitantes un espacio de recreación, de esparcimiento, un día de diversión para las familias al aire libre.
Esta presencia pública del catolicismo convenció a sus dirigentes, tanto religiosos como seculares, de que el verdadero pueblo al que invocaban las leyes de la república era en realidad católico. Y que aquellas normas que atentaran contra la fe tenían un carácter antinacional, cuando no autoritario, y representaban sólo las ideas de pequeños grupos de la élite laicista, anticlerical e ilustrada. La oposición élites versus pueblo adquirió entonces un carácter religioso. Por otro lado, los sectores liberales, laicista y anticlericales veían en la extendida presencia pública de la Iglesia y las masas católicas un atentado contra la tradición democrática argentina, un retroceso de las luces frente al oscurantismo clerical.
El devenir de las relaciones entre la Iglesia y el Estado entre 1930 y 1943 en Santa Fe presenta rasgos singulares. La particular coyuntura política en la provincia, debido a la abstención del radicalismo y la debilidad del radicalismo antipersonalista, abrió las puertas al triunfo del Partido Demócrata Progresista. Una agrupación integrada por un variopinto conjunto de dirigentes, que había tenido, en la década de 1920, perspectivas diferentes respecto de las relaciones que debía mantener la Iglesia y el Estado. Lisandro de la Torre, Francisco Correa se caracterizaron por su laicismo a la francesa, pensaban que lo mejor era avanzar en un proceso de separación, reafirmando la neutralidad del Estado. Pero también un católico militante como Gustavo Martínez Zuviría participó en las filas del demoprogresismo y fue candidato a vicegobernador en 1916, acompañando a Horacio Thedy. A principio de los años veinte se terminaron imponiendo en el partido los sectores laicistas e impulsaron una nueva Constitución para la provincia en 1921. En su artículo sexto proponía un Estado laico:
«La legislatura no podrá dictar leyes que restrinjan o protejan culto alguno. Es inviable en el territorio de la Provincia, el derecho que todo hombre tiene para profesar su culto libre y públicamente, según los dictados de su conciencia, sin más limitaciones que las impuestas por la moral, las buenas costumbres y el orden público».
Si bien la Alianza no logró triunfar a nivel nacional, el demoprogresismo logró la gobernación de la provincia de Santa Fe, a pesar de la hostilidad de los grupos católicos.
Una de sus primeras medidas implicó la restitución y puesta en vigencia de la derogada Constitución de 1921. El gobernador electo, Luciano Molinas, asumía que el pueblo había votado a conciencia la restitución de la carta magna provincial, dado que era una de las banderas electorales del Partido Demócrata Progresista. La reacción de los católicos no se hizo esperar. En un duro manifiesto, las asambleas de la Acción Católica santafesina se manifestaron en contra. La impugnación se centraba en que la Constitución supuestamente provocaba un estado de lucha y perturbaba la paz, justamente en momentos en los que la sociedad santafesina debía estar más unida para enfrentar los peligros de la hora. Por un lado, los sectores más desfavorecidos atravesaban «gravísimas dificultades», por el otro, «teorías disolventes» se extendían a lo largo de todo el país «amenazando con abatir nuestro patrimonio espiritual y precipitar al país a la ruina y a la anarquía» (El Orden, 3/5/1932). Para la Acción Católica, el gobierno provincial, lejos de buscar «una estrecha unión de sentimientos y de voluntades», pasaba una ley que agraviaba «sentimientos respetables» y perturbaba la tranquilidad de los espíritus. Si bien el documento afirmaba respetar las instituciones republicanas, le achacaba al gobierno de Molinas haber ganado a partir de «factores decisivos circunstanciales» y pretender darle a ese resultado «alcances plebiscitarios».
Los sectores liberales que apoyaban al gobierno de Molinas restaron importancia al conflicto. Para el diario El Orden, la Iglesia no podía oponerse a la tolerancia que predicaba la Constitución, dado que esa era la esencia del mensaje cristiano. No entendían cómo una ley «que sanciona la libertad de todos los hombres a profesar su culto, es un atentado contra los sentimientos católicos» (El Orden, 3/5/1932). La logia masónica Armonía, por su parte, festejó jubilosa el «acontecimiento histórico de la firma de la Constitución del año 21» por el gobernador de Santa Fe, izando su bandera por 24 horas e iluminando la fachada de su local social.
La puesta en marcha del texto constitucional de 1921 obligó a modificar el ordenamiento educativo de la provincia y se eliminaron las horas de religión de las escuelas públicas contenidas en la ley provincial de 1886. A los pocos días de vigencia de la nueva ley, la Dirección General de Escuelas informaba, adecuando la normativa a la «neutralidad religiosa del Estado», que se les revocaban los permisos concedidos a los representantes de la Iglesia, bien sean «clérigos o particulares, para que dicten clases de religión en los recintos escolares». A su vez se prohibía que el personal directivo y docente hiciera «propaganda en la escuela a favor de cualquier culto, sectas, etc.», o que desde el cargo que ocupaba tratara «de influir sobre los alumnos para que concurran a actos religiosos» (El Orden, 10/5/1932).
La crisis económica que atravesaba la nación y la provincia de Santa Fe llevó al Estado provincial a un brutal ajuste de sus gastos. Era comprensible, en ese contexto, que se le quitaran a las parroquias los subsidios a la luz y al riego, lo que generó tensiones y conflictos entre curas acostumbrados al abrigo del Estado y comunas que estaban en manos de partidos laicistas.
En 1934, la cuestión educativa, campo siempre conflictivo entre la Iglesia y el Estado, volvió a ser la arena de disputa. En el marco de una reforma amplia, que aspiraba a volver al perfil sarmientino del sistema educativo, el gobierno de Molinas reafirmó la neutralidad del sistema educativo a través de una nueva ley provincial de educación. El proyecto y la implementación generaron nuevas tensiones en el espacio provincial. Por un lado, la reforma generó la oposición de la Federación Provincial del Magisterio por considerar que avasallaba sus derechos gremiales. La situación de crisis económica del Estado provincial sumó leña al fuego del conflicto educativo, sobre el que se montó la Iglesia. Figuras de primera línea de la intelectualidad católica local señalaron el carácter monopolista de la educación laica y reclamaron la concreción de la libertad de enseñanza. Ramón Doldán, presidente del Consejo de Educación en varias oportunidades, señalaba en una encuesta sobre la nueva ley que ésta se había «quedado en la superficie», y que el fin de la educación debería ser «moralizar» y «espiritualizar». «El laicismo o sea el monopolio de la enseñanza, ha fracasado rotundamente», sostenía y afirmaba que la relación entre el dinero invertido y la baja del analfabetismo reclamaba pasar a un sistema de enseñanza libre, en el que el Estado reparta el dinero entre las distintas confesiones (El Orden, 14/8/1932).
Tensiones en Humberto Primo
El cura párroco de la Comuna se negó al pago de tasas. La polémica se manifestó a través del diario La voz parroquial, por un lado, y las declaraciones de la Sociedad de Fomento, por el otro. Estos últimos acusaban al cura de mentir, y de haber ejercido, en otro tiempo, el poder en la Comuna. Frente a la insistencia de las autoridades comunales y su deseo de cobrar los impuestos, el sacerdote amenazó con irse y dejar a la población sin sacramentos. La Comuna no retrocedió y acusó al clérigo de haber funcionado como puntero político en las elecciones pasadas. Viejos rencores entre el Estado, sus élites políticas y la Iglesia Católica.
Como puede apreciarse, la primera mitad de la década de 1930 estuvo marcada por la continuidad de una agenda progresista, tanto a nivel nacional como provincial. En la Cámara de Diputados se presentó un proyecto de divorcio vincular, circuló con fuerza la posibilidad de concretar el voto femenino al que, en principio, muchas agrupaciones e intelectuales católicos no se oponían, confiados en que el voto de las damas se inclinaría hacia opciones moderadas. Las designaciones eclesiásticas se mantuvieron bajo el estricto control del Senado, que ejercía el patronato eligiendo las ternas de las cuales el poder ejecutivo elegiría el candidato a obispo o arzobispo que luego Roma confirmaría. Los demoprogresistas De la Torre y Correa, representantes de Santa Fe, fueron celosos custodios de este atributo del Estado nacional.
La experiencia demoprogresista concluyó en octubre de 1935, cuando el gobierno de Justo decidió intervenir la provincia. Sin duda, la cuestión electoral tuvo un peso mayor que la ideológica. El liberalismo del gobierno santafesino fue menos importante que la necesidad de la Concordancia de ganar la elección presidencial de 1937. Esto obligaba al presidente Justo a controlar un distrito clave como el de Santa Fe, de peso en el colegio electoral. Frente a la intervención, el gobernador Luciano Molinas mencionó ambos aspectos, tanto los deseos del antipersonalismo de hacerse con la provincia con malas artes, pero también el acecho de las fuerzas reaccionarias, desde el día que asumió la gobernación y cumplió su promesa de restituir la Constitución laicista de 1921. La Iglesia celebró la caída. En la recepción del interventor Alvarado se sumaron jubilosos los obispos Fasolino y Caggiano. Los manifestantes, por su parte, gritaban Abajo la Constitución del 21 y Santa Fe ha vuelto a la normalidad. El cambio en las relaciones entre la Iglesia y el Estado no se hizo esperar, a los pocos días de asumido el nuevo interventor civil, el nombre del Ministerio de Gobierno y Justicia, de acuerdo con la Constitución de 1921 volvió a su antiguo nombre, Ministerio de Gobierno, Justicia y Culto. La intervención restituyó la Constitución de 1900 y la ley de educación de 1886, con el reingreso de las horas de religión a las escuelas públicas dependientes del Estado provincial.
En 1937, a través de una elección fraudulenta, llegó a la gobernación Manuel María de Iriondo. La Iglesia apoyó fervientemente al radical antipersonalista, quien devolvió el favor ubicando en puestos clave de la administración pública a figuras ligadas a la militancia católica. El clima de época había cambiado violentamente. El Congreso Eucarístico Internacional de 1934 había sido una inmensa manifestación de las masas católicas en las calles. Millones de argentinos, hombres y mujeres, participaron encuadrados en las organizaciones eclesiásticas, y en otros casos, concurrieron en forma espontánea a las grandes manifestaciones organizadas en la ciudad de Buenos Aires. Era un dato insoslayable para el mundo de la política. Tanto los sectores conservadores —que en muchos casos reivindicaban un pasado laicista— como los liberales, tuvieron que dar cuenta de la presencia de este viejo actor de la política, que aparecía ahora con ropajes renovados: una gran capacidad para adaptarse a la política y la sociedad de masas. El gobernador Iriondo, que había sido ministro de Justicia e Instrucción Pública de la Nación durante el gobierno de Justo, fue uno de los integrantes de la comisión que organizó el Congreso. Su gobierno en Santa Fe se caracterizó por los fluidos y amigables contactos con la Iglesia. Los actos públicos contaban con la presencia, casi constante, de las máximas figuras religiosas de la provincia. Por otro lado, el gobierno le dio su apoyo al nacionalismo cultural que tomaba cada vez más fuerza en el país en este período. La crisis de los valores del liberalismo se expresó, no sólo en el uso del fraude en forma sistemática, luego de la reincorporación del radicalismo a la competencia electoral en 1935, sino que implicó un Estado que abandonaba su neutralismo y se asociaba con más ahínco a los discursos nacionalistas y católicos.
La crisis de los valores del liberalismo se expresó, no sólo en el uso del fraude en forma sistemática, luego de la reincorporación del radicalismo a la competencia electoral en 1935, sino que implicó un Estado que abandonaba su «neutralismo» y se asociaba con más ahínco a los discursos nacionalistas y católicos.
La Iglesia santafesina había apoyado desde 1931 a la fracción iriondista y con su llegada a la gobernación puso mucho más determinación en la observancia de las horas de religión, así como en la distribución de materiales para su desenvolvimiento. Las quejas de los representantes de otros grupos religiosos fueron rechazadas, en nombre de la tradición histórica argentina, que, en los términos del nacionalismo de fines de la década de 1930, se asociaba necesariamente a un estado católico. La política cultural de Iriondo se orientó a rescatar el pasado tradicionalista y religioso. De alguna manera, la falta de legitimidad democrática debía ser compensada con otros mecanismos, como el recurso al pasado que se asociaba a los apellidos más destacados de la élite provincial. Así, por ejemplo, se creó la Comisión Provincial de Cultura (CPC), se creó el Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales bajo la dirección de Agustín Zapata Gollan, así mismo se crearon el Museo Histórico Provincial de Santa Fe y el Museo Histórico Provincial de Rosario. En el marco del III Congreso Eucarístico Nacional, la CPC organizó en octubre de 1940 el Primer Salón de Arte Sagrado y Retrospectivo de Santa Fe. No deja de ser interesante que las figuras convocadas por el gobierno de Iriondo fueran, en muchos casos, representantes de la intelectualidad liberal, como Juan Mantovani, o adherentes a las nuevas corrientes pedagógicas, tan combatidas por la Iglesia Católica, como es el caso de la educadora Olga Cossettini. Por otro lado, tampoco las máximas autoridades religiosas tenían voluntad de sumarse a las versiones más extremistas del nacionalismo. En el caso del revisionismo, por ejemplo, tanto el gobernador como el arzobispo Fasolino eran miembros de la tradicional Junta de Estudios Históricos. Y si bien podía simpatizar con el antiliberalismo del Instituto de Estudios del Federalismo, que pregonaba un revisionismo mucho más radical y combativo, no tenía ninguna voluntad de romper con el panteón liberal, ni apelar a medidas tan extremas como retirar los retratos de Sarmiento de las escuelas públicas, como hicieron los revisionistas cuando accedieron al poder, luego del golpe de Estado del 4 de junio de 1943.
El desarrollo de un Estado activo, que multiplicaba la obra pública y, por ende, servía a sus ciudadanos, pretendía ser un mecanismo para subsanar la ilegitimidad de origen de sus gobiernos.
El gobierno de Iriondo (1937–1941) y su sucesor, Joaquín Argonz (1941–1943), trataron de compensar la falta de legalidad democrática con otras formas de legitimidad. El desarrollo de un Estado activo, que multiplicaba la obra pública y, por ende, servía a sus ciudadanos, pretendía ser un mecanismo para subsanar la ilegitimidad de origen de sus gobiernos. Al mismo tiempo, estos regímenes conservadores ensayaron mecanismos de relación directa con la sociedad, a través de instituciones intermedias, como fueron las vecinales, en desmedro del sistema de partidos políticos. La Iglesia Católica, cuya capacidad para movilizar a amplios sectores de la sociedad había sido demostrada durante las décadas de 1920 y 1930, podía ser también un intermediario entre la sociedad y los gobiernos del fraude. Sin embargo, y a diferencia de otras asociaciones intermedias, en el catolicismo se habían concentrado discursos antidemocráticos y contrarios a la vigencia de los partidos políticos. Por ende, el otorgarle una porción del poder a una institución que demostraba tan poco compromiso con el sistema democrático sería una hipoteca que los gobiernos provinciales y nacionales sucesivos tendrían que abonar.