Introducción
DARÍO G. BARRIERA
¿Cómo hablar del pasado remoto del lugar donde vivimos?
Esta es probablemente una de las preguntas más incómodas que puede hacerse a sí mismo un historiador, pero también un poeta, un dramaturgo o un político. La pregunta, se advierte bien, no interroga sobre qué decir sino por la manera de hacerlo, por la manera de contar esas cosas, ¿en función de un propósito? ¿De varios? ¿De cuáles? Esta incomodidad, en el caso de la Historia, es decisiva respecto del tono de la narración: porque al tratarse de un relato autorizado sobre el pasado de experiencias que tuvieron lugar en un terreno que, no obstante, es el que habitamos, exige al mismo tiempo hablar de lo próximo y poner distancia, dos gestos que muchas veces no se llevan bien entre sí.
¿Quiénes somos los protagonistas de esta proximidad? ¿Qué aspectos de la experiencia de habitar un territorio acaban por producir una afección emocional a algo que no podemos nombrar sino es pasando por convenciones y metáforas? ¿Existe una identidad santafesina? ¿Tenemos que buscar las claves de nuestras actuales coordenadas culturales solamente en el pasado ocurrido en un arbitrario recorte de terreno? Claro que no.
Los momentos en que se definen los límites, los símbolos, las cartas legales y hasta los nombres de las provincias, de los países, de las ciudades y los departamentos son, por supuesto, instantes clave de organización, de ordenamiento de la experiencia social. Sin embargo, el pasado no puede ordenarse a partir de ellos. Para tomar un caso que seguramente se comprenderá muy bien: la bota como ícono del territorio santafesino no es un punto de partida. Fue, a finales del siglo XIX, un punto de llegada. No tenemos derecho a hurgar en el pasado colonial de esa bota mirando solamente lo que ocurrió allí adentro, como si el envase hubiera existido desde siempre. Habrá zonas de continuidad, pero también habrá relatos incómodos, conexiones impensadas, que el lector actual, de no haber sido prevenido, podría considerar desbordes, desmesuras.
Los contornos territoriales de nuestra provincia —responsables al fin y al cabo de la imagen de la bota— datan aproximadamente de 1888. Este verdadero cartograma, que Santa Fe comparte con Italia y, por lo bajo, con Jujuy, se aprende, como la mayor parte de las cosas importantes, las que nos marcan para toda la vida, en la escuela primaria.
Durante ese largo período de nuestras vidas, combinaciones entre formas, texturas, colores, palabras y sonidos van tejiendo un menú de símbolos que —no digamos sobre una tábula rasa, pero sí sobre una arcilla tierna— deja sus huellas para darnos referencias: algunas banderas, algunas canciones, algunos escudos y, también, desde luego, algunos rostros y algunas fechas clave, aunque no lo sepamos, nos están diciendo a quiénes debemos querer, qué cosas respetar, con quiénes convivir, a quiénes defender, por quiénes ser solidarios. Allí se juegan, sin duda, las imágenes que añoraremos cuando estemos lejos y, aunque jamás hayamos escuchado ese tango o aquella chamarrita en clase, fue durante esos días que se forjó la inexplicable razón por la cual, lejos de casa, los cuatro primeros compases de un aire del litoral o de una chacarera, se sienten como una puñalada traicionera. En la escuela dejamos de ser niños universales, para convertirnos en niños de un territorio, de un lugar, de un país, de una provincia, de un pueblo, de una ciudad.
Sin embargo, ese niño impúdico, universal, sin vergüenza, anterior a la civilización acecha en alguna parte, y nos asalta cuando vamos al pasado. Porque no existía la bota, no estaba el himno, ni el chamamé, ni la provincia, ni el Brigadier. Nos dejamos llevar por el niño universal, anteescolar e incivilizado, que nos muestra el camino de un mundo ancho y ajeno, un teatrus mundi que tenía algunas de sus locaciones por aquí, que en algún punto coincidían con las nuestras.1
1 Para darnos una idea cuantitativa de la inutilidad de proyectar nuestras representaciones hacia el pasado, vale la pena traer a cuento la comparación propuesta por Felipe Cervera: mientras que el actual territorio provincial es de 133.000 km2, al momento de la Revolución de Mayo la jurisdicción realmente ocupada de la ciudad de Santa Fe quizás alcanzaba los 15.000 km2.
¿Por qué aquí? ¿Por qué aquello es parte de nuestra historia?
Durante muchos años, tanto las historias nacionales como las historias provinciales nos habían convencido de que las naciones del sureste de América —básicamente Argentina y Uruguay— eran las más europeas del continente. Detrás de la afirmación no había ninguna demostración científica, sino solamente un estereotipo culturalmente conveniente para el proyecto de nación que se imponía. Hoy, gracias a estudios antropológicos y arqueológicos pero también gracias a modernas técnicas de la biología, sabemos que una importante porción de la población de nuestro país tiene ascendentes indígenas. Y también sabemos que muchos argentinos se reconocen como indígenas, o como originarios. Por otro lado, millones de argentinos han librado largas batallas burocráticas para demostrar todo lo contrario: que tienen ascendentes europeos, y muchos han conseguido documentarse como europeos. La razón es, en muchas ocasiones, pragmática: si se dan ciertas condiciones, estar vinculado genealógicamente con europeos permite acceder a facilidades para transitar, estudiar o trabajar en los países de aquél continente que aceptan a los descendientes de sus emigrados como ciudadanos actuales. Pero también, en otras oportunidades, es emocional: existe gente que preferiría no tener sangre india —metáfora biológica para hablar de la presencia de un nativo americano en la línea ascendente—. ¿Qué motivos pueden apoyar tal preferencia?
La razón de esta introducción se va haciendo evidente. Cuando vamos profundizando en las aguas del pasado, para saber quiénes somos nosotros tenemos que encontrar algunos ellos. ¿Quiénes son ellos y quiénes somos nosotros? ¿No nos perdemos en el fondo de los tiempos hasta confundir si por haber nacido aquí los nativos serían nosotros y nosotros, por descender en parte de los que vinieron de ultramar, seríamos ellos? ¿Qué tanto tiene para decir en este asunto la biología? ¿Es realmente importante la incidencia genética de los nacidos en tal o cual lugar del mundo para saber con quiénes somos conciudadanos, connacionales, coprovincianos o paisanos? Y por último, ¿tenemos que ser una sola cosa? ¿No admiten, nuestro cuerpo y nuestras vivencias, la convivencia de múltiples identidades?
Puede que ahí esté el nudo del asunto: tanto los que ya vivían aquí antes de que invadieran los europeos como los europeos mismos tenían diferencias entre ellos, porque cada uno de ellos era mucho más que solamente chaná, solamente guaraní o solamente europeo. Y una vez que —por amor, por fuerza, por costumbre, por suerte o por desgracia— también agregaron a sus identificaciones las de amarse, convivir, las de tener hijos y las de moverse, geográfica y socialmente, también mezclados entre ellos, ya nunca fueron los mismos.
Y ahora, nosotros los de aquí hoy. ¿Qué pasa con nuestras elecciones? ¿No hemos ganado ya duras batallas en lo que concierne a que el Derecho reconozca nuestros derechos, que van desde nuestra filiación hasta nuestra identidad sexual? Posiblemente nos quede por delante la más complicada, la de mantener vivo —o la de renovar— nuestro contrato como comunidad política, nuestro contrato como sociedad. Para pensarlo, lo mejor es reconocer el pasado que nos habita, de lo contrario, es lo mismo que hacer un pacto a ciegas, entre desconocidos.
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