Franklin GOIZUETA «Yoyi»

Dicen que era un buen tipo mi viejo, que de chiquito era travieso y que lo fue también de grande; dicen que era buen mozo y que no pocas sucumbieron a su encanto, así dicen.

Dicen que fue monaguillo, que estudió cine, que fue fotógrafo, que nunca terminó abogacía; dicen que sabía ser buen amigo y que tenía una máquina para hacer botones. A mí, mi viejo me quería, eso dicen, metía el termómetro en el agua antes de bañarme para ver que la temperatura fuera justa; me tenía en brazos por la noche a la hora del terror, cuando el miedo y la oscuridad forman un único abismo... Así dicen...

Dicen que de a poco todos se iban muriendo, iban cayendo. Dicen que cada vez que uno caía había que hacer la valija rapidito y mandarse guardar. Dicen que no había tiempo ni para llorar, ní para entender, ni para despedirse. Dicen que en medio del desastre mi viejo decidió jugarse las cartas.

Mi vieja quería irse, quería que nos fuéramos los tres, dice. Ella es una mujer prudente. Dicen que mi viejo dijo que sería la última reunión; dijo que era importante. Así dicen.

Alguna vez dijo que vivía en Liniers, dicen, y que había un perro en la casa vecina. Dice mi madre que lo escuchaba al teléfono al perro del vecino y que mi padre decía que vivía en Liniers, así dice.

Ella dice que buscó la casa en Liniers y que buscó al perro y dice que nunca los encontró, ni a la casa ni al perro. Mi viejo cayó en esa reunión, eso dicen. Alguien, según el rito, habrá tenido que hacer las valijas entonces. Yo tenía apenas un año y ya tenía mi propia valija.

Y yo, así, con lo que dicen, con jirones de recuerdos que no son míos, a mi viejo, lo construí. Con recuerdos de otros yo me hice un padre. Y creo que me salió bien; nos llevamos bien mi padre y yo. Y para qué quiere uno construirse un padre si no es para llevarse bien.

A veces me pregunto si nos hubiésemos llevado así de bien, mi padre y yo, si hubiésemos crecido juntos. Claro que yo a mi viejo lo sigo construyendo; con fotitos que cada tanto aparecen, pocas, porque había que quemarlas a las fotos; con nuevos recuerdos prestados que sigo coleccionando; atando cabos que encuentro sueltos por ahí; visitando algún amigo suyo o algún psicólogo cuando los cabos son de distinto color y la confusión me abruma y me veo poniéndole una tercera pata o una profusa melena...era pelado mi viejo, le decían «el pelado Pedro»; al menos así dicen.

Pero la dialéctica de la orfandad no es un proceso lineal y acumulativo. El resultado cambia siempre, muta, a veces incluso drásticamente. Recuerdo cuando mi padre encarnaba los ideales más altos del mundo y su sacrificio ennoblecía mi soledad. Recuerdo cuando mi padre era la vara con la que medía los defectos de mi madre. Recuerdo cuando nuestra filiación era una de mis cartas de presentación. Mi Che Guevara personal, inmaculado, dechado de compromiso y consecuencia.

Me costó mucho tiempo y muchas lágrimas superar este idealismo, ponerle carne y uñas al personaje. Pero de a poquito lo humanicé, de a poquito empecé a encontrarme con sus defectos, a entender que su actuar respondía a pasiones humanas, que tuvo miedo, que se reía y que lloraba.

De a poquito empecé a tener desacuerdos con él. Y también así, de a poquito, entendí que su ausencia la había elegido él.

Yo a veces me preguntaba qué hubiera pasado si las cosas sucedían de otro modo, si no ¡iba a esa reunión, si nos íbamos antes del país, si no le ganábamos 6 a 0 a Perú, si Menotti en vez de darle la mano al dictador le rompía la cara de una trompada, si Cámpora continuaba su mandato, si Videla reventaba en uno de los atentados que sufrió, si los milicos no ganaban...

Tal vez entonces no terminábamos viviendo en Méjico; tal vez recordaría a mi abuelo, tal vez los alfajores no hubieran sido un manjar esporádico, tal vez hubiera crecido en el lugar donde nací, tal vez mi viejo me enseñaba a andar en bicicleta.

En ese caso, seguramente, no hubiera crecido en Méjico, ni hubiera aprendido a apreciar el picante, ni me hubiera hartado de mangos cada primavera, ni hubiera elegido a los mil y un tíos y primos que colmaron mi infancia, ni a los hermanos que aún hoy, hombro a hombro caminan conmigo. Tal vez no me pertenecerían dos culturas, tal vez no hubiera aprendido que la patria está hecha de gente y no de fronteras. Tal vez el ideal revolucionario sería un código vivo y no la perenne tristeza de ver cómo las banderas rotas se siguen haciendo añicos en nuestras manos.

Somos los hijos de la derrota, herederos de un orgullo bañado en lágrimas, asfixiados por un paradigma que no hemos sabido renovar. Perpetuadores de arquetipos sin vigencia que se osifican ante nuestra impotencia. Bebimos de ese cáliz, sin pedirlo, sin quererlo.

Quién sabe cómo habrían sucedido las cosas si hubieran sucedido de otro modo. Pero lo que yo sé es que aquí estamos, cada uno con su historia y sé que nos toca vivir y sé que tenemos que seguir imaginando y que no tenemos que olvidar, sé que hay que seguir construyendo la memoria, así como yo sigo construyendo a mi padre, así, con pedacitos de recuerdos, con jirones de justicia, con fotitos de entonces, las que no hayamos tenido que quemar, y con sueños de mañana, con la alegría que los enfurece, con la dignidad que supimos conseguir, con babita para que no duela, con la claridad de que lo que pasó nunca tiene que volver a pasar.

/ Manuel, hijo

Su memoria es recordada en placas colectivas en el Instituto de Cine de la UNL y en la Plaza Central de Santo Tomé

Los responsables de su secuestro y asesinato fueron juzgados y condenados en la Causa ABO (Atlético-Banfield-Olimpo)

Última actualización

Logo

Editorial EL PERISCOPIO - Libre de reproducirse con mención de fuente