Participación de la iglesia en la dictadura
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Editorial EL PERISCOPIO - Libre de reproducirse con mención de fuente
Si bien la iglesia institución como parte de las estructuras de poder ha provocado cambios en sus posturas tradicionales, ya sea por medio de declaraciones de sus autoridades o documentos con fuertes críticas que la distanciaban del capitalismo, fueron meras buenas intenciones que sedujeron a propios y ajenos, quienes veían en ellas el tan ansiado acercamiento a los necesitados.
En los años 60, el Concilio Vaticano II genera una gran expectativa en los religiosos de Latinoamérica, que ven una iglesia distinta que acompaña a sus ideales de ayuda a los explotados del sistema. Como desarrollamos en otro capítulo de este trabajo, este movimiento de curas tercermundistas tuvo gran desarrollo en las parroquias de los barrios marginales, así también en las escuelas religiosas donde muchos alumnos asumen el compromiso social de ayuda al prójimo.
Llegado el golpe militar, la jerarquía religiosa como institución, retoma sin ningún pudor su papel como parte del poder, avala las autoridades y las políticas represivas militares, aconsejan a los sacerdotes que no era bien visto el trabajo reivindicativo junto a los pobres, promoviendo traslados a otros lugares y abandonando a su suerte a quienes consideraban que se debían a una política de inclusión, esta actitud en muchos casos causó la muerte y desaparición de obispos, sacerdotes, monjas y seminaristas a manos de la dictadura represiva, se debe recordar también la participación cómplice de religiosos en los centros clandestinos de detención.
De esta manera la jerarquía eclesiástica continuó con su lógica de ser parte del poder, la que acompaño las conquistas, la que persiguió a aquellos que cuestionaban su doctrina, llevando a la tortura y asesinando mediante variadas y crueles formas a quienes caían en manos de la inquisición, la que alentó la quema de siglos de cultura de pueblos conquistados.
La solución final
“Cuando en 1995 entrevisté al capitán Adolfo Scilingo me sorprendí cuando me dijo que el método de arrojar prisioneros al mar había sido consultado por la Armada con la jerarquía eclesiástica, que lo aprobó por considerarlo una forma cristiana de muerte. A Scilingo esa información se la dio el almirante Luis María Mendía, pocos días antes del golpe del `76, junto al resto de oficiales de la Armada en el cine de la base de Puerto Belgrano. Mendía, en una declaración judicial muy reciente, pocos días antes de morir, confirmó la existencia de esa reunión donde él impartió esas directivas. Además Scilingo me contó que cuando él volvía de los vuelos y se sentía muy angustiado y dudaba si lo que había hecho era legítimo o no, fue a ver a los capellanes navales de la ESMA, quienes lo confortaban con parábolas bíblicas, con que se trataba de separar la cizaña del trigo.”
/ Horacio Verbitsky - Rosario 12 (3/6/2007)
La confesión de Adolfo Scilingo sobre los vuelos de la muerte
"La verdad los hará libres", investigación encargada por el Episcopado y basada en archivos oficiales desclasificados refleja en sus actas lo que fue la actitud oficial:
“Si no hablamos más fuerte o públicamente no ha sido por connivencia con métodos que repugnan a la concepción cristiana del hombre, sino por no añadir un elemento más de confusión o desorden que hubiera llevado al país al caos”. Raúl Francisco Primatesta, arzobispo de Córdoba y presidente de la Conferencia Episcopal
“La actitud de la Iglesia hacia el Proceso y más específicamente hacia la lucha ha sido de comprensión. Y más aún, ha significado un silencioso e invalorable apoyo”. Roberto Viola, comandante del Ejército y segundo presidente de la dictadura, hablando a los obispos.
Iglesia, archivos e impunidad
Pasadas cuatro décadas, una parte de los actores responsables del terrorismo de Estado ha esquivado exitosamente el proceso de justicia. Su pilar religioso, así como el empresarial, se mantuvo casi al margen de las causas: con 700 militares condenados y 2.700 imputados por crímenes de lesa humanidad, solamente 12 clérigos estuvieron involucrados en resoluciones judiciales (un condenado, un absuelto, seis imputados y cuatro citados como testigos). Es una carrera contra el tiempo: más de 100 sacerdotes ejercieron su trabajo pastoral en unidades militares donde funcionaron centros clandestinos de detención, pero sólo viven alrededor de 10 y con un promedio de edad de 70 años. Se trata de una deuda impagable.
La Iglesia fue un partícipe necesario en el rompecabezas del genocidio, otorgándole un sentido trascendental y sagrado que lo sostuvo en el tiempo. Pero cualquier intento por judicializar esta responsabilidad penal, ha encontrado los principales escollos en el propio Poder Judicial. Por un lado, la falta de pruebas y testimonios sobre la participación de capellanes en delitos contra la humanidad, y las deficiencias de una doctrina jurídica que facilite el juzgamiento de responsabilidades no directas. Por otro, el buen acceso de la derecha católica a los tribunales y la escasa voluntad que hay en ellos para enfrentarse a la Iglesia, sobre todo desde la aparición de Francisco. A esto se suman las trabas que la propia Iglesia pone a los requerimientos de información por parte de los jueces, ofreciendo selecciones arbitrarias de archivos o negando su existencia, así como las alusiones a la incompetencia jurisdiccional para ocultar datos sobre sacerdotes.
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El Episcopado atesora información significativa en las actas de reuniones de su Comisión Ejecutiva y su Asamblea Plenaria, en las misivas enviadas al Vaticano o en las comunicaciones recíprocas con la Junta Militar y otros organismos del Estado. También hay material útil en otras instancias como obispados, congregaciones y órdenes religiosas, donde se almacenan publicaciones oficiales, legajos administrativos, correspondencia, papeles personales, etc. A diferencia de la presentada recientemente, esta información arroja luz sobre la participación eclesiástica en el terrorismo de Estado: el conocimiento acerca de los desaparecidos, la presencia en los centros clandestinos o la legitimación religiosa del exterminio.
Los boletines trimestrales del Obispado Castrense que circularon por las unidades militares, por ejemplo, impusieron a la formación de sus sacerdotes la valoración sociopolítica que la Iglesia compartía con las Fuerzas Armadas: la “influencia del comunismo”, la preocupación por la violencia, la “defensa contra la subversión” o el desarrollo del “Operativo Independencia”, fueron temas de instrucción permanente en sus páginas. Los legajos de los capellanes también son claves para comprender el funcionamiento de esta institución y su papel en el engranaje represivo: contienen documentación burocrática; una copiosa correspondencia con la jerarquía; delaciones de sacerdotes sobre personas, colegas o militares; información respecto de acciones represivas ilegales; entre otras cosas. Por último, así como los diarios personales del obispo militar Victorio Bonamín han servido como prueba en varias causas, otro conjunto de papeles suyos se encuentra alojado desde hace cuatro años en la Casa Central Salesiana de Córdoba esperando que algún juez se atreva a secuestrarlos.
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La responsabilidad eclesiástica en el surgimiento y sostenimiento del genocidio ha sido ampliamente abordada y documentada, aunque los prelados afirmen que “es una historia que todavía está por hacerse” y que “el periodismo de investigación (respetable) y la ciencia histórica deberán esperar un tiempo”. Las investigaciones de Emilio Mignone, Horacio Verbitsky, Fortunato Mallimaci, Martín Obregón, José Pablo Martín, Rubén Dri y Loris Zanatta, entre otros, así como nuestro reciente aporte acerca del Obispado Castrense, describen la relación orgánica que mantuvo la Iglesia con las Fuerzas Armadas durante el siglo XX, y su participación corporativa en el entramado de la última dictadura. De estos estudios se desprende que no se trató de acciones particulares ni aisladas, sino de una intervención institucional apoyada en criterios comunes, funciones reglamentadas, homogeneidad ideológica, recursos económicos del Estado nacional y un planificado despliegue de los sacerdotes en el territorio militar. Con todo, en 2017 insiste con la “reconciliación”, su eufemismo predilecto para batallar por la impunidad.
Ariel Lede y Lucas Bilbao
Ariel Lede es sociólogo por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Lucas Bilbao es historiador por la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNCPBA). Ambos son autores de “Profeta del genocidio. El vicariato castrense y los diarios del obispo Bonamín en la última dictadura” (Sudamericana, 2016). A través de su página web y su espacio en Facebook, han difundido aportes documentales que se agregan a la historia y las fuentes presentadas en la obra.