Los exilios
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Editorial EL PERISCOPIO - Libre de reproducirse con mención de fuente
Hay que tener presente que el exilio como elección voluntaria o exigida ha sido una constante de quienes se encontraron en posición desfavorable ante los poderosos. En toda la historia han existido quienes han padecido momentos de incertidumbre o persecución en sus vidas, pero particularmente en Argentina esto se vivió desde 1955, cuando producto de la “revolución fusiladora” fueron empùjados al exilio los dirigentes perseguidos. En 1966, durante la “revolución argentina”, se produjo el ataque a las universidades conocido como “la noche de los bastones largos” que extiende la persecución a los estamentos universitarios provocando la salida al exterior de profesores y científicos, muchos de ellos conocidos después por sus lauros y prestigio obtenidos fuera del país. Desde 1976, lo que antes había sido numeroso pasó a ser masivo.
Si bien el golpe militar marcó un punto de inflexión en la salida de argentinos hacia el exilio, luego de la renuncia de Cámpora (13 de julio de 1973) y especialmente después de la muerte del general Perón (1 de julio de 1974), el clima de intolerancia ideológica y la violencia política desatada por las bandas de paramilitares –entre las que sobresalía la llamada Alianza Anticomunista Argentina– habían incidido en la aceleración y resignificación del drenaje de población hacia el exterior.
La práctica terrorista de las AAA contra el peronismo de izquierda y la izquierda marxista provocó el alejamiento forzoso de líderes sindicales, periodistas, intelectuales, escritores, artistas, políticos y hasta deportistas.
Cuando tras la muerte de Perón, Montoneros decidió volver a la clandestinidad, todos aquellos que habían sido periferia de la organización y estaban en las bases de sus frentes de masas (Juventud Peronista, Juventud Trabajadora Peronista, Juventud Universitaria Peronista, Unión de Estudiantes Secundarios, etc.) se convirtieron en blancos fáciles de las AAA.
Hubo exilios de la represión física y de la exclusión laboral. Hubo exilios del miedo y del ahogo. Hubo exilios de la militancia armada y no armada; del protagonista y de su familia, sus compañeros de militancia y su entorno laboral.
Como afirmaba un exiliado en Cataluña: entre los que abandonaron el país en los años previos al golpe militar y el período inmediatamente posterior figuraban represaliados directos, huidos del miedo a la represión y los que salieron porque querían evitar la arbitrariedad y la falta de libertades.
Para muchos argentinos, su exilio fue el epílogo de otras modalidades represivas. Secuestros, detenciones clandestinas, tortura y, en ocasiones, inexplicables liberaciones culminaban en destierro, sea por «recomendación» explícita de los perpetradores, o por temor a que una nueva «desaparición» no tuviera un final tan favorable.
Para Valentín Baremblit, su exilio fue consecuencia de una triple violencia: física (tortura), material (pérdida del trabajo) y simbólica (amenazas, miedo).
Sin embargo, el horror inconmensurable de la figura del «desaparecido» relativizaba el propio sufrimiento y, entonces, la posibilidad de contarlo sin generar incomprensión quedó limitada a que las otras víctimas (presos políticos, familiares de muertos o desaparecidos, exiliados internos) lucharan por imponer una política de memoria que indicara al exilio como una práctica represiva más del Estado Terrorista. Si bien en la coyuntura del desexilio, los organismos de Derechos Humanos propiciaron esta lectura, el dolor, las cuentas pendientes, las rivalidades personales y profesionales, el egoísmo, el sentimiento de culpa y la vergüenza de unos y otros no consiguieron romper con la fácil tendencia a crear escalafones entre los derrotados.
LA PROVINCIA FLOTANTE. HISTORIA DEL EXILIO ARGENTINO EN CATALUÑA- (1976-2006)
Silvina Inés JENSEN - Suspendidos de la Historia/Exiliados de la Memoria
Los exiliados
Persiguen por las calles
sombras antiguas
retratos de muertos
voces balbuceadas
hasta que alguien les dice
que las sombras
los pasos las voces
son un truco del inconsciente
Entonces dudan
miran con incertidumbre
y de pronto
echan a correr
detrás de un rostro
que les recuerda otro antiguo.
No es diferente
el origen de los fantasmas.
Los exiliados II
Hablamos lenguas que no son las nuestras
andamos sin pasaporte ni documento de identidad
escribimos cartas desesperadas
que no enviamos
somos intrusos numerosos desgraciados
sobrevivientes
supervivientes
y a veces eso
nos hace sentir culpables.
Cristina Peri Rossi (Montevideo, Uruguay, 12 de noviembre de 1941)
Bajo la lluvia ajena
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país,
no a la fuerza.
La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran
y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores. Tenemos que
aprender a vivir como el clavel del aire, propiamente del aire.
Soy una planta monstruosa. Mis raíces están a miles de
kilómetros de mí y no nos ata un tallo, nos separan dos mares
y un océano. El sol me mira cuando ellas respiran en la noche,
duelen de noche bajo el sol.
Juan Gelman - Roma, 14 de mayo 1980.
Apuntes críticos
El insilio o exilio interno constituye una experiencia colectiva que por su propia naturaleza ha quedado profundamente invisibilizada, negada hasta en su nominación e incluso ha supuesto ciertas suspicacias o sospechas, y sólo muy recientemente es abordada desde la historia. El silencio autoimpuesto, la imposibilidad de una organización colectiva sostenida en base a la denuncia, la reinscripción en redes familiares que oficiaron como refugio y a la vez lxs insertaron en lógicas normalizadoras, son algunas de las características que explican por qué se trata de una experiencia difícil de asir y mucho más difícil de cuantificar.
Esta invisibilización, el silencio, diferencia con la experiencia del exilio en el exterior, que justamente consigue cohesión e identidad en el enfrentamiento a la dictadura, en la denuncia y en la actividad política; en la solidaridad y en la proyección internacional, con la diferencia que como no hubo una “salida” del país tampoco hubo un “retorno”, de manera que su movilidad forzada quedó invisibilizada para otrxs y para ellxs mismxs.
Como en el caso de los exilios, estos desplazamientos internos también generaron desarraigo, pérdida de lazos afectivos y de grupos de pertenencia, ajenidad y extrañamiento frente a la nueva comunidad y nostalgia respecto al lugar de origen (Basualdo, 2006).
No sabemos cuántxs han sido las personas que en Argentina estuvieron en esa condición. No sabemos si alguna vez se han pensado como insiliadxs, ni qué reflexiones hicieron al respecto.
En esta trayectoria vital encontramos varios aspectos que condensan una experiencia colectiva. La primera y evidente es la múltiple movilidad territorial, siempre con el miedo de ser atrapado, por eso el documento falso y la búsqueda de lugares que diesen seguridad. La segunda es el empobrecimiento, ya que los trabajos formales estaban vedados por las listas negras que confeccionaban los servicios de inteligencia de las fuerzas militares y que eran compartidas por todo el país. Ello generaba una preocupación extra en los varones, para quienes los valores culturales tradicionalmente indicaban que debían ser los proveedores del hogar; el empobrecimiento estructural golpeó mucho más fuerte a lxs que ya eran humildes, en tanto no había vínculos sociales que sostuvieran materialmente la falta de trabajo y la imposibilidad de buscar uno nuevo. La tercera idea que surge de su vida, es que el proceso insiliar implicó silenciar quiénes eran, no sólo por ocultar su verdadero nombre sino sobre todo por no poder decir qué pensaban, qué creían que era justo e injusto, qué visión de mundo tenían. Tenían que simular ser otras personas, no demostrar interés por lo que les interesaba, hablar de temas “apolíticos” como el fútbol.
(…)
Es decir, vivieron la mudanza de su mundo social, fueron obligados a transformar su identidad (tanto su identidad real en muchos casos, como su identidad política en casi todos), pero todas esas transiciones no debían notarse para otrxs, porque en esa diferencia residía el “peligro”, la “amenaza” que la dictadura pretendía combatir. Aquella culpa sobre la conservación de la vida propia fue acompañada del terror. Un miedo extremo que tuvo temporalidades muy largas y formas muy extrañas de manifestarse. (Páginas- Revista de la Escuela de Historia de la UNR -Dossier Nº 38)
La dictadura cívico-militar-empresarial-eclesiástica ha dejado marcas muy profundas en nuestro pueblo. Existe una franja muy amplia de la población que ha tenido un familiar, amigo, vecino, conocido que ha sufrido la represión en primera persona; esto en aquellos momentos les generó miedo e inseguridad, por el simple hecho de tener alguna relación. Esto obligaba a tener una posición apolítica frente a terceros que pudieran comentar esta situación en algún lugar inconveniente, que terminaría comprometiendo su seguridad.
También se debe tener en cuenta que para las personas mayores existía y muy presente el “qué dirán”, un hijo u otro familiar caído o apresado se consideraba una vergüenza. Lo mismo ocurría en el ámbito laboral donde lo primordial era sostener el trabajo, se repetían los mismos cuidados, desconocer determinados temas y personas, claro está que se desconfiaba de otros empleados con marcada actitud “oreja”, genuflexa, hacia patrón o jefe.
Ni hablar de encontrarse frente a un control policial o militar, la negación debía ser absoluta y convincente ante las preguntas de rigor, lo que no eximía de quedar largo rato contra una pared apuntado con un arma, hasta que alguien decidía si dejaban continuar el camino “continuar… circule… no se detenga… no se voltee…” o lo tan temido de ser derivado a algún lugar para la famosa “averiguación de antecedentes”.
La persona identificada como militante político era caratulado de “quilombero” o “tirabomba”, eso aparejaba su separación social al punto de retirar el saludo o esquivar el contacto fortuito dando vuelta la cara o cruzar de vereda, automáticamente pasaba a ser no invitado a compartir reuniones, quedaba aislado de su antiguo círculo social. Tener una opinión política significaba que “estaba en algo raro”, suficiente para tener el mote de “peligroso”, estas actitudes prendieron en gran parte de la gente.
Desde el comienzo del golpe se empezó a debilitar el apoyo con que contaban los militantes políticos, tanto de lugares donde permanecer por cuestión de seguridad, como para guardar material literario, etc., se empezaron a cerrar las puertas de allegados a las agrupaciones, conocidos, amigos y de algunos familiares, se empezaba a conocer lo que se venía y el miedo logró su cometido, aislar a quienes corrían con el riesgo de ser apresados. Debían evitar los lugares comunes donde podían ser reconocidos, cambiar drásticamente las costumbres y actividades, tratar de conseguir ocupación que los alejara de los lugares que frecuentaban. Se conocían las “botoneadas” de grupos de derecha que colaboraban con la represión, como así también las delaciones de compañeros que tras su caída eran sometidos a torturas, estos eran sacados a la calle a reconocer e identificar a otros militantes. Encontrarse con alguien que no había caído requería de un conocimiento previo, que garantizara seguridad para tener una leve conversación, y la pregunta era “qué haces acá…???”. Además las casas donde vivían compañeros comenzaron a ser peligrosas y poco seguras, se debían evitar, luego perder el contacto orgánico con otros compañeros acarreaba la sensación de desamparo. Se debían arreglar de la mejor manera posible ya que las citas comenzaron a ser de sumo riesgo.
Había un descreimiento de la dureza con que actuaban los militares, obviamente que ese accionar estaba cubierto y amparado por los medios de comunicación, dar a conocer o desmentir lo que los medios publicaban, era difícil tarea que siempre terminaba con el famoso latiguillo instalado “por algo será” o “algo habrán hecho”, que disculpaba la no reacción.
La vida continuaba, se trabajaba, se estudiaba, el fútbol y la televisión continuaban y como un gran chupete contenía el no pensar en la difícil situación económica y social que sofocaba a las clases populares, en este contexto se sobrevivía y se resistía. Con el tiempo y los errores que fueron cometiendo los dictadores, se hizo visible la lucha de las Madres, también la de algunos dirigentes que comenzaron a levantar la voz exigiendo algo muy básico “paz, pan y trabajo”, consigna que fue prendiendo y convirtiéndose en lucha.
Todas las mañanas compartíamos el café y las medialunas en la cantina del Colegio Simón de Iriondo de Santa Fe, charlábamos de todo, los hijos, los nietos, las parejas, los alumnos, las clases, los programas de trabajo, la próxima reunión y etcéteras varios. Parecía que sabíamos todo lo importante de nuestras vidas… pero había cosas de las que no se habla… de las que quizás aparecía un rumor… pero mejor no, mejor no escuchar, no saber… escuchar y callar… escuchar que Chiche, que se fue a Europa, volviera indignada por “lo que andan diciendo allá… ¡que acá hay desaparecidos, campos de concentración, torturas! ¡¡¡Calumnias!!!! ”.
Callar y por dentro la angustia, vergüenza propia y ajena, el miedo. En ese callar también estaban los viajes a Coronda, la visita y mi nena de tres años viendo a su papá a través de un vidrio. En ese callar estuvo la sorpresa. Frente a la cárcel corondina, un bar con pinta de bolichón de pueblo donde nos juntábamos los familiares esperando nuestro turno, de pronto entre la multitud, los ojos claros, la dulce sonrisa y la expresión de asombro:” ¿Vos qué hacés acá?”; Chichita, la profesora de música, esa señora con la que compartía la mesa de los recreos tenía allí a uno de sus hijos. A partir de ese momento, nos cruzábamos en los pasillos y murmurábamos: “Tenés noticias? Está atenta, parece que los trasladan, los traslados son peligrosos?”. En el Colegio (creo) nunca se supo. Recién hace unos pocos años lo comenté con algunas de mis antiguas compañeras de trabajo.
Año 1978, primer grado de la escuela Belgrano, una escuela del barrio sur santafesino a la que asistían chicos hijos de la clase media, la maestra desarrollaba uno de los temas del programa escolar: El trabajo. Comienza la clase charlando con los pequeños de 6 años acerca del trabajo de sus padres. Mi papá es médico, el mío empleado público, mi mamá es maestra, un niño, R… levanta la mano: “Mi papá trabaja de preso, porque piensa” “El mío también”, dice mi niña. No sé o no recuerdo cómo hizo la maestra para salir del trance. Al día siguiente nos conocimos las madres que fuimos convocadas para charlar del tema.
Ser docente en dictadura es una profesión de riesgo, ser profesor/a de Historia más. Una palabra de más o mal interpretada podía dar lugar a una denuncia por adoctrinamiento. Recuerdo una reunión en la que tratábamos la selección de contenidos de nuestra asignatura con Ruth Niklison, entonces nuestra Vice Rectora. Ruth era una excelente profesora de Historia muy amada y admirada por sus alumnos. La dictadura la había cesanteado en sus cátedras universitarias y le había quitado a su querida sobrina Alejandra asesinada en Tucumán. Nunca voy a olvidar sus palabras en aquella reunión: “Chicas, cuídense no se arriesguen con Historia Argentina. Enseñen a pensar en primer año dando Oriente, Grecia y Roma, después los chicos se van a avivar solos”. Es que si hablabas del peronismo, por ejemplo, y no lo condenabas... podía ser sospechoso.
Enseñar a pensar, maravillosa forma de resistencia.
Otoño de 1977, una siesta soleada frente a la cárcel corondina, dos señoras cercanas a los 50 años, esperan y conversan sentadas en el suelo al borde de la cuneta. Distraída, aguardo mi turno sin prestar demasiada atención al entorno hasta que una dice: “puede ser que estén aquí” entonces, me sobresalto y escucho: “ya estuve en Resistencia, en Sierra Chica, en…. Y en…. Y nada…ojalá esté acá, la semana que viene es su cumpleaños”. “Yo hice el mismo recorrido, pero también fui al sur”. Responde su compañera. Me estremecí, era la confirmación de que eso que se rumoreaba, que parecía increíble, lo que no podía ser posible, LO ERA: ¡¡Había desaparecidos!!