María Georgina CUBAS "Cuqui"

Entre Bariloche y el Paraná: la feliz infancia-adolescencia

Somos cuatro hermanos, hijos de Lisandro Germán Cubas y de María Esther Georgina Merello, catamarqueño y correntina, respectivamente. Nuestra niñez, la mía, la de María Georgina, de Juan Carlos y de María Delia, transcurrió feliz entre los cristalinos lagos del sur y las marrones aguas del torrentoso Paraná, entre los frondosos coihues y los perfumados azahares de los naranjales, entre la pesca, la pelota callejera, la colección y el intercambio de revistas infantiles y figuritas de jugadores de fútbol, los primeros novios y novias de los dos mayores, y cuantas cosas más que fortalecían lazos de amistad que luego se develaron eternos.

Entre los tres primeros nos llevábamos tres años cada uno, y a María Delia, Juanca le llevaba seis. Con Georgina siempre fuimos compinches, ella jugaba con las muñecas con sus amigas pero tenía tiempo para meterse en un picado con pelota de goma o trapo entre varones donde repartía patadas en los tobillos a diestra y siniestra, se subía a las casas que hacíamos en los árboles en la orilla de Nahuel Huapi, o jugaba -con la mayoría de los primos varones- a las escondidas entre los naranjos y los chivatos del fondo de la casa de los abuelos maternos en Bella Vista (Corrientes). Lo más divertido, en las vacaciones, eran las siestas correntinas, ya que los abuelos y mamá y papá dormían y nosotros -aunque nos obligaban a permanecer en el cuarto de huéspedes-, burlábamos la vigilancia y saltando el muro nos íbamos corriendo hasta el río para bañarnos, junto a tres o cuatro primos que se quedaban en la casa de nuestros abuelos. A Georgina le encantaba el agua, y era la que hacía de campana para entrar y salir del cuarto. Con Juanca siempre jugábamos a la pelota en el mismo equipo, a mí me gustaba jugar con él porque era muy habilidoso; vale resaltar que los cuatro éramos de River, y fanas de llorar si el equipo perdía.

Cuando en 1964, nos mudamos a Capital Federal, vivíamos en Floresta, frente al Parque Avellaneda, y seguíamos teniendo árboles y verde a nuestro alrededor, y canchas de fútbol también. A pesar de que en el secundario nos veíamos poco, porque a mí me mandaron pupilo al Liceo Militar General San Martín de donde me expulsaron por mala conducta en 4to. año (y por eso me salvé de la colimba), siempre nos juntábamos los fines de semana para varias cosas: los viernes para ver el partido anticipado de campeonato de fútbol, los sábados para ir a los asaltos y bailes que organizaban mis amigos y las amigas de Georgina; con Juanca teníamos los infaltables partidos de campeonato barrial que se jugaban al lado de casa, y cuando ahorrábamos algún mango nos dábamos el gusto de ir al Monumental a ver a nuestros queridos “gallinas”. Volviendo a Georgina, recuerdo que a ella por ser mujer no la dejaban salir sola a fiestas, era típico en esa época, y entonces acordábamos ante mis padres que íbamos a la misma fiesta, pero cada uno hacía la suya y nos esperábamos a la madrugada a la puerta de casa, y entrábamos como si hubiésemos estado juntos toda la noche. Así fue hasta que ella terminó el secundario. Compartíamos los mismos gustos musicales: Beatles, Aznavour, Roberto Carlos, el folklore litoraleño, especialmente los chamamé.

El encuentro: la militancia, la esperanza, el amor ….

Cuando terminamos la secundaria, empezó el interés por la política, por la situación que se vivía en el país. Yo empecé la Universidad en 1970 y Georgina en 1973, y se decidió por Trabajo Social, que se estudiaba en la facultad de derecho de la UBA. Yo para esa época cursaba en la Facultad de Ciencias Económicas de la misma universidad, el tercer año de Administración de Empresas, que dejé en 1976 luego del golpe militar. Juanca, para esa época, estudiaba tercer año en el Instituto “Dámaso Centeno”, y ya realizaba actividades sociales en villas de emergencia de la Capital, junto con otros compañeros de clase que luego comenzarían a militar en distintas organizaciones revolucionarias.

Lo cierto del caso es que cada uno por su lado, comenzó su militancia en el peronismo revolucionario, sin que al principio los otros lo supieran. Recuerdo que en noviembre de 1972, cuando el regreso de Perón a Ezeiza, los tres bajamos del departamento donde vivíamos atraídos por una concentración de la JP que se juntaba en Lacarra y Rivadavia, y luego de un rato de hablar con la gente que vivaba a Perón, decidimos apoyar la movida distribuyendo galletas, sándwiches que hizo Georgina, y caramelos que compramos en el kiosco de la esquina. Cuando la marcha partió subimos a casa para seguir los acontecimientos por la tele, y comentamos que teníamos que hacer algo para incorporarnos al proceso de cambio que vivía la Argentina. Pasó un tiempo, durante el cual nos veíamos un domingo al mes, comentábamos lo que iba pasando, pero sin sincerarnos sobre la militancia en la que cada uno ya participaba. Recién en los días previos a los preparativos para la marcha del 1° de mayo del 74, fue que Georgina me comentó que estaba muy contenta apoyando a los compañeros que venían de la provincia de Corrientes, que había gente de Saladas y Bella Vista y que muchos de ellos le comentaban que conocían al “Machito Martínez”, un viejo dirigente peronista al que conocíamos por haber ido a su casa en las vacaciones del 73. Era muy conocido porque desde 1955 había mantenido, en el patio de su casa un busto de Evita, a pesar de la prohibición de la Libertadora, lo que lo convertía en un referente para la juventud de aquellos pagos, y para nosotros también. También me confió que eso era lo que le gustaba: estar con la gente de la base popular, que la militancia universitaria no la convencía y no la llenaba.

Le acepté que a mí me había pasado lo mismo, y por eso había conseguido un enganche en la JP de La Matanza, y que si quería le podía hacer un contacto en Ciudad Evita donde se necesitaban militantes porque la presencia del derechista Comando de Organización (CDO) era muy fuerte. Al poco tiempo cae detenida por participar en una manifestación estudiantil, y la tienen dos días en una comisaría frente al Botánico, donde le hicieron la correspondiente reseña policial y la liberaron. Por eso se aceleró su traslado a La Matanza, donde comenzó a trabajar en Dirección Nacional de Educación de Adultos (Dinea) en un programa de alfabetización de adultos y en un centro de salud de esa zona. Al poco tiempo también Juanca se enganchó por su lado con la JP de Tapiales, y a pesar de estar en frentes distintos, los tres estábamos en zona oeste y militando en la tendencia revolucionaria del peronismo.

Para ese entonces yo militaba en la Unidad Básica “Mártires de Trelew”, ubicada en Villa Insuperable, donde conocí a mi futuro cuñado Coco (Ricardo Pérez) y al “Gallego”, quienes llevaban tiempo militando en esa zona. Con el tiempo, el compartir la militancia a tiempo completo, nos llevó a ser compañeros y amigos; fue así que en complicidad con ellos y la “Petiza Graciela” y la “Turca”, que era la responsable de Georgina, ahora Cuqui, organizamos un asado donde los presentamos. Y fue amor a primera vista: al tiempo estaban saliendo y se casaron por el civil y la iglesia. Por esas cosas de la militancia y de la época, recuerdo que fui tabicado a la fiesta luego de la Iglesia, que se hizo en la casa de los suegros de mi hermana. El Coco era un pan de Dios, tan bueno como su tamaño, medía más de 1,95, en ese entonces lo identificábamos con el mayor de los hermanos de la serie televisiva titulada “Bonanza”. Se la pasaba con su Citroen 2CV, prestándolo para actividades de la militancia, para llevar a los pibes de las Villas “El Monte” y “Las Antenas” a sacar la cédula a la Federal, tarea en la que apoyaba también el “Gallego”, que facilitaba también su camioneta del trabajo. Cuando informaron que se iban a casar, hicimos un asado en la unidad básica, y todos coincidíamos en que eran una pareja que se complementaban muy bien: ella era muy alegre, hiperactiva y creativa, y él era paciente, reflexivo y puro corazón.

Por las limitaciones de la clandestinidad hubo muchos momentos que no compartimos, y que no forman parte de mis remembranzas. Sin embargo, recuerdo que la militancia de Georgina en el barrio Puerta de Hierro de Ciudad Evita tuvo importantes repercusiones políticas por la ascendencia que tenía entre la gente de la zona. Eso hizo que a mediados del 75, una noche una patota del CDO la secuestró a la salida del local de Dinea, lo que provocó que Coco y yo nos tuviéramos que movilizar inmediatamente para hacer gestiones para lograr su liberación. A medianoche, recurrimos a Vicente Saadi, quien estaba casado con una hermana de mi padre, al que le contamos los hechos y le afirmamos que era la gente Brito Lima la que la secuestró. Recuerdo que levantó el teléfono y se puso al habla con un comisario de la Policía Federal, y cuando terminó la conversación nos dijo que en pocas horas la iban a liberar. Salimos cabizbajos caminando por Callao hacia Rivadavia para tomar el 86 y regresar a La Matanza, conversando sobre la ofensiva de las “Tres A” y el CDO, ya que la mayoría de la militancia estaba muy expuesta y con graves problemas de seguridad. Estuvimos en un bar ubicado en Provincias Unidas y San Martín, cuando a las 5 de la mañana, nos enteramos que mi hermana había llamado a casa informando que la habían dejado medio desnuda en una zanja al costado de la ruta 3 a la altura de González Catán, y que unos vecinos del lugar le dieron ropa y dinero, y que se iba para su casa. Después nos contó que la tuvieron vendada, que la golpearon y que no sabía dónde la habían llevado, que le decían “zurda de mierda, traidora a Perón”, que tenía que retirarse del barrio y no aparecer más por allá. Al día siguiente por la tarde se presentó en la Unidad Básica como si nada hubiera pasado, los vecinos la abrazaban y se juntaron a tomar la clase de alfabetización de ese día. Siguió militando allí, hasta que meses después, cuando quedó embarazada, tuvo que hacer reposo en la cama sin salir de su casa por presentar un embarazo de alto riesgo, y que además venía por partida doble: esperaban mellizas. Recuerdo que vivió ese embarazo con alegría y esperanza, pero extrañando a la gente del barrio, y realizando nuevas tareas sin salir de la casa, que le encargó la “orga” a la que se había incorporado luego de su secuestro.

Coherentes con sus ideas, se compraron una casita humilde en González Catán, a la altura del kilómetro 32 de la ruta 3, no tenía agua directa ni calefacción, con el tiempo instalaron una bomba manual y unas estufas eléctricas, que los ayudaron a pasar el invierno y el embarazo. En esa casa, conocí y comencé a noviar con la “Negra” o “Tamara”, ya que vivía con ellos luego de que a su primer compañero, “Fernando” lo matara la policía en un enfrentamiento a principios del 76´. A raíz de ello, comencé a frecuentar más la casa y compartir con ambos el embarazo, y el posterior nacimiento de María José y María Sol, el 7 de junio de ese año. Desgraciadamente, por una mala praxis médica María Sol falleció a los pocos días de nacer, lo que afectó mucho a mi hermana y a Coco. Yo mientras tanto, seguía mi noviazgo, en medio de las limitaciones de la época: no se podía ir a moteles, las plazas no eran lugares seguros, teníamos pocos momentos libres y debíamos aprovecharlos muy bien; para el mes de septiembre, el único lugar seguro que frecuentábamos para nuestras citas de novios, era paradójicamente el cementerio de la comunidad judía de la avenida Crovara, donde pasábamos desapercibidos para los represores, y solo debíamos burlar la mirada inquisidora del vigilante, que tosía cuando nos besábamos en uno de los bancos del jardín. Cada vez que podía Georgina nos invitaba a su casa y allí teníamos un rato de privacidad y sosiego. Se encerraba en su pieza y ponía el televisor con el volumen muy alto, por razones obvias.

Una despedida a puro sol

El domingo 17 de octubre de 1976, fue la última vez que todos nosotros estuvimos juntos (Georgina, Coco, Juanca, la Negra y yo), a propósito de la celebración de mi matrimonio con la Negra. No fue un matrimonio común, nos casó María Antonia Berger (la sobreviviente de Trelew, para ese momento mi responsable en la zona oeste de Montoneros); un matrimonio bajo la legalidad de un poder popular en construcción. Lo cierto del caso es que nos juntamos en un descampado a orillas del Camino de Cintura, bajo la sombra de unos eucaliptos. Coco preparó el consabido asado, que saboreamos después de la ceremonia formal donde María Antonia ofició de “jueza”, donde nos dimos el tradicional beso de recién casados y posteriormente nos embarcamos en un reñido partido de fútbol, donde Georgina recordó sus andanzas infantiles, repartiendo patadas en los tobillos que sufrieron sus casuales oponentes. De un lado, estaban María Antonia al arco, como parte del equipo con Coco y Juan Carlos; y en el otro equipo, Georgina, yo y la Negra de arquera. No me acuerdo cómo terminó, pero de que nos divertimos sin parar, no tengo ninguna duda. Al final, corrió el buen vino hasta que el atardecer nos anunció que terminaba ese 17 de octubre, el último que compartimos todos los que nos congregamos en ese día tan especial. Sólo la Negra y yo sobrevivimos a la dictadura.

A Georgina la volví a ver el 19 de octubre, la noche anterior a que me secuestraran. Nos encontramos en Ramos Mejía, yo venía saltando de contento porque traía el resultado positivo del examen de embarazo de la Negra: íbamos a ser mamá y papá. Mi hermana me abrazó un rato largo y me susurró al oído que le encantaba tener una sobrina para que jugara con María José, que ya tenía cuatro meses de vida. Apostó a que era nena y la pegó, Victoria Sol le dio la razón. Caminamos un rato tomados de la mano por Avenida de Mayo, me regaló una botella de vino tinto para que brindara por el anuncio de la nueva vida y me dio 30 pesos, porque yo estaba sin un mango, porque había pagado el examen que había salido más caro de lo que pensaba. Nos despedimos con un beso, me subí al colectivo y la perdí de vista, sin saber que sería para siempre.

Hoy sabemos, revisando los expedientes de la Conadep, y por la confirmación de dos compañeros sobrevivientes de Santa Fe, quienes son en principio los responsables de la detención en la casa de un familiar en Santo Tomé, su paso por un centro clandestino de detención y torturas, la breve permanencia en la comisaría 4ta y el traslado de Georgina y Coco, con destino desconocido, aunque se presume que a algún centro clandestino de detención del Primer Cuerpo de Ejército.

/Raúl (Chito), su hermano - Ex detenido-desparecido, ESMA 1976-1979


“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”

Corría el año 72 y nosotras con un enorme trébol en la solapa, el distintivo de que apostábamos a la vida, a la suerte, a tantas cosas que después se truncaron. Dejamos el colegio con su carga de fantasmas y tantas historias vividas, para entrar en la vida de los adultos casi sin darnos cuenta.

Ella se casó con un compañero de militancia al que conocí en la pizzería San José de Flores, un tipo bárbaro. Para los íntimos “Coco” o el Gordo”, hombre grandote, lleno de ternura, que cumplía los años el mismo día que yo.

Y entonces apareció el horror, disfrazado de soldado, la ausencia reiterada de uno, varios, miles. Y el silencio como un estigma de la vergüenza que difícilmente se pueda reparar algún día.

Nosotras nos seguíamos viendo periódicamente, cuando venía de Rosario a Buenos Aires; yo le contaba de mis estudios, mis amoríos y proyectos. Los de ella eran la justicia y la libertad.

Nunca olvidaré aquel último encuentro en casa. Yo le dije que se fuera, que pensara en su hijita y en la necesidad de estar viva para criarla. Me respondió que luchaba por un mundo mejor para la nena; nos abrazamos sin más palabras, con la certeza de lo inevitable.

Un mes después su madre me llamó para darme una cajita musical en forma de cofre que ella quería mucho. “Ella no va a volver, se la llevaron, a los dos se los llevaron y nos dijeron que no los busquemos más…”

Cada vez que repaso esta secuencia me corre frío por el alma y culpa por no haber gritado y luchado, aceptar el oprobio y seguir con la vida.

La nena se quedó sin padres, al cuidado de sus abuelos y a los que la queríamos nos sacaron hasta la dignidad de poder enterrarla.

(..)

Ahora estoy sentada en la confitería, contra la ventana, esperando mi capuchino, tengo 44 años, muchas canas que disimulo con henna y una larga historia con subidas y bajadas.

Hace un rato que la espero, como siempre enganchada en tantas cosas, rara vez era puntual. Llevo conmigo un cuaderno donde les doy libertad a mis secretos más profundos, es aquella vieja pasión que me permitió vivir a esta altura del partido.

- Che flaca, era a las cinco, ¿qué te pasó…? Bueno, sabés como soy, no puedo evitar esa estúpida costumbre de ser tan formal… mirá que venir a preocuparse por la puntualidad en este momento, ¿cuántos años pasaron?. Fueron veintitrés, y yo sigo aquí tratando de rellenar los huecos como puedo, este encuentro me ayuda. Te quiero decir algo que te debo desde hace mucho… ¿sabías que sos mi mejor amiga?, y eso nadie lo puede hacer desaparecer

No hubo respuesta a esta larga confesión, pero sentí tu presencia y aquella mirada cómplice, desde algún lugar, donde quiera que esté.

/María Elena -amiga

Su memoria es recordada en Baldosas de la Memoria colocadas en la ex comisaría 4ta de Santa Fe, donde se la vió por última vez, hoy Espacio de Memoria

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