Jorge ULLA
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Editorial EL PERISCOPIO - Libre de reproducirse con mención de fuente
Jorge, mi hermano
Jorge era mi hermano mayor y nos llevábamos apenas un año y meses de diferencia de edad. Había nacido en Santa Fe el 23 de septiembre de 1944. Compartíamos gran parte de nuestras vidas: deportes, colegio, amigos y todas las anécdotas y picardías típicas de dos hermanos jóvenes. Por lo tanto mi recuerdo y su semblanza, serán desde una visión familiar.
Desde la muerte de nuestra madre, entonces él tenía 10 años, vivíamos en un departamento en el corazón céntrico de la ciudad de Santa Fe, con una hermana de mamá, tía Herminia, nuestra querida prima Nené, y bajo el cuidado y vigilancia cercana de nuestro padre.
Nuestra casa era el centro de reuniones, almuerzos y cenas de nuestros primos mayores, amigos nuestros y de mi padre. Tuvimos una adolescencia y juventud, a pesar de la falta de nuestra madre, llena de afectos y cuidados.
Él tenía todo lo necesario para triunfar en la vida, de acuerdo a los parámetros de “éxitos” de la época y del medio social. Pertenecía a una clase media alta, y nuestra familia prestaba con énfasis, atención a su educación y estudio.
Era un lindo tipo “buen mozo”, dirían las madres de sus amigas. De un carácter jovial, siempre con una sonrisa grandota y bonachona, acompañaba sus pasos con risas y anécdotas, que hacían que espontáneamente se convirtiera en centro de atención del grupo que lo rodeaba.
También tenía su carácter fuerte y era de nosotros dos quien enfrentaba frecuentemente ciertas facetas de orden autoritario de papá. Tampoco fue un buen estudiante, a pesar de su natural inteligencia. Repitió un año y terminamos juntos en el mismo curso los estudios de maestro, en la escuela Normal General San Martín. Eso sí, apañado y querido por profesores y celadores y ni qué hablar del plantel femenino, que era abrumadoramente más numeroso que el de los varones.
Pero quizás, el rasgo más notable de su personalidad era su sensibilidad. Recuerdo entrar a casa en noches de verano, ya tarde, y verlo solo, sentado, escuchando poesías de Nicolás Guillén, con su mirada perdida y algo triste y borroneando papeletas de candidatos electorales de aquélla época, con versos que luego desdeñaba y desaparecían.
Por largos ratos no lo veíamos y a cualquier hora lo encontrábamos en la piecita del fondo pintando o esculpiendo en barro greda, que traía de las zonas de las islas, apareciendo entre sus manos formas, caras y paisajes que aún nos acompañan, sorprendiendo a los que saben, por su condición de autodidacta. De un cuerpo privilegiado, era un buen nadador y habilidoso jugador de fútbol y rugby, con él conformábamos la “pareja de medios” de Charoga, en una de las primeras divisiones infantiles de Santa Fe.
Alguien le acerca los primeros pensamientos inquietantes del “Mayo Francés”, lo iluminaron las luces de la revolución Cubana, el eslogan del “Hombre nuevo” y la imagen del Che. Aquí comienzan a separarse transitoriamente nuestros caminos. Para mí, la rutina del estudio de medicina en Córdoba y Jorge comienza a volar, decide estudiar arquitectura en la ciudad de la Plata, se contacta con dirigentes revolucionarios y encuentra el cauce que inconteniblemente lo lleva a la militancia política e ingresa al Partido Revolucionario de los Trabajadores.
Avasallante, decidido y testarudo, sorprende a toda su familia cuando pensábamos que quizá lo suyo, era sólo una postura juvenil, transitoria y algo iracunda. Pasa a la clandestinidad en 1968 cuando aún pocas cosas ocurrían en el país y la lucha armada sólo era una declamación de algunos grupos de intelectuales de izquierda.
Meses antes, viajé a Buenos Aires a jugar la final del campeonato argentino de rugby representando a Córdoba, visité unos tíos en Bernal y ahí lo encontré a Jorge. Me propuso que lo acompañase hasta Berazategui donde vivía y mientras viajábamos en tren (yo de saco y corbata) me anunciaba los diferentes conglomerados fabriles que íbamos atravesando, la cantidad de obreros que trabajaban, de sus problemas y reclamos laborales.
Así llegamos a un barrio obrero muy humilde; el dueño de casa, un morocho grandote me dio un abrazo y me contó cuánto lo querían al “Petiso Mario”. La casa muy precaria y en su piecita, pocas cosas personales lo identificaban, apenas una foto de mamá y un viejo despertador, el resto de sus cosas habían pasado a manos de “compañeros que lo necesitaban más”.
Más serio, más racional y más preparado intelectualmente, yo lo escuchaba callado, sorprendido y emocionado y, mientras nos despedíamos en el hotel donde se alojaba mi delegación deportiva, dibujaba muñequitos en una servilleta de papel.
Un abrazo, un presentimiento y fue la última vez que nos vimos en la legalidad. Me quedé mirando cómo se perdía entre la gente por calle Cerrito de la ciudad de Buenos Aires.
El sufrimiento de mi padre aumentaba por haber ocurrido todo esto en una época en la que el hecho tenía más interpretación policial que política. Una sensación de vergüenza e incomprensión invadía a más de uno en la familia y mi confusión hacía más difícil una sensata defensa.
¿Qué hizo que una generación de jóvenes tuviera la sensibilidad para comprender el sufrimiento de una clase social que por casualidad no era la suya? ¿Cómo tuvieron la claridad para saber en manos de quiénes estábamos y hacia dónde nos llevaban? Cuánto valor, cuánta solidaridad, para luchar por lo que a los demás se les negaba, resignando la comodidad propia y arriesgando en la militancia, la vida día a día.
Luego el silencio... el tremendo silencio de la clandestinidad, casi un año sin saber nada de él y tratando de comprender aún, que había pasado. Habían aparecido en algunas zonas fabriles de Santa Fe, unas “cartas al pueblo”, explicando el por qué de su lucha y los motivos de la “expropiación” del banco de Escobar (enero 1969), que los diarios anunciaran en sus portadas como el “robo del siglo”.
Casi al año, una carta aparece debajo de la puerta del departamento de mi padre y por primera vez teníamos noticias directas. Nos pedía disculpas por todos los sufrimientos por los que sabía habríamos pasado, extrañando y recordando los domingos con ravioles en la casa de la abuela, las cacerías con papá y los partidos de fútbol en la cancha de Unión, pero que su lucha era una decisión racionalmente tomada, que resignaba todo con alegría y que por ello, no nos preocupáramos.
El preguntarme ¿por qué? me ofrecía en una ciudad estudiantil e industrial como Córdoba cientos de bocas que tenían respuestas a preguntas que antes distraídamente no me hacía y nuevamente nuestros caminos se vuelven a acercar. Hay un cambio en nuestra familia, y cambian sus amigos. Creo que además de lo racional, había algo mágico en estos muchachos que te tocaban y te llevaban. Dicen sus compañeros que logró una sólida formación política, responsable siempre en lo militar, pero aún en momentos difíciles siempre con sus bromas y sus risas.
También dicen que era el hombre de las tantas fugas.
El primer encuentro con papá en la clandestinidad, en Buenos Aires, al que me agrego a último momento. Luego, al tiempo, un viaje con el Gringo Menna toda una noche, sin saber a dónde iba, el encuentro en una casa clandestina en Tucumán, previa espera a que regresara de su trabajo y el retorno a las horas. Me acompañó caminando a la terminal, de noche, en una Tucumán atestada de fuerzas de seguridad y le preguntó a un policía: oficial, por favor ¿de dónde sale el micro para Córdoba?
Un golpe a la puerta de mi domicilio en Córdoba, una noche de invierno y el compañero Fósforo, mi actual y querido amigo Jorge, anunciándome que mi hermano había sido herido en Tucumán, luego de una acción y que aún no se sabía de su gravedad.
Había que salir de casa a un lugar más seguro, esperar en una plaza, bajar a otra casa a la espera de un llamado y confirmar la gravedad de una herida de bala que le había fracturado un brazo. Luego de saltar varios tapiales cae desangrado, un intento de fusilamiento y posteriormente su internación en el Hospital Padilla con nombre falso.
Rápidos y febriles viajes a Santa Fe para avisar lo que sucedía y el dolor y la preocupación de papá a quién se le recomendaba no hacer nada personalmente, para que no se supiera su verdadero nombre (por seguridad) y tomar tiempo para preparar un posible rescate.
Papá en su desconsuelo vaticinaba ¡ahora va a quedar solo! Otra cita en Córdoba en un bar y me doy cuenta de que estoy hablando con Santucho. Piel cetrina, cara angulosa, pausado y hasta con cierta ternura me insistía en serenar a papá y a estar atento a la ayuda posible. A los días, es rescatado del hospital por un grupo de presuntos médicos de guardapolvos blancos.
Otro llamado a la puerta y Fósforo que me avisa de su rescate. A los días, un amigo de la infancia, Ike, con una pareja de compañeros (madre e hijo) son los encargados de trasladarlo a Córdoba disfrazado de mujer. A todo esto, en Tucumán conmocionada y militarizada se controlaban todas las salidas posibles.
Visitas fugaces a casas clandestinas para atender su salud y luego por un tiempo encuentros furtivos en la calesita del barrio o en el colectivo que me llevaba a la facultad. A veces aparecía imprevistamente en casa y mientras comían lo que había, el negro Santucho se dedicaba a limpiar con un aerosol las manchas de su inseparable saco azul cruzado.
En un encuentro organizado con papá, Jorge conoce a su hermano menor Alejandro (del segundo matrimonio de Papa) y nos presentó a una compañera tucumana, humilde, oriunda de un pueblito donde en las “vueltas a la plaza” sus amigas no le aconsejaban esta amistad porque él dormía o salía de una comisaría y lo suponían policía. No me acuerdo su sobrenombre, nunca supe su nombre y nunca la volví a ver. El colocaba antenas y lo hacía también para la policía mientras era una de las personas más buscadas del país.
Esa noche le avisaron que había caído detenido su compañero el gringo Colauti, le pidió el auto a papá y lo acompañé a levantar la casa, sabiendo él, que había un tiempo posible para actuar y que era ese tiempo el de soportar la tortura por parte de su compañero. Con una notable tranquilidad cargó, evadió puentes, controles y cambió de auto. En casa, un padre que esperaba.
Cae detenido una noche de septiembre de 1971 en Córdoba en una casa operativa en el barrio Gral. Bustos, junto a Santucho, Gorriarán y Toschi. Golpeados y sometidos a los tormentos de la época, no lo pudimos ver y recién lo visitamos tiempo después en la Cárcel de Devoto en Buenos Aires.
Si bien otras familias sufrieron mucho más, a la nuestra le tocó su parte. Papá es allanado, mi prima Nené que militaba en familiares, a pesar de la limitación de su polio es detenida durante cinco años en Devoto. A mí, en septiembre de 1972, en el primer mes de aniversario de la masacre de Trelew, me detienen en el cementerio, me trasladan a los servicios y allanan mi departamento donde me bajan esposado y con un FAL en la cabeza. Me piden que me despida de mi hijo Tristán de meses, porque dicen que ya no lo voy a volver a ver, hubo otras palizas en el campo, pero zafé. Al hijo de Lila, Juan Clemente Chazarreta la señora que por años trabajó en mi casa paterna, lo detienen porque lo allanan y encuentran una carta de Jorge, tenía varios hijos, apareció ahorcado en una seccional y quemado con cigarrillos.
Lo visitamos con papá por última vez en Rawson , meses antes de la fuga. Yo viajé desde la C.G.T de Córdoba, (de dónde nos despidió el Negro López) con familiares en un colectivo urbano. El frío, las largas colas de peligrosas requisas, dos días de visitas general en pabellones y la despedida. Aún lo recuerdo con el contraste del último sol de una tarde gélida, cruzando el patio del penal, regresando a su celda, llevando un banco con el Gringo Menna. Se detuvo, se dio vuelta y sonriendo me tiró un beso con la mano.
Esta vez sentí otro presentimiento trágico y se me cayó alguna lágrima, una mano que me abraza, y Mariano Pujadas, que antes de irse, en voz baja me dice al oído: “No hay mal que dure cien años, hermano”. También en ese momento tuve la certeza que se fugaban.
La noche del 15 de agosto de 1972, trabajando en la C.G.T con los familiares, nos avisan de la fuga: alegría y preocupación para todos. El 22 de agosto amanece, prendo la radio, se escucha la canción de moda, interrumpen la misma y anuncian la burda noticia oficial de un nuevo intento de fuga en la Base Aeronaval Almirante Zar, esta vez con muertos y heridos. Me comunico con la familia Toschi y con un hermano de Adrián (uno de los 19 detenidos en la Base) esperamos la información, que llegaba por teletipo al diario La Voz del Interior.
Lápiz en mano voy anotando la lista de heridos y muertos y entre ellos el nombre de mi hermano. Después ya todo se sabe sobre la masacre. Recibimos el cuerpo de Jorge en el aeropuerto Sauce Viejo, en la cabecera de pista, con luces apagadas y lo trasladamos a una sala donde lo cambiamos de cajón.
Desnudo, con pedregullos por haber sido arrastrado su cuerpo, con un orificio de bala en el muslo que no era mortal y otro a la altura del corazón con un halo negro de pólvora que certificaba la muerte por un disparo a quemarropa, un cinto, un atado de cigarrillos y nada más.
Negociamos con la policía un camino de traslado al cementerio, con la desesperación de un padre que desde la altura de su edificio veía sumarse miles de cabezas militantes en la plaza, mientras que algunas tanquetas apuntaban a nuestro piso y fuerzas de seguridad tomaban posición. Dicen que el acompañamiento fue comparable con el de Monzón, la multitud empujaba el coche fúnebre y de pronto la represión: golpes, tiros, gases y corridas.
Mi familia fue encerrada y trasladada en un carro de asalto y yo me abracé al ataúd por miedo a que las fuerzas de seguridad se lo llevaran.
El cementerio, embanderado y una multitud que asombraba y asomaba hasta por los techos de los panteones. Discursos, consignas, aquella poesía anónima que decía que “16 rosas rojas nacidas de madrugada, florecerán cada agosto, de la tierra liberada” y el canto enardecido y desafiante de ¡ya van a ver, ya van a ver/ cuando venguemos a los héroes de Trelew!
Pero no hubo venganza, muchas razones nos diferenciaron de las bestias y sólo seguimos pidiendo justicia. Su destino final fue el panteón familiar cubierto 1por una bandera con una estrella roja de 5 puntas.
Al tiempo nos visitó el ingeniero René Haidar, uno de los tres sobrevivientes de la masacre. Nos contó cómo los ametrallaron en fila de a dos y cómo los fueron rematando uno a uno. Me cuenta también Haidar que él conocía muy bien la voz de Jorge por haber estado detenido juntos y que claramente escucha en el momento de los remates y en la celda contigua cuando Jorge grita: “¡Tirá asesino hijo de puta!”...... y luego el estampido.
Jorge fue uno de los tantos jóvenes de esa generación que eligió por qué vivir, por qué luchar e incluso por qué morir. Nos pareció un hombre grande, lleno de sabiduría, con una larga y heroica vida, y apenas tenía 27 años.
Una vida, un hermano, un ejemplo.
/ Julio
Al llegar los 50 años de la masacre de Trelew, se inicio la presentación de “Jorge, una generación que eligió por qué vivir, por qué luchar y por qué morir”, una creación de Pana, compañía santafesina de artes escénicas. Se trata de una obra transdisciplinar que combina danza, teatro y música en vivo que gira en torno a la historia de Jorge Ulla. Es una “obra comprometida con la Memoria, con los Derechos Humanos y la historia argentina. En esencia, cuenta tres etapas de la vida de un joven santafesino que, como tantos, decidió alejarse de su zona de confort y salir a defender sus ideales y el de muchos otros compañeros y compañeras. Es una puesta escénica que busca que el olvido no sea parte de la historia. Sobre textos de su hermano Julio, participan también dos sobrinas de Jorge
HOMENAJE: (VER ANEXO)
Su memoria es recordada en una placa colectiva colocada en la Escuela Normal
En 20223 se realizó en Santa Fe el Torneo Nacional en Homenaje a los Rugbiers desaparecidos, entre ellos Jorge
Los responsables de su asesinato fueron juzgados y condenados en la Causa Masacre de Trelew
ARTE PARA LA MEMORIA